Código ético de la vida futura

 






CÓDIGO ÉTICO DE LA VIDA FUTURA









El espiritismo no viene, con su autoridad específica, para formular un código fantasioso. Su ley, en lo que respecta al porvenir del alma, ha sido deducida de la observación de los hechos, y puede resumirse en los siguientes puntos:

1º.) El alma o Espíritu sufre en la vida espiritual las consecuencias de todas las imperfecciones de las que no se desembarazó durante la vida corporal. Su estado, feliz o desdichado, es inherente a su grado de pureza o de imperfección.

2º.) La felicidad absoluta es inherente a la perfección, es decir, a la completa purificación del Espíritu. Toda imperfección es, al mismo tiempo, causa de sufrimiento y de privación de goces, del mismo modo que toda cualidad adquirida es causa de goces y de atenuación de los padecimientos.

3º.) No existe una sola imperfección del alma que no implique consecuencias funestas e inevitables, como no hay ninguna buena cualidad que no sea fuente de un goce. Así, la suma de las penas es proporcional a la suma de las imperfecciones, como la de los goces es proporcional a la suma de las cualidades.

El alma que tiene diez imperfecciones, por ejemplo, sufre más que aquella que sólo tiene tres o cuatro. Cuando de esas diez imperfecciones sólo le queden la mitad o la cuarta parte, sufrirá menos, y cuando hayan desaparecido por completo, no sufrirá más y será absolutamente feliz. Lo mismo sucede en la Tierra: quien tiene varias enfermedades sufre más que quien sólo tiene una o no tiene ninguna. Por la misma razón, el alma que posee diez cualidades tiene más goces que la que tiene menos.

4º.) En virtud de la ley del progreso, toda alma tiene la posibilidad de adquirir el bien que le falta, así como de despojarse de lo que tiene de malo, conforme a su voluntad y a sus esfuerzos. De ahí resulta que el porvenir está abierto a todas las criaturas. Dios no repudia a ninguno de sus hijos: los recibe en su seno a medida que alcanzan la perfección, y así deja a cada uno el mérito de sus obras.

5º.) El sufrimiento es inherente a la imperfección, así como el goce lo es a la perfección, de modo que el alma es portadora de su propio castigo o de su propia recompensa dondequiera que se encuentre, sin necesidad de un lugar circunscripto. El Infierno está donde existen almas que sufren, así como el Cielo se encuentra en todas partes donde hay almas felices.

6º.) El bien y el mal que hacemos son el resultado de las cualidades, buenas o malas, que poseemos. No hacer el bien cuando podemos es, por lo tanto, el resultado de una imperfección. Si toda imperfección es una fuente de sufrimiento, el Espíritu debe sufrir no sólo por el mal que hizo, sino además por todo el bien que habría podido hacer y no hizo durante la vida terrenal.

7º.) El Espíritu sufre por el mal que hizo, de manera que, como su atención se mantiene constantemente dirigida hacia las consecuencias de ese mal, él comprende mejor sus inconvenientes y es impulsado a corregirse.

8º.) Dado que la justicia de Dios es infinita, tanto el bien como el mal son considerados rigurosamente. De ese modo, así como no existe una sola mala acción, un solo pensamiento malo que no dé lugar a consecuencias fatales, tampoco hay una sola acción buena, un solo impulso bondadoso del alma, un solo ínfimo mérito que se pierda, incluso en los seres más perversos, puesto que esas acciones constituyen un indicio de su progreso.

9º.) Toda falta cometida, todo mal realizado constituye una deuda contraída que deberá pagarse. Si no lo es en una existencia, lo será en la siguiente o en las siguientes, pues todas las existencias son solidarias entre sí. Aquel que salda su cuenta en una existencia no tendrá necesidad de pagar una segunda vez.

10º.) El Espíritu sufre la consecuencia de sus imperfecciones, ya sea en el mundo espiritual o en el corporal. Todas las miserias, todas las vicisitudes que se padecen en la vida corporal tienen origen en nuestras imperfecciones, son expiaciones de faltas cometidas tanto en la presente como en anteriores existencias.

Por la naturaleza de los padecimientos y las vicisitudes de la vida corporal, se puede deducir la naturaleza de las faltas cometidas en una existencia anterior, así como las imperfecciones que las originaron.

11º.) La expiación varía según la naturaleza y la gravedad de la falta; de modo que la misma falta puede determinar expiaciones diferentes, según las circunstancias atenuantes o agravantes en que fue cometida.

12º.) No existe una regla absoluta ni uniforme en cuanto a la naturaleza y la duración del castigo. La única ley general es que toda falta será penada y toda buena acción será recompensada según su valor.

13º.) La duración del castigo está subordinada al mejoramiento del Espíritu culpable. No se le prescribe ninguna condena por un tiempo determinado. Lo que Dios exige para poner término a los padecimientos es una mejora auténtica, efectiva, y un sincero regreso al bien.

De ese modo, el Espíritu es siempre el árbitro de su propio destino. Puede prolongar sus padecimientos si persiste en el mal, o atenuarlos y abreviarlos si se esfuerza en la práctica del bien.

Una condena por un tiempo determinado tendría el doble inconveniente de hacer que el Espíritu continúe sufriendo en vano después de que haya mejorado, o de librarlo del sufrimiento cuando todavía permanece en el mal. Dios, que es justo, sólo castiga(1) el mal mientras el mal existe, y suprime el castigo cuando el mal no existe más. O bien, si se prefiere, dado que el mal moral es de por sí la causa del sufrimiento, este persistirá mientras aquel subsista, o disminuirá de intensidad a medida que el mal desaparezca.
(1) No es que Dios personalmente imponga, premie, castigue, etc., no, son figuras alegóricas. Él tiene sus leyes, y si las incumplimos, la culpa es nuestra. Por consiguiente, los castigos son el resultado de infringir sus leyes, sirviéndose de diversos instrumentos para castigar a los que las incumplimos. Las enfermedades, y a menudo la muerte, son la consecuencia de las infracciones que cometemos contra las leyes de Dios, ya que toda acción tiene su reacción por la Ley de Causa y Efecto.

14º.) Dado que la duración del castigo depende del mejoramiento del Espíritu, el culpable que nunca mejorara sufriría para siempre. Para él, la pena sería eterna.

15º.) Una condición inherente a la inferioridad de los Espíritus es que estos no vislumbran la finalización del estado en que se encuentran, y creen que sufrirán para siempre. Eso hace que los castigos les parezcan eternos(2).
(2) Perpetuo es sinónimo de eterno. Se dice: ‘el límite de las nieves perpetuas’; ‘el hielo eterno de los polos’. También se dice: ‘el secretario perpetuo de la Academia’, lo que no significa que lo sea para siempre, sino únicamente por un tiempo ilimitado. Eterno y perpetuo se emplean, pues, en el sentido de indeterminado. En esta acepción, se puede afirmar que las penas son eternas si con ello se quiere expresar que no tienen una duración limitada. Son eternas para el Espíritu que no les ve un término. (N. de Allan Kardec.)

16º.) El arrepentimiento es el primer paso hacia el mejoramiento; pero no es suficiente, pues aún son necesarias la expiación y la reparación.
Arrepentimiento, expiación y reparación son las tres condiciones necesarias para borrar las huellas de una falta y sus consecuencias.

El arrepentimiento atenúa los dolores de la expiación, y abre a través de la esperanza el camino hacia la rehabilitación. No obstante, sólo la reparación puede anular el efecto, al destruir la causa. De lo contrario, el perdón sería una gracia y no una anulación de las faltas cometidas.

17º.) El arrepentimiento puede producirse en todas partes y en cualquier momento. Si es tardío, el culpable sufrirá durante mucho más tiempo.

La expiación consiste en los padecimientos físicos y morales que son la consecuencia de la falta cometida, sea en la vida presente o después de la muerte, en la vida espiritual, o bien en una nueva existencia corporal, hasta que los últimos vestigios de la falta hayan desaparecido.

La reparación consiste en hacer el bien a aquel a quien se había hecho daño. Quien no repara sus errores en esta vida, por debilidad o mala voluntad, en una existencia posterior volverá a ponerse en contacto con las mismas personas a quienes perjudicó, y en condiciones elegidas por él mismo, a fin de demostrarles su dedicación y hacerles tanto bien como mal les haya hecho.

No todas las faltas acarrean un perjuicio directo y efectivo. En ese caso, la reparación se verifica si se lleva a cabo lo que debía hacerse y no se hizo, si se cumplen los deberes que se descuidaron o despreciaron, y las misiones en las que se fracasó; si se practica el bien que compense el mal que se hizo, es decir, cuando se es humilde si se ha sido orgulloso, amable si se ha sido cruel, caritativo si se ha sido egoísta, benévolo si se ha sido perverso, trabajador si se ha sido ocioso, útil si se ha sido inútil, mesurado si se ha sido disoluto, ejemplar si se ha sido rebelde, etc. Así progresa el Espíritu, aprovechando su propio pasado(3).
(3) La necesidad de la reparación es un principio de rigurosa justicia, y se puede considerar como la verdadera ley de rehabilitación moral de los Espíritus. Hasta el momento, es una doctrina que ninguna religión ha proclamado. 
Con todo, algunas personas la rechazan porque encuentran más cómodo librarse de sus malas acciones con un simple arrepentimiento, mediante la ayuda de algunas fórmulas que sólo cuestan unas pocas palabras. Como creen que con eso han cumplido, sólo más adelante verán que no era suficiente. Podríamos preguntarles si el principio del que se valen también ha sido consagrado por la ley humana, y si la justicia de Dios puede ser inferior a la de los hombres. Más aún, les preguntaríamos si se darían por satisfechas en caso de que un individuo que abusó de su confianza se limitara a decirles que lo lamenta infinitamente. ¿Por qué retrocederían ante una obligación que todo hombre honesto se impone como deber, y que cumple en la medida de sus fuerzas?
Cuando la perspectiva de la reparación sea inculcada en la creencia de las masas, constituirá un freno mucho más poderoso que el del Infierno y las penas eternas, porque atañe a la vida en su plena actualidad, y porque el hombre comprenderá la razón de ser de las circunstancias penosas que atraviesa. (N. de Allan Kardec.)

18º.) Los Espíritus imperfectos son excluidos de los mundos felices, en los que perturbarían la armonía. Permanecen en los mundos inferiores, donde expían sus faltas mediante las tribulaciones de la vida, y se purifican de sus imperfecciones hasta que merezcan encarnar en mundos más adelantados, moral y físicamente.

Si se puede concebir un lugar de castigo circunscripto, ese lugar se encuentra en los mundos de expiación como lo es actualmente la Tierra, pues alrededor de esos mundos pululan los Espíritus imperfectos desencarnados, a la espera de nuevas existencias que, al permitirles reparar el mal que han hecho, los ayuden a progresar. 

19º.) Como el Espíritu conserva siempre el libre albedrío, en algunas ocasiones su mejoramiento es lento, y muy tenaz su obstinación en el mal. En ese estado puede persistir durante años y siglos. No obstante, llega por fin un momento en el que su obstinación en desafiar la justicia de Dios se doblega ante el sufrimiento, y en el que reconoce, a despecho de su soberbia, el poder superior que lo domina. Entonces, a partir de que se manifiestan en él los primeros indicios de arrepentimiento, Dios le hace vislumbrar la esperanza.

Ningún Espíritu se halla en la condición de no mejorar nunca. De otro modo, estaría fatalmente destinado a una eterna inferioridad, así como excluido de la ley del progreso, que rige providencialmente a todas las criaturas.

20º.) Sea cual fuere el grado de inferioridad y la perversidad de los Espíritus, Dios nunca los abandona. Todos tienen un ángel de la guarda que vela por ellos, que vigila los movimientos de sus almas y se esfuerza por infundirles buenos pensamientos, así como el deseo de progresar y reparar, en una nueva existencia, el mal que han cometido. Sin embargo, el guía protector a menudo interviene de una manera encubierta, y no ejerce ninguna presión. El Espíritu debe progresar por efecto de su propia voluntad, y no por algún tipo de coacción. Procede bien o mal en virtud de su libre albedrío, sin que sea fatalmente impulsado en un sentido u otro. Si persiste en el mal, sufrirá las consecuencias tanto tiempo como siga en ese camino. A partir del instante en que dé un paso en dirección al bien, experimentará de inmediato sus efectos bienhechores.

OBSERVACIÓN – Sería un error suponer que, en virtud de la ley del progreso, la certeza de que tarde o temprano se alcanzará la perfección y la felicidad podría estimular al Espíritu a perseverar en el mal, toda vez que se arrepintiera posteriormente. En primer lugar, porque el Espíritu inferior no divisa el término de su situación. En segundo lugar, porque el Espíritu, como es el artífice de su propia desdicha, acaba por comprender que de él depende hacerla cesar; que será tanto más desdichado cuanto más tiempo persevere en el mal, y que el sufrimiento nunca cesará si él mismo no le pone un límite. Por consiguiente, aquella suposición constituiría un cálculo equivocado, de cuyas consecuencias el Espíritu sería la primera víctima. Por otra parte, de acuerdo con el dogma de las penas irremisibles, si al Espíritu le está vedada definitivamente toda esperanza, no tendrá ningún interés en retornar al bien, pues no le significaría ningún beneficio.

Ante esa ley fracasa también la objeción basada en la presciencia divina. Es cierto que, al crear un alma, Dios sabe si esta, en virtud de su libre albedrío, elegirá o no el camino del bien, y sabe que será castigada si comete el mal; pero sabe también que ese castigo temporario es un medio para hacer que comprenda su error y para conducirla al camino del bien, al que tarde o temprano ingresará. En cambio, según la doctrina de las penas eternas, Dios sabe que esa alma fracasará, de modo que es condenada por anticipado a torturas que no tendrán fin.

21º.) Cada uno es responsable de sus propias faltas. Nadie padece a consecuencia de las faltas ajenas, a no ser que las haya causado, sea porque las provocó mediante el ejemplo, o porque no las impidió cuando pudo haberlo hecho. 

Así, por ejemplo, el suicida siempre es castigado; pero aquel que, por su crueldad, empujó a alguien a la desesperación y luego al suicidio, sufre una pena aún mayor.

22º.) Aunque la diversidad de las penas sea infinita, hay algunas que son inherentes a la inferioridad de los Espíritus, y cuyas consecuencias, salvo ciertos detalles, conservan alguna similitud.

Sobre todo, para quienes se apegan a la vida material en detrimento del progreso espiritual, la pena más inmediata consiste en la lentitud con que el alma se separa del cuerpo, en la angustia que acompaña a la muerte y al despertar en la otra vida, y en el tiempo que dura la turbación, que puede prolongarse durante meses e incluso años. Por el contrario, en quienes tienen la conciencia limpia, porque desde la vida corporal se identificaron con la vida espiritual y se desligaron de los objetos materiales, la separación es rápida y sin conmociones, el despertar es apacible y la turbación resulta casi nula.

23º.) Un fenómeno muy frecuente entre los Espíritus de cierta inferioridad moral consiste en la creencia de que aún están vivos. Esa ilusión puede prolongarse por años, durante los cuales habrán de experimentar todas las necesidades, todos los tormentos y todas las perplejidades inherentes a la vida corporal.

24º.) Para el criminal, la presencia incesante de sus víctimas y de las circunstancias del crimen constituye un suplicio cruel.

25º.) Algunos Espíritus están sumergidos en densas tinieblas; otros se encuentran en un aislamiento absoluto en el espacio, atormentados por la ignorancia de su situación y del destino que les aguarda. Los más culpables padecen torturas mucho más agudas, debido a que no vislumbran el término de estas. Muchos están privados de ver a los seres que aman. En general, todos soportan con relativa intensidad los males, los dolores y las privaciones que causaron a los demás, hasta que el arrepentimiento y el deseo de reparar atenúen los tormentos y les permitan descubrir la posibilidad de que ellos mismos pongan un término a esa situación.

26º.) Los suplicios son variados. El orgulloso sufre al ver ubicados por encima de él, en la gloria y rodeados de todas las atenciones, a aquellos a quienes había despreciado en la Tierra, mientras que él es relegado a los últimos puestos. El hipócrita se ve traspasado por la luz que devela sus más secretos pensamientos, que todo el mundo lee, sin que él pueda ocultarlos o disimularlos. El sensual siente el acoso de todas las tentaciones, de todos los deseos, sin que pueda saciarlos. El avaro ve cómo es dilapidada su fortuna, sin que pueda impedirlo. El egoísta padece el abandono de quienes lo rodean y sufre lo mismo que otros sufrieron por su culpa: tiene sed, pero nadie le da de beber; tiene hambre, pero nadie le da de comer; no tiene una mano amiga que se acerque a estrechar la suya; ninguna voz compasiva le brinda consuelo. Sólo pensó en sí mismo durante la vida, de modo que nadie piensa en él ni lo extraña después de la muerte.

27º.) La única manera de evitar o atenuar las consecuencias que esos defectos generan en la vida futura consiste en desprenderse de ellos cuanto antes, desde la vida presente, así como en reparar aquí mismo el mal practicado, para no tener que hacerlo más tarde y de manera más difícil. Cuanto más nos demoremos en combatir esos defectos, tanto más penosas serán las consecuencias, y más rigurosa será la reparación que debamos llevar a cabo.

28º.) La situación del Espíritu, a partir de que ingresa a la vida espiritual, es la que él mismo preparó para sí durante la vida corporal. Más tarde se le concederá otra encarnación para que expíe y repare mediante nuevas pruebas. Con todo, el mayor o menor beneficio que extraiga de esa encarnación dependerá de su libre albedrío. Si no supo aprovecharla, tendrá que recomenzar otra, y cada vez en condiciones más penosas. Así pues, podemos decir que quien sufre mucho en la Tierra tenía mucho que expiar. Por su parte, quienes gozan de una felicidad aparente, a pesar de sus vicios y su inutilidad, habrán de pagarla muy caro en una existencia posterior. En ese sentido, Jesús manifestó: “Bienaventurados los afligidos, porque ellos serán consolados”. (Véase El Evangelio según el Espiritismo, capítulo V.)

29º.) No cabe duda de que la misericordia de Dios es infinita, pero no es ciega. El culpable, a quien Él perdona por un tiempo, no ha sido exonerado, de modo que deberá padecer las consecuencias de sus faltas hasta que haya satisfecho a la justicia. Por misericordia infinita debemos entender que Dios no es inexorable, pues siempre deja abierta la puerta que conduce al bien.

30º.) Dado que las penas son temporarias y están subordinadas al arrepentimiento y a la reparación, que dependen de la libre voluntad del hombre, constituyen al mismo tiempo castigos y remedios que ayudan a curar las heridas del mal. Los Espíritus castigados no son, pues, esclavos condenados a trabajos forzados, sino enfermos internados en un hospital, que padecen enfermedades que muchas veces son la consecuencia de su propia negligencia, las cuales requieren tratamientos dolorosos. La curación será tanto más rápida cuanto más estrictamente cumplan las prescripciones del médico que los asiste con solicitud. Si los enfermos, por su propio descuido, permiten que sus padecimientos se prolonguen, el médico nada tendrá que ver con eso.

31º.) A las penas que el Espíritu sufre en la vida espiritual vienen a sumarse las de la vida corporal, que son la consecuencia de las imperfecciones del hombre, de sus pasiones, del mal empleo de sus facultades, y la expiación de sus faltas presentes y pasadas. En la vida corporal, el Espíritu repara el mal que ha realizado en existencias anteriores, y pone en práctica las resoluciones que adoptó en la vida espiritual. Así se explican las miserias y vicisitudes que, a primera vista, parecen carentes de justificación, cuando en realidad son justas, pues han sido determinadas en el pasado y sirven para nuestro adelanto(4).
(4) Véase El Cielo y el Infierno, capítulo V, “El Purgatorio”, § 3 y siguientes; y más adelante, en la Segunda Parte, el capítulo VIII, “Expiaciones Terrestres”. Véase también El Evangelio según el Espiritismo, capítulo V, “Bienaventurados los afligidos”. (N. de Allan Kardec.)
El purgatorio no es una idea vaga e incierta. Es una realidad material que vemos, palpamos y sufrimos. Existe en los mundos de expiación, y la Tierra es uno de esos mundos. En ella los hombres expían el pasado y el presente en bien del porvenir.

32º.) Hay quienes plantean esta pregunta: ¿No habría dado Dios una prueba mayor de amor a sus criaturas si las hubiese creado infalibles y, por consiguiente, exentas de las vicisitudes inherentes a la imperfección?

En ese caso, habría sido necesario que Él creara seres perfectos, que no tuvieran que adquirir nada, tanto en conocimientos como en moralidad. No cabe duda de que Dios habría podido hacerlo, pero si no lo hizo se debe a que, en su sabiduría, dispuso que el progreso constituyera una ley general. 

Los hombres son imperfectos y, como tales, están sujetos a vicisitudes más o menos penosas. Ese es un hecho que debemos admitir, pues es real. Inferir de ahí que Dios no es bueno ni justo significaría rebelarse contra Él.

Sería una injusticia que Dios creara algunos seres privilegiados, más favorecidos que otros, para que gocen sin ningún esfuerzo de la felicidad que estos solamente alcanzan mediante el trabajo, o que nunca alcanzan. En cambio, Su justicia resplandece en la igualdad absoluta que preside la creación de todos los Espíritus. Todos tienen el mismo punto de partida. Ninguno de ellos, en su formación, resulta más favorecido que los otros; ninguno recibe en su marcha ascendente facilidades excepcionales. Los que llegan a la meta han pasado, igual que los demás, por la serie de las pruebas y de la inferioridad.

Admitido esto, ¿qué puede ser más justo que la libertad de acción concedida a cada uno? El camino de la felicidad está abierto para todos. Todos tienen la misma meta, y poseen las mismas condiciones para alcanzarla. La ley, grabada en las conciencias, se les enseña a todos. Dios hizo que la felicidad sea el premio al trabajo y no un favor, a fin de que cada uno tenga su mérito. Todos son libres de trabajar o de no hacer nada en favor de su adelanto. El que trabaja mucho y con rapidez recibe antes la recompensa. El que se extravía en el camino o pierde el tiempo retarda la llegada, y de ello no puede responsabilizar a nadie más que a sí mismo. La acción del bien y la del mal son voluntarias y facultativas. Puesto que es libre, el hombre no es impulsado fatalmente hacia una ni hacia otra.

33º.) A pesar de la diversidad de clases y grados de sufrimiento de los Espíritus, el código penal de la vida futura puede resumirse en estos tres principios:

1. El sufrimiento es inherente a la imperfección.

2. Toda imperfección, así como toda falta que de ella deriva, es portadora de su propio castigo, a través de sus consecuencias naturales e inevitables, así como la enfermedad deriva de los excesos, y el tedio de la ociosidad, sin que haya necesidad de una condena especial para cada falta e individuo.

3. Como todo hombre puede liberarse de las imperfecciones mediante su voluntad, también puede anular los males que derivan de ellas, y de ese modo asegurarse la felicidad futura.

Esta es la justicia divina: a cada uno según sus obras, tanto en el Cielo como en la Tierra.


Bibliografía:
El Cielo y el Infierno de Allan kardec

AMOR, CARIDAD y TRABAJO







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