EL ESCASO VALOR DE LA DIMINUTA TIERRA
Y POR ENDE DE SUS POBLADORES EN RELACIÓN CON EL INCONMESURABLE ESPACIO INFINITO
La Génesis de Allan Kardec
La Vía Láctea
Durante las hermosas noches estrelladas y sin luna, muchos han contemplado esa franja blanquecina que atraviesa el cielo de un extremo al otro, al que los antiguos denominaron Vía Láctea a causa de su apariencia lechosa. En los tiempos modernos, ese resplandor difuso ha sido exhaustivamente explorado por el telescopio, de modo que ese camino de polvo dorado, o ese río de leche de la mitología antigua, se ha transformado en un vasto campo de maravillas desconocidas. Las investigaciones de los observadores condujeron al conocimiento de su naturaleza y revelaron que allí, donde nuestra mirada errante apenas percibe una débil luminosidad, existen millones de soles más luminosos e importantes que el que ilumina nuestra tierra.
En efecto, la Vía Láctea es una campiña matizada con flores solares y planetarias que brillan en toda su enorme extensión. Nuestro Sol y todos los cuerpos que lo acompañan forman parte de ese conjunto de mundos radiantes que componen la Vía Láctea. Con todo, a pesar de sus dimensiones gigantescas comparado con la Tierra, y a la magnitud de su imperio, el Sol apenas ocupa un lugar inapreciable en esa vasta creación. Pueden contarse unos treinta millones de soles semejantes a él que gravitan en esa inmensa región, apartados unos de otros por más de cien mil veces el radio de la órbita terrestre [Más de 3 trillones, 400 billones de leguas. (N. de Allan Kardec.)].
Mediante ese cálculo aproximado se puede evaluar la extensión de esa región sideral, así como la relación que existe entre nuestro sistema y la universalidad de los sistemas que ella contiene. Se puede, asimismo, evaluar la exigüidad del dominio solar y, a fortiori, el escaso valor de nuestra diminuta Tierra. ¡Qué sería entonces si se considerasen los seres que lo pueblan!
Digo “escaso valor” porque nuestras determinaciones se aplican no sólo a la extensión material, física, de los cuerpos que estudiamos –lo que sería poco–, sino también y sobre todo al estado moral en que se hallan como morada, y al grado que ocupan en la universal jerarquía de los seres. La Creación se muestra ahí en toda su majestad, creando y propagando alrededor del mundo solar, y en cada uno de los sistemas que lo rodean por doquier, las manifestaciones de la vida y la inteligencia.
De ese modo, se conoce la posición que ocupan nuestro Sol y la Tierra en el mundo de las estrellas. Estas consideraciones ganarán aún mayor peso si reflexionamos sobre el estado mismo de la Vía Láctea, que, vista de lejos, en la inmensidad de las creaciones siderales, no representa más que un punto insignificante e inapreciable, porque no es más que una nebulosa estelar entre los millones de las que existen en el espacio. Si ella nos parece más vasta y rica que las otras, se debe a la exclusiva razón de que nos rodea y se desarrolla en toda su extensión ante nuestros ojos, mientras que las otras, perdidas en las profundidades insondables, apenas se dejan entrever.
Ahora bien, si sabemos que la Tierra es nada o casi nada en el sistema solar; que este es nada o casi nada en la Vía Láctea; que esta, a su vez, es nada o casi nada en la universalidad de las nebulosas, y que incluso esa universalidad es muy poca cosa dentro del inconmensurable infinito, entonces comenzaremos a comprender qué es el globo terrestre.
AMOR, CARIDAD y TRABAJO
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