MÉTODO
El deseo de hacer partidarios es, en los adeptos del espiritismo, muy natural y loable, y nunca estará de más estimularlo. Con la intención de facilitarles la tarea, aquí nos proponemos analizar el camino que nos parece más seguro para alcanzar ese objetivo, a fin de ahorrarles esfuerzos inútiles.
Hemos dicho que el espiritismo es toda una ciencia, toda una filosofía. Por lo tanto, quien quiera conocerlo seriamente debe, como primera condición, predisponerse a un estudio serio, y convencerse de que esta ciencia no puede, al igual que ninguna otra, aprenderse como si fuera un juego. Asimismo, hemos manifestado que al espiritismo atañen todas las cuestiones que son de interés para la humanidad. Su campo es inmenso, y es conveniente abordarlo sobre todo desde sus consecuencias. La creencia en los Espíritus constituye, sin duda, su base, pero esta creencia no es suficiente para convertir a alguien en un espírita ilustrado, como tampoco alcanza con la creencia en Dios para que alguien llegue a ser teólogo. Veamos, pues, de qué manera es conveniente proceder con la enseñanza del espiritismo, a fin de que las personas sean conducidas a la convicción con mayor seguridad.
Los adeptos no tienen que asustarse con la palabra enseñanza. La enseñanza no sólo es aquella que se imparte desde el púlpito o desde la tribuna. La simple conversación también lo es. La persona que intenta persuadir a otra ya sea mediante explicaciones o experiencias, está enseñando. Lo que deseamos es que su esfuerzo sea fructífero, y por eso consideramos que es preciso darle algunos consejos, que serán también de utilidad para quienes deseen instruirse por sí mismos. Aquí hallarán el medio de alcanzar el objetivo con mayor seguridad y prontitud.
Por lo general, se cree que para convencer basta con mostrar los hechos. Ese pareciera, en efecto, el camino más lógico. Sin embargo, la experiencia demuestra que no es siempre el mejor, porque muchas veces encontramos personas que no se dejan convencer ni siquiera por los hechos más patentes. ¿A qué se debe esto? Es lo que vamos a tratar de demostrar. En la enseñanza del espiritismo, la cuestión de los Espíritus es secundaria, es una consecuencia. Considerarlos el punto de partida es, precisamente, el error en que caen muchos adeptos, y eso los conduce al fracaso en relación con ciertas personas. Dado que los Espíritus no son otra cosa que las almas de los hombres, el verdadero punto de partida es la existencia del alma. Ahora bien, ¿cómo habrá de admitir el materialista la existencia de seres que viven fuera del mundo material, si él mismo cree que sólo es materia? ¿Cómo podrá creer en la existencia de Espíritus alrededor suyo, cuando no cree que tenga uno dentro de sí? En vano se acumularán ante sus ojos las pruebas más palpables; las rechazará todas, dado que no admite el principio. Una enseñanza metódica debe ir de lo conocido a lo desconocido. Para el materialista, lo conocido es la materia. Partid, pues, de la materia, y tratad ante todo de convencerlo, mediante la observación de la materia, de que en él existe algo que escapa a las leyes de la materia. En una palabra, antes de convertirlo en ESPÍRITA, tratad de hacerlo ESPIRITUALISTA. No obstante, a tal efecto se requiere otro orden de hechos, una enseñanza muy especial que se debe suministrar por otros medios. Hablarle de los Espíritus antes de que esté convencido de que posee un alma, es comenzar por donde se debe concluir, pues no podrá aceptar la conclusión sin haber admitido las premisas. Por consiguiente, antes de que intentemos convencer a un incrédulo, incluso mediante los hechos, conviene que nos aseguremos de su opinión respecto del alma, es decir, si cree en su existencia, en su supervivencia al cuerpo y en su individualidad después de la muerte. Si la respuesta fuera negativa, hablarle de los Espíritus sería perder el tiempo. Esa es la regla. No decimos que no haya excepciones, pero en ese caso probablemente exista otra causa que lo haga menos intransigente.
Entre los materialistas hay que distinguir dos clases. En la primera incluimos a los materialistas por sistema. En ellos no cabe la duda, sino la negación absoluta, razonada a su modo. Consideran que el hombre es simplemente una máquina que funciona mientras está en buen estado, pero que se descompone y, después de la muerte, sólo queda de ella el esqueleto. Por fortuna, la cantidad de los que piensan así es muy restringida y en ninguna parte constituyen una escuela confesada abiertamente. No es necesario que insistamos acerca de los deplorables efectos que resultarían, para el orden social, de la divulgación de semejante doctrina. Ya nos hemos extendido lo suficiente sobre el asunto en El Libro de los Espíritus (Véase el § 147 y la “Conclusión”, § III).
Cuando dijimos que la duda de los incrédulos se desvanece ante una explicación racional, debimos exceptuar a estos materialistas, que niegan la existencia de alguna fuerza o de algún principio inteligente fuera de la materia. La mayoría se obstina en esa opinión por orgullo. Su amor propio los obliga a que persistan a pesar de las pruebas en contrario, porque no quieren quedar en desventaja. Con esas personas no hay nada que hacer. Ni siquiera se debe tomar en cuenta el falso tono de sinceridad de los que dicen “hacedme ver y creeré”. Otros son más francos y declaran decididamente: “aunque viera, no creería”.
La segunda clase de materialistas, mucho más numerosa que la primera –porque el verdadero materialismo es un sentimiento antinatural–, abarca a los que son materialistas por indiferencia y, se podría decir, por falta de algo mejor. No lo son en forma deliberada, y lo que más desean es creer, pues la incertidumbre los atormenta. Existe en ellos una vaga aspiración hacia el porvenir, pero ese porvenir les fue presentado con colores que su razón rehúsa aceptar. De ahí la duda y, como consecuencia de la duda, la incredulidad, que para ellos no constituye un sistema. En cuanto se les ofrece algo racional, lo aceptan con celeridad. Por consiguiente, los materialistas de esta clase pueden comprendernos, porque están más cerca de nosotros de lo que ellos mismos imaginan. A los de la primera clase –los materialistas por sistema– no les habléis de la revelación, ni de los ángeles, ni del paraíso, pues no os comprenderían. Ubicaos en su propio terreno y demostradles primero que las leyes de la fisiología son impotentes para explicarlo todo; el resto vendrá más tarde. La situación es absolutamente diferente cuando la incredulidad no está preconcebida, porque entonces la creencia no es del todo nula: existe un germen latente de ella, sofocado por las malas hierbas, pero que una chispa puede reavivar. Es como el ciego al que se le devuelve la vista y se siente dichoso porque ve la luz de nuevo, o como el náufrago al que se le lanza una tabla de salvación.
Al lado de los materialistas propiamente dichos hay una tercera clase de incrédulos que, aunque se consideran espiritualistas, al menos de nombre, son tan refractarios como aquellos: se trata de los incrédulos por mala voluntad. A estos les molesta creer, porque eso perturbaría su tranquilidad ante los placeres materiales. Temen toparse con la condenación de sus ambiciones, de su egoísmo y de las vanidades humanas con las que se deleitan. Cierran los ojos para no ver, y se tapan los oídos para no escuchar. Sólo es posible tenerles lástima.
Apenas para no dejar de mencionarla, hablaremos de una cuarta categoría, a la que denominaremos incrédulos interesados o de mala fe. Estos saben muy bien a qué atenerse en relación con el espiritismo, pero lo condenan en forma ostensiva por motivos de interés personal. No tenemos nada para decir, como tampoco nada para hacer respecto a ellos. Si el materialista puro se equivoca, tiene al menos la disculpa de la buena fe. Podemos sacarlo de su equivocación si le demostramos su error. En cambio, en este otro caso hay un prejuicio contra el cual chocan todos los argumentos. El tiempo se encargará de abrirles los ojos y de mostrarles, tal vez en detrimento de sí mismos, dónde estaban sus verdaderos intereses, pues al no poder impedir la expansión de la verdad, serán arrastrados por el torrente, junto con los intereses que pretendían resguardar.
Además de estas diversas categorías de opositores, existe una infinidad de graduaciones, entre las que se puede incluir a los incrédulos por cobardía, que tendrán valor cuando vean que los demás no se queman. También están los incrédulos por escrúpulos religiosos, quienes mediante un estudio profundo aprenderán que el espiritismo se apoya en las bases fundamentales de la religión, que respeta todas las creencias, y que uno de sus efectos es inspirar sentimientos religiosos en quienes no los poseen, así como fortalecerlos en los que vacilan. Vienen a continuación los incrédulos por orgullo, por espíritu de contradicción, por negligencia, por frivolidad, etc., etc.
No podemos omitir una categoría a la que denominaremos incrédulos por decepciones. Incluye a los que pasaron de la confianza exagerada a la incredulidad, porque sufrieron desengaños. Entonces, desanimados, abandonaron todo y todo lo rechazaron. Se encuentran en el caso de quien niega la buena fe porque ha sido defraudado. Esto es consecuencia de un estudio incompleto del espiritismo, y de la falta de experiencia. Si alguien es engañado por los Espíritus, se debe a que les pregunta lo que ellos no deben o no pueden responder, o porque no se halla lo suficientemente ilustrado sobre el asunto, para distinguir la verdad de la impostura. Muchos, por otra parte, sólo ven en el espiritismo un nuevo medio de adivinación, y se imaginan que los Espíritus existen para decir la buenaventura. Ahora bien, los Espíritus frívolos y burlones no pierden ocasión para divertirse a costa de los incrédulos de este tipo. Así, anunciarán maridos a las solteras, y honores, herencias, tesoros ocultos, etc., a los ambiciosos. De ahí resultan a menudo ingratas decepciones, de las que el hombre serio y prudente sabe siempre preservarse.
Una clase muy numerosa, incluso la más numerosa de todas, pero que no podría ser incluida entre las de los opositores, es la de los indecisos. En general, son espiritualistas por principio. La mayoría tiene una vaga intuición de las ideas espíritas, una aspiración hacia algo que no llegan a definir. Sólo les falta coordinar y enunciar sus pensamientos. Para ellos el espiritismo es como un rayo de luz, como la claridad que disipa las tinieblas. Por eso mismo lo adoptan con prisa, porque los libra de las angustias de la incertidumbre.
Si nos detenemos ahora ante las diversas categorías de creyentes, encontraremos, en primer lugar, a los que son espíritas sin saberlo. Para decirlo correctamente, constituyen una variedad o un matiz de la clase anterior. Sin que jamás hayan oído hablar de la doctrina espírita, tienen el sentimiento innato de los grandiosos principios que la conforman, y ese sentimiento se refleja en algunos pasajes de sus escritos y sus discursos, a tal punto que quienes los escuchan suponen que ya están perfectamente iniciados. Hallamos numerosos ejemplos de esos casos tanto entre los escritores sagrados como entre los profanos, así como también entre los poetas, los oradores, los moralistas y los filósofos, sean antiguos o modernos.
Entre los que se han convencido a través del estudio directo del espiritismo, podemos distinguir:
1.º Los que creen pura y simplemente en las manifestaciones. El espiritismo es para ellos nada más que una ciencia de observación, una serie de hechos relativamente curiosos. Los denominaremos espíritas experimentadores.
2.º Los que ven en el espiritismo algo más que hechos. Comprenden su aspecto filosófico, admiran la moral que de ahí deriva, pero no la practican. La influencia de la doctrina sobre su carácter es insignificante o nula. No modifican en nada sus hábitos, ni se privan de uno solo de sus placeres. El avaro continúa siendo mezquino; el orgulloso no deja de pensar en sí mismo; el envidioso y el celoso son invariablemente hostiles. Consideran que la caridad cristiana es sólo una hermosa máxima. Son los espíritas imperfectos.
3.º Los que no se conforman con admirar la moral espírita, sino que la practican y aceptan todas sus consecuencias. Persuadidos de que la existencia terrenal es una prueba pasajera, tratan de aprovechar sus breves instantes para avanzar en la senda del progreso: la única que puede elevarlos en la jerarquía del mundo de los Espíritus. Se esfuerzan por hacer el bien y reprimir sus malas inclinaciones. Sus relaciones son siempre firmes, porque poseen una convicción que los aparta de todo pensamiento del mal. La caridad es, en todo, su norma de conducta. Son los verdaderos espíritas o, mejor dicho, los espíritas cristianos.
4.º Están, para finalizar, los espíritas exaltados. La especie humana sería perfecta si eligiera siempre el lado bueno de las cosas. La exageración es perjudicial en todo. En el caso del espiritismo, suscita una confianza demasiado ciega y a menudo pueril en los fenómenos del mundo invisible, y conduce a que se acepte con mucha facilidad y sin control alguno aquello que la reflexión y el análisis demostrarían que es absurdo e imposible. No obstante, el entusiasmo no conduce a la reflexión, sino que deslumbra. Esta especie de adeptos es más nociva que útil a la causa del espiritismo. Son los menos aptos para convencer a quienquiera que sea, porque todos desconfían, y con razón, de su juicio. Gracias a la buena fe que los anima, son engañados por los Espíritus impostores y por los hombres que tratan de explotar su credulidad. Si sólo ellos debieran sufrir las consecuencias, el mal sería menor. Lo peor es que, aun sin quererlo, proporcionan armas a los incrédulos, que buscan ocasiones para mofarse más que para convencerse, y no dejan de atribuir a todos el ridículo de algunos. Sin duda, esto no es justo ni racional. Sin embargo, como se sabe, los adversarios del espiritismo sólo reconocen como de buena calidad a su propia razón, y poco les preocupa conocer a fondo aquello de lo que hablan.
Los medios de convencimiento varían enormemente según los individuos. Lo que persuade a unos no produce nada en otros. Algunos se convencieron al observar determinadas manifestaciones materiales; otros lo hicieron por medio de comunicaciones inteligentes, y la mayor parte a través del razonamiento. Podemos incluso afirmar que, para la mayoría de los que no se preparan mediante el razonamiento, los fenómenos materiales tienen poco peso. Cuanto más extraordinarios son esos fenómenos, cuanto más se apartan de las leyes conocidas, tanto mayor es la oposición que encuentran, y eso se debe a una razón muy simple: la de que todos nos vemos inducidos naturalmente a dudar de un hecho que no ha recibido la aprobación racional. Cada uno lo considera desde su punto de vista y lo explica a su modo: el materialista lo atribuye a una causa puramente física, o a un engaño; el ignorante y el supersticioso creen que se debe a una causa diabólica o sobrenatural. En cambio, una explicación previa produce el efecto de destruir las ideas preconcebidas, y muestra, si no la realidad, al menos la posibilidad del fenómeno, que de ese modo es comprendido antes de que haya sido presenciado. Ahora bien, desde el momento en que se reconoce la posibilidad de un hecho, las tres cuartas partes de la convicción están garantizadas.
¿Es útil hacer el intento de convencer a un incrédulo obstinado? Ya hemos dicho que eso depende de las causas y de la naturaleza de su incredulidad. Muchas veces, nuestra insistencia lo lleva a creer en su importancia personal, lo que constituye una razón para que se obstine más todavía. En cuanto al que no se convenció por el razonamiento ni por los hechos, aún le corresponde sufrir la prueba de la incredulidad. Es preciso dejar a la Providencia la tarea de generar circunstancias que le resulten más propicias. Muchas son las personas que desean recibir la luz. ¿Por qué perder tiempo con quienes la rechazan? Dirigíos, pues, a los hombres de buena voluntad, que son más numerosos de lo que se supone, y su ejemplo, al multiplicarse, vencerá las resistencias con mayor facilidad que las palabras. El verdadero espírita jamás dejará de hacer el bien. Hay corazones afligidos por aliviar, consuelos para brindar, desesperaciones que calmar, reformas morales por lograr. Esa es su misión, y ahí encontrará la auténtica satisfacción. El espiritismo está en el aire. Se difunde por la fuerza de los hechos, y porque hace felices a quienes lo profesan. Cuando sus adversarios sistemáticos lo escuchen resonar alrededor suyo, entre sus propios amigos, comprenderán el aislamiento en que se encuentran y se verán forzados a callarse, o a rendirse.
Para proceder a la enseñanza del espiritismo, como se haría en relación con las ciencias ordinarias, sería preciso pasar revista a toda la serie de los fenómenos que pueden producirse, comenzando por los más simples, para llegar sucesivamente a los más complejos. Ahora bien, esto no es posible, porque no se puede hacer un curso de espiritismo experimental del mismo modo que se hace un curso de física o de química. En las ciencias naturales se actúa sobre la materia bruta, que se manipula a voluntad, y casi siempre se tiene la certeza de poder regular sus efectos. En el caso del espiritismo tenemos que tratar con inteligencias que gozan de libertad y que nos demuestran, a cada instante, que no están sometidas a nuestros caprichos. Es preciso, pues, observar, aguardar los resultados y captarlos cuando se producen. Por eso afirmamos, a viva voz, que cualquiera que se envanezca de obtenerlos a voluntad sólo puede ser un ignorante o un impostor. Esta es la razón por la cual el VERDADERO espiritismo nunca se ofrecerá en un espectáculo, ni se presentará jamás en los escenarios. Incluso resulta un poco ilógico suponer que los Espíritus acudan a exhibirse y se sometan a investigaciones, como si fueran objetos de curiosidad. Puede suceder que los fenómenos no se produzcan cuando más lo necesitamos, o que se presenten en un orden muy diferente del que nos gustaría. Agreguemos además que, para obtenerlos, se requiere la intervención de personas dotadas de facultades especiales, y que esas facultades varían hasta lo infinito, de conformidad con la aptitud de los individuos. Ahora bien, como es en extremo raro que una misma persona tenga todas las aptitudes, eso aumenta la dificultad, pues precisaríamos tener siempre a mano una verdadera colección de médiums, y eso no es posible.
El modo de evitar ese inconveniente es muy simple. Hay que comenzar por la teoría. En ella todos los fenómenos son estudiados y explicados; se comprende su posibilidad, y se sabe en qué condiciones pueden producirse, así como los obstáculos que es posible encontrar. Entonces, sea cual fuere el orden en que según las circunstancias esos fenómenos aparezcan, nada en ellos será sorprendente. Este camino ofrece todavía una ventaja más: la de ahorrar una infinidad de decepciones al experimentador, pues este, prevenido acerca de las dificultades, sabrá mantenerse en guardia, y no tendrá que adquirir experiencia a costa de sí mismo.
Desde que nos ocupamos con el espiritismo, sería difícil calcular la cantidad de personas que vinieron a consultarnos; cuántas entre ellas se mantuvieron indiferentes o incrédulas ante los hechos más patentes, y sólo más tarde se han convencido mediante una explicación racional; cuántas otras se predispusieron a la convicción por medio del razonamiento; cuántas, por último, se han persuadido sin haber visto nada, únicamente porque comprendieron. Hablamos, pues, por experiencia, y por eso afirmamos que el mejor método de enseñanza espírita es el que se dirige a la razón, no a los ojos. Es el método que seguimos en nuestras lecciones, y del cual sólo tenemos que congratularnos(1).
(1) Nuestra
enseñanza teórica y práctica es siempre gratuita. (N. de Allan Kardec.)
El estudio previo de la teoría presenta otra ventaja: la de mostrar de inmediato la magnitud del objetivo y el alcance de esta ciencia. Aquel que comienza por ver que una mesa gira o golpea, se siente más inclinado a la burla, porque difícilmente imaginará que de una mesa pueda surgir una doctrina regeneradora de la humanidad. Hemos observado siempre que los que creen antes de haber visto, sólo porque leyeron y comprendieron, lejos de ser superficiales son, por el contrario, los que más reflexionan. Como muestran mayor interés por el fondo que por la forma, para ellos la parte filosófica es lo principal, y los fenómenos propiamente dichos son accesorios. Llegan incluso a manifestar que, si esos fenómenos no existieran, no por eso esta filosofía dejaría de ser la única que resuelve todos los problemas que hasta hoy eran insolubles; que sólo ella ofrece la teoría más racional acerca del pasado y el porvenir del hombre. Prefieren una doctrina que realmente explica antes que aquellas que no explican nada o que explican mal. Quienquiera que reflexione, comprende muy bien que se podrían dejar de lado las manifestaciones, sin que la doctrina dejase de subsistir. Las manifestaciones corroboran y confirman el espiritismo, pero no constituyen su base esencial. El observador serio no las rechaza, sino todo lo contrario, pero aguarda las circunstancias propicias que le permitan ser testigo de ellas. La prueba de esto es que un gran número de personas, antes de haber oído hablar de las manifestaciones, tenían ya la intuición de esa doctrina, que no ha hecho más que dar un cuerpo, un conjunto a sus ideas.
Por otra parte, no sería exacto que afirmáramos que los que comienzan por la teoría se ven privados de las observaciones prácticas. Por el contrario, hay fenómenos que para ellos tienen más peso que los que pudieran llegar a producirse en su presencia. Nos referimos a los numerosos hechos de las manifestaciones espontáneas, de los que hablaremos en los capítulos siguientes. Pocas son las personas que no los conocen, al menos por haber oído acerca de ellos, y muchas los observaron sin haberles prestado la atención que merecían. La teoría les da una explicación, y sostenemos que esos hechos tienen gran peso cuando se apoyan en testimonios irrecusables, porque no se puede suponer que hayan sido preparados o que se deban a complicidades. Aunque los fenómenos provocados no existieran, los espontáneos no dejarían de producirse por esa razón, y ya sería bastante que el espiritismo sólo sirviera para darles una solución racional. Por eso, la mayoría de los que leen previamente, recuerdan esos hechos, que son para ellos una confirmación de la teoría.
Se engañaría rotundamente en cuanto a nuestra manera de ver, quien supusiera que nosotros aconsejamos que se menosprecien los hechos, pues a través de los hechos hemos llegado a la teoría. Es cierto que para eso debimos llevar a cabo un trabajo asiduo, que requirió muchos años y miles de observaciones. Con todo, puesto que los hechos nos han servido y nos sirven a diario, seríamos inconsecuentes con nosotros mismos si negáramos su importancia, sobre todo ahora, cuando preparamos un libro para darlos a conocer. Decimos solamente que sin el razonamiento los hechos no bastan para generar la convicción. Además, una explicación previa, que pone fin a las prevenciones y muestra que los hechos no contradicen la razón, predispone a aceptarlos. Tan cierto es esto que, de diez personas completamente novatas que asistan a una sesión experimental, aunque esta sea de las más satisfactorias según la opinión de los adeptos, nueve saldrán de ahí sin haberse convencido, y algunas saldrán más incrédulas que antes, porque las experiencias no respondieron a sus expectativas. Sucederá todo lo contrario con quienes puedan comprender los hechos mediante un conocimiento teórico previo. Para estas personas ese conocimiento es un medio de control, pero nada las sorprende, ni siquiera el fracaso, porque saben en qué condiciones se producen los hechos, y que no hay que exigirles lo que no pueden dar. Así pues, la comprensión previa de los hechos no sólo las pone en condiciones de percibir las anomalías, sino que también les permite captar una infinidad de detalles, de matices con frecuencia muy sutiles, que les sirven como elementos de convicción, y que escapan al observador ignorante. Estos son los motivos por los que sólo admitimos en nuestras sesiones experimentales a las personas que poseen nociones preparatorias suficientes para comprender lo que ahí se hace, pues estamos convencidos de que los otros perderían su tiempo, o nos harían perder el nuestro.
A los que deseen adquirir esos conocimientos preliminares mediante la lectura de nuestras obras, les aconsejamos que las lean en el orden siguiente:
1.º ¿Qué es el Espiritismo? – Este ensayo, de un centenar de páginas solamente, es una exposición sumaria de los principios de la doctrina espírita, una visión general que permite abarcar el conjunto dentro de un marco restringido. En pocas palabras se percibe su objetivo y es posible evaluar su alcance. Además, en él se encuentran las respuestas a las principales preguntas u objeciones que los novatos están naturalmente dispuestos a formular. Esta primera lectura, que demanda poco tiempo, constituye una introducción que facilita un estudio de mayor profundidad.
2.º El Libro de los Espíritus – Contiene la doctrina completa, dictada por los Espíritus mismos, con toda su filosofía y todas sus consecuencias morales. Es la revelación del destino del hombre, la iniciación en el conocimiento de la naturaleza de los Espíritus y en los misterios de la vida de ultratumba. Al leerlo se comprende que el espiritismo tiene un objetivo serio y que no constituye un frívolo pasatiempo.
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3.º El Libro de los Médiums – Está destinado a orientar en la práctica de las manifestaciones, mediante el conocimiento de los medios más adecuados para comunicarse con los Espíritus. Es una guía, tanto para los médiums como para los evocadores, y constituye el complemento de El Libro de los Espíritus.
4.º Revista Espírita – Se trata de una variada colección de hechos, explicaciones teóricas y fragmentos aislados que completan lo dicho en las dos obras precedentes, y que representan, en cierto modo, su aplicación. La lectura de esta revista puede hacerse al mismo tiempo que la de aquellas obras, aunque resultará más provechosa y, sobre todo, más inteligible, si se hace después de leer El Libro de los Espíritus. Esto, en cuanto a lo que nos concierne. Quienes desean conocer por completo una ciencia deben necesariamente leer todo lo que se haya escrito sobre la materia o, al menos, las cosas principales, y no limitarse a un solo autor. Deben asimismo leer los pros y los contras, las críticas tanto como las apologías, e iniciarse en los diferentes sistemas, a fin de que puedan juzgar por comparación. En ese aspecto, no preconizamos ni criticamos ninguna obra, pues no queremos influir de modo alguno en la opinión que puedan formarse de ella. Al aportar nuestra piedra al edificio, nos ubicamos junto al resto de los investigadores. No nos corresponde ser juez y parte, como tampoco abrigamos la ridícula pretensión de ser los únicos distribuidores de la luz. Compete al lector separar lo bueno de lo malo, lo verdadero de lo falso.
Texto extraído de:
El Libro de los Médiums de Allan Kardec (Nociones preliminares – Capítulo III)
AMOR, CARIDAD y TRABAJO
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