EL PERDÓN
Perdón y olvido de las ofensas
¿Cuántas veces perdonaré a mi hermano? Lo perdonarás no siete veces, sino setenta veces siete veces. Aquí tenéis una máxima de Jesús que debe impresionar a vuestra inteligencia y hablar más alto a vuestro corazón. Comparad esas palabras misericordiosas con la oración que Jesús enseñó a sus discípulos, tan sencilla, tan resumida y grande en sus aspiraciones, y encontraréis siempre el mismo pensamiento. Jesús, el justo por excelencia, responde a Pedro: Perdonarás, pero sin límites; perdonarás cada ofensa que se te haga; enseñarás a tus hermanos ese olvido de sí mismo que hace al hombre invulnerable contra el ataque, los malos procederes y las injurias; serás dulce y humilde de corazón, y nunca medirás tu mansedumbre; harás, en suma, lo que deseas que el Padre celestial haga por ti. ¿No te perdona Él a menudo? ¿Cuenta Él, acaso, las veces que su perdón desciende para borrar tus faltas?
Prestad atención, pues, a esa respuesta de Jesús y, como Pedro, aplicadla a vosotros mismos. Perdonad, sed indulgentes, caritativos, generosos y hasta pródigos de vuestro amor. Dad, porque el Señor os retribuirá. Perdonad, porque el Señor os perdonará. Rebajaos, porque el Señor os elevará. Humillaos, porque el Señor os hará sentar a su derecha.
Id, mis bienamados, estudiad y comentad estas palabras que os dirijo de parte de Aquel que, desde lo alto de los esplendores celestiales, mira siempre hacia vosotros, y prosigue con amor la tarea ingrata que empezó hace dieciocho siglos. Perdonad a vuestros hermanos, como tenéis necesidad de que ellos os perdonen a vosotros. Si sus actos os han perjudicado personalmente, mayor motivo tenéis para ser indulgentes, porque el mérito del perdón se halla proporcionado a la gravedad del mal. No tendríais ningún merecimiento al perdonar los errores de vuestros hermanos si sólo os hubiesen hecho pequeñas heridas.
Espíritas, no olvidéis nunca que, tanto en palabras como en acciones, el perdón de las injurias no debe ser un término vano. Si os llamáis espíritas, sedlo realmente. Olvidad el mal que os hayan hecho y no penséis sino en una cosa: el bien que podéis dar a cambio. El que ha ingresado en este camino no debe apartarse de él, ni siquiera con el pensamiento, porque también sois responsables de vuestros pensamientos, que Dios conoce. Haced, por consiguiente, que estén despojados de todo sentimiento de rencor. Dios conoce lo que habita en el fondo del corazón de cada uno. Feliz, pues, aquel que cada noche puede dormirse diciendo: “No tengo nada contra mi prójimo”. (Simeón. Burdeos, 1862.)
Perdonar a los enemigos es pedir perdón para uno mismo. Perdonar a los amigos es darles una prueba de amistad. Perdonar las ofensas es mostrarse mejor de lo que se era. Perdonad, pues, amigos míos, a fin de que Dios os perdone, porque si sois rígidos, exigentes e inflexibles, si empleáis el rigor hasta por una ligera ofensa, ¿cómo pretenderíais que Dios olvide que cada día tenéis mayor necesidad de indulgencia? ¡Oh! Desdichado el hombre que dice: “Nunca perdonaré”, porque pronuncia su propia condena. Además, ¿quién sabe si, al descender hasta el fondo de sí mismo, no reconocería que ha sido el agresor? ¿Quién sabe si, en esa lucha que empieza por un alfilerazo y concluye en una ruptura, no fue él mismo quien dio el primer golpe? ¿Si no se le ha escapado alguna palabra ofensiva? ¿Si ha procedido con la moderación necesaria? Sin duda, su adversario comete un error al manifestarse tan susceptible, pero esa es una razón más para ser indulgente con él y para que no merezca los reproches que se le dirigen. Admitamos que aquel hombre haya sido realmente ofendido en alguna circunstancia: ¿quién le dice que él mismo no envenenó la situación con represalias, y que hizo que degenerara en una querella formal lo que fácilmente hubiera podido quedar en el olvido? Si dependía de él impedir las consecuencias de esa acción y no lo hizo, es culpable. Admitamos, por último, que no tenga absolutamente ningún cargo que hacerse: en ese caso, tendrá mucho más mérito si se muestra clemente.
Con todo, hay dos maneras muy diferentes de perdonar: está el perdón de los labios y también el del corazón. Muchas personas dicen acerca de su adversario: “Lo perdono”, mientras que interiormente experimentan un placer secreto por el mal que le ocasionan, y alegan que eso es lo que se merece. ¿Cuántos dicen: “Yo perdono”, y añaden: “Pero no me reconciliaré nunca; no lo volveré a ver en mi vida”? ¿Acaso es ese el perdón según el Evangelio? No; el verdadero perdón, el perdón cristiano, es aquel que echa un velo sobre el pasado; es el único que os será tomado en cuenta, porque Dios no se contenta con las apariencias: sondea el fondo de los corazones y los pensamientos más secretos. Nadie se impone a Él con palabras vanas ni con apariencias. El olvido completo y absoluto de las ofensas es propio de las almas grandes. El rencor es en todos los casos una señal de bajeza y de inferioridad. No olvidéis que el verdadero perdón se reconoce mucho más en los actos que en las palabras. (Pablo, apóstol. Lyon, 1861.)
El arrepentimiento y el perdón
Muy frecuentemente consideramos al perdón como un simple acto de virtud y generosidad para auxiliar al ofensor, que de tal manera pasaría a contar con la absoluta magnanimidad de la víctima.
No obstante, es de suma importancia que comprendamos que cuando conseguimos disculpar el error o la provocación que alguien nos dirige, liberamos al mal de todo compromiso para con nosotros, al mismo tiempo que nos desprendemos de todo lazo capaz de ligarnos a él.
El disgusto, cuando reiterado, es una enfermedad del Espíritu, que corroe las fuerzas físicas y envenena el alma.
Para mantener la paz interior es necesario, ante cualquier ofensa, perdonar siempre. Evidentemente no nos referimos al perdón que proviene tan sólo de los labios, de la simple expresión de una fórmula social.
El acto de perdonar debe ser un acto cargado de sentimiento; debe ser puro, como el que proviene del corazón. Pero sobre todo es una forma de alcanzar la reconciliación. Es necesario perdonar incesantemente, por eso Jesús dijo a Pedro (Mateo, 18:15, 21, 22) que no debería perdonar solamente siete veces, sino setenta veces siete.
Sin embargo, hay dos maneras muy diferentes de perdonar: una es grande, noble, verdaderamente generosa, sin segunda intención, que con delicadeza evita herir el amor propio y la susceptibilidad del adversario, aun cuando este último no pueda tener justificativo alguno; la segunda es aquella según la que el ofendido, o aquel que así se considera, impone al otro condiciones humillantes y le hace sentir el peso de un perdón que irrita, en vez de calmar; si tiende su mano al ofensor no lo hace con benevolencia, sino con ostentación, a fin de poder decir a todos:
¡Mirad qué generoso soy! En esas circunstancias es imposible llegar a una reconciliación sincera de las partes.
No, ahí no hay generosidad sino solamente una forma de satisfacer el orgullo. En la convivencia familiar somos constantemente incitados a perdonar, debido a que estamos ante antiguos adversarios de otras experiencias reencarnatorias, que se presentan hoy bajo el aspecto de cónyuges, hijos o familiares cercanos.
Necesitamos mucho más del perdón dentro de casa, que en el medio donde se desenvuelve la lucha social, y mucho más apoyo recíproco en el ambiente en el que somos convocados a servir, que en las ruidosas avenidas del mundo. Como un medio de auxilio a nosotros mismos, necesitamos cultivar la comprensión y el apoyo constructivo, para amparar sistemáticamente a familiares y vecinos, jefes y subalternos, a clientes y socios; respetar constantemente la vida privada de los amigos íntimos; tolerar a los seres amados, aportando paciencia y olvido ante cualquier ofensa que asalte a los corazones.
Si obramos de esta manera estaremos en condiciones de entender el perdón de Dios para con todos nosotros. Él perdona concediendo al deudor o culpable un plazo ilimitado, y le proporciona los medios y las posibilidades de rescatar su débito.
Entonces, ¿qué más puede desear un deudor honesto y honorable? ¿Sería, acaso, preferible que Dios dispensase a los deudores del pago de sus deudas? Seguro que no, por dos motivos apreciables.
Primero, porque es mucho más digno y noble para el deudor pagar su débito que eximirse de esa obligación por complacencia, misericordia o compasión del acreedor. Otra razón no menos digna de ser tenida en cuenta es la siguiente: en la lucha emprendida para reparar la falta cometida, el Espíritu desarrolla sus poderes de manera que, al fin de la contienda, se siente con sus facultades aumentadas y, nos es raro, que también desdobladas en nuevas capacidades.
Dios está siempre dispuesto a perdonarnos y su manera de perdonar consiste en conceder un largo plazo y, al mismo tiempo, proporcionar al deudor todas las posibilidades y medios para pagar. A pesar de esto debemos comprender que el perdón no es una gracia concedida por Dios.
Existe la necesidad de una actitud sincera y efectiva de arrepentimiento, además del consecuente pedido de perdón.
El arrepentimiento es el reconocimiento verdadero, por parte del infractor, del mal o error cometido. Es la confesión íntima e insoslayable de la violación a las leyes morales, que se revela no sólo en el descontento por el acto cometido sino también en el empeño por repararlo y no volver a reincidir en él.
El arrepentimiento siempre llega a manifestarse a la conciencia que está en deuda con la vida.
Al principio aparece como una reminiscencia de la falta cometida, de la que se suponía que ya no existía ningún rastro; posteriormente, se establece el recuerdo del momento desafortunado; más tarde, la idea rediviva dominante y por fin la obsesión del remordimiento, avasalladora.
Si bien el arrepentimiento es el primer paso para la regeneración, no basta por sí solo; son necesarias la expiación y la reparación.
Arrepentimiento, expiación y reparación constituyen, en consecuencia, las tres condiciones necesarias para hacer desaparecer las señales de una falta y sus consecuencias. El arrepentimiento atenúa las impresiones amargas de la expiación y abre, con la esperanza, el camino de la rehabilitación; sin embargo, solamente la reparación puede anular su efecto, al destruir la causa. De lo contrario el perdón sería una gracia, no una anulación.
El arrepentimiento puede producirse en cualquier lugar o momento; no obstante, si fuera tardío, el culpable sufre por más tiempo.
Los Espíritus responden a Kardec (en la pregunta 991 de «El Libro de los Espíritus») que el efecto del arrepentimiento es que el arrepentido desee una nueva encarnación para purificarse.
El Espíritu comprende cuales son las imperfecciones que lo privan de ser feliz y por eso aspira a una nueva existencia, en la que pueda expiar sus faltas.
La concesión renovadora, al infractor, como expresión del perdón divino, solamente se hace efectiva mediante la aceptación del programa «kármico» por parte del perdonado.
La expiación se cumple durante la existencia corporal, mediante las pruebas a las que el Espíritu se halla sometido y, en la vida espiritual, por los sufrimientos morales, inherentes al estado de inferioridad del Espíritu.
Luego de la expiación de los errores del pasado sigue, finalmente, el rescate. La reparación consiste en hacer el bien a aquellos que se había hecho mal. Quien no repara sus errores en una existencia, por debilidad o mala voluntad, en una experiencia posterior se encontrará en contacto con las mismas personas con las que se hubiera disgustado y en condiciones elegidas voluntariamente, de modo de demostrarles su reconocimiento y de hacerles tanto bien como mal les haya hecho practicando el bien como compensación por el mal practicado, es decir, siendo humilde si se ha sido orgulloso, amable si se ha sido severo, caritativo si se ha sido egoísta, indulgente si se ha sido perverso, laborioso si se ha sido perezoso, útil si se ha sido inútil, frugal si se ha sido intemperante, en suma, cambiando por buenos los malos ejemplos cometidos. Y de ese modo progresa el espíritu, valiéndose de su propio pasado.
Bibliografía
El Evangelio según el Espiritismo de Allan Kardec
Estudio sistematizado de la Doctrina Espírita
AMOR, CARIDAD y TRABAJO
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