El bien y el mal






EL BIEN y EL MAL






¿Qué definición se puede dar de la moral?
“La moral es la regla para conducirse bien, es decir, para distinguir el bien del mal. Se basa en la observancia de la ley de Dios. El hombre se comporta bien cuando hace todo con miras al bien y para el bien de todos, porque en ese caso observa la ley de Dios.”

¿Cómo se puede distinguir el bien del mal?
“El bien es todo aquello que está de acuerdo con la ley de Dios; y el mal, todo lo que de ella se aparta. Así, hacer el bien es conformarse a la ley de Dios; hacer el mal es infringir dicha ley.”

Dado que Dios es el principio de todas las cosas, y puesto que ese principio es todo sabiduría, todo bondad y justicia, cuanto de Él procede debe participar de sus atributos, pues lo que es infinitamente sabio, justo y bueno no puede producir nada irracional, malo e injusto. Por consiguiente, el mal que observamos no ha podido originarse en Él.

El mal existe y tiene una causa. 

Hay varias clases de mal. En primer lugar, están el mal físico y el mal moral; también, los males que el hombre puede evitar, y los que son independientes de su voluntad. Entre estos últimos, es preciso que se incluyan las calamidades naturales.

El hombre, cuyas facultades son limitadas, no puede penetrar ni abarcar el conjunto de los designios del Creador; juzga las cosas desde el punto de vista de su personalidad, de los intereses falsos y convencionales que creó para sí mismo, y que no pertenecen al orden de la naturaleza. Es por eso que a menudo le parece perjudicial e injusto aquello que consideraría justo y admirable si conociera su causa, su objetivo, el resultado definitivo. Al investigar la razón de ser y la utilidad de cada cosa, reconocerá que todo tiene el sello de la sabiduría infinita, y se inclinará ante esa sabiduría, aun con relación a cosas que no comprende.

El hombre recibió una inteligencia con cuyo auxilio puede conjurar o, al menos, atenuar considerablemente los efectos de las calamidades naturales. Cuanto más saber conquista y avanza en civilización, tanto menos desastrosas se vuelven las calamidades. Con una organización social sabia y previsora llegará, incluso, a neutralizar sus consecuencias, toda vez que no puedan ser evitadas por completo. De ese modo, aun con referencia a las calamidades que tienen una utilidad para el orden general de la naturaleza y para el futuro, pero que ocasionan daños en el presente, Dios otorgó al hombre los medios para que detenga sus efectos a través de las facultades con que dotó a su espíritu.

De ese modo, el hombre sanea las regiones insalubres, neutraliza los miasmas pestíferos (miasma: emanación maloliente que se desprende de los cuerpos enfermos), fertiliza tierras incultas y trabaja para preservarlas de las inundaciones; construye casas más salubres, más sólidas para que resistan a los vientos, tan necesarios para la depuración de la atmósfera, y se coloca al abrigo de las tempestades. Es así que finalmente, poco a poco, la necesidad le hace crear las ciencias, por medio de las cuales mejora las condiciones de habitabilidad del planeta y acrecienta su propio bienestar.

Dado que el hombre debe progresar, los males a los que se halla expuesto constituyen un incentivo para el ejercicio de su inteligencia, de sus facultades físicas y morales, y lo invitan a la búsqueda de los medios para evitarlos. Si no tuviese a qué temer, ninguna necesidad lo induciría a que buscara lo mejor; se entorpecería en la inactividad de su espíritu; no inventaría ni descubriría nada. El dolor es el aguijón que impulsa al hombre hacia adelante en la senda del progreso.

Si el hombre se ajustara rigurosamente a las leyes divinas, no cabe duda de que evitaría los males más punzantes y viviría feliz en la Tierra.

Si el hombre hubiese sido creado perfecto, tendería fatalmente al bien. Pero sucede que, en virtud de su libre albedrío, no tiende fatalmente ni al bien ni al mal. Dios ha querido que esté sujeto a la ley del progreso, y que ese progreso sea el fruto de su propio trabajo, a fin de que tenga el mérito de este, de la misma manera que le cabe la responsabilidad del mal que practica por su propia voluntad. Por lo tanto, la cuestión consiste en averiguar cuál es, en el hombre, el origen de su propensión al mal(1).

(1)El error consiste en pretender que el alma haya salido perfecta de manos del Creador, cuando Él, por el contrario, quiso que la perfección fuese resultado de la purificación gradual del Espíritu y su propia obra. Quiso Dios que el alma, en virtud de su libre albedrío, pudiese optar entre el bien y el mal, y llegase a sus fines últimos a través de la lucha y la resistencia al mal. Si Dios hubiese creado al alma tan perfecta como Él, y al hacerla salir de sus manos la hubiese asociado a su beatitud eterna, entonces no la habría hecho a su imagen, sino semejante a sí mismo, como ya lo hemos dicho. Conocedora de todas las cosas en virtud de su esencia misma, y sin haber aprendido nada; movida por un sentimiento de orgullo nacido de la conciencia de sus divinos atributos, el alma habría sido inducida a renegar de su origen, a desconocer al autor de su existencia, y se habría constituido en estado de rebelión contra su Creador.” (Bonnamy, juez de instrucción: La razón del espiritismo, Cap. VI.) (N. de Allan Kardec.)

El instinto se debilita a medida que la inteligencia se desarrolla, porque esta domina a la materia; con la inteligencia racional nace el libre albedrío, que el hombre usa como quiere; solamente entonces comienza para él la responsabilidad de sus actos.

El destino del Espíritu es la vida espiritual, pero en las primeras fases de su existencia corporal sólo tiene que satisfacer necesidades materiales y, a tal fin, el ejercicio de las pasiones constituye una necesidad para la conservación de la especie y de los individuos, materialmente hablando. Con todo, una vez que ha superado ese período, se le presentan otras necesidades, al principio de carácter semimoral y semimaterial (semi: Elemento prefijal de origen latino que entra en la formación de nombres y adjetivos con el significado de ‘medio’, ‘casi’, ‘no del todo’), y más tarde exclusivamente morales. Es entonces cuando el Espíritu ejerce dominio sobre la materia; si se libera de su yugo, avanza por la senda providencial y se aproxima a su destino final. Si, por el contrario, se deja dominar por ella, se estanca y se identifica con los irracionales. En esa situación, lo que antes era un bien, porque era una necesidad de su naturaleza, se transforma en un mal, no sólo porque ya no constituye una necesidad, sino porque se vuelve perjudicial para la espiritualización del ser. De ese modo, el mal es relativo, y la responsabilidad es proporcional al grado de adelanto.

Todas las pasiones tienen, por lo tanto, su utilidad providencial, y si no fuera así, Dios habría hecho algo inútil e incluso nocivo. El abuso es lo que constituye el mal, y el hombre abusa en virtud de su libre albedrío. Más adelante, ilustrado por su propio interés, elige libremente entre el bien y el mal.

El bien y el mal que hacemos son el resultado de las cualidades, buenas o malas, que poseemos. No hacer el bien cuando podemos es, por lo tanto, el resultado de una imperfección. Si toda imperfección es una fuente de sufrimiento, el Espíritu debe sufrir no sólo por el mal que hizo, sino además por todo el bien que habría podido hacer y no hizo durante la vida terrenal.


Bibliografía:
El libro de los Espíritus de Allan Kardec
La Génesis de Allan Kardec
El cielo y el infierno de Allan Kardec


AMOR, CARIDAD y TRABAJO