I
Quien no conozca, en materia de magnetismo terrestre, más que el juego de los patitos imantados que se maniobran en el agua de una cubeta, difícilmente podrá comprender que ese juguete encierra el secreto del mecanismo del universo y del movimiento de los mundos. Lo mismo ocurre con aquel que sólo conoce del espiritismo el movimiento de las mesas: apenas ve en él un entretenimiento, un pasatiempo de sociedad, y no comprende que un fenómeno tan sencillo y vulgar, conocido desde la antigüedad e incluso por los pueblos semisalvajes, pueda relacionarse con las cuestiones más serias del orden social. En efecto, para el observador superficial, ¿qué relación podría tener con la moral y el porvenir de la humanidad una mesa que gira? Sin embargo, cualquiera que reflexione recordará que de la simple marmita cuya tapa es levantada por el líquido en ebullición –fenómeno que también se produce desde la más remota antigüedad– ha salido el poderoso motor con el cual el hombre atraviesa el espacio y suprime las distancias. Pues bien, vosotros, que no creéis en nada que esté más allá del mundo material, sabed que de esa mesa que al girar provoca vuestras sonrisas desdeñosas, ha salido toda una ciencia, así como la solución de los problemas que ninguna filosofía había podido resolver hasta el momento. Apelo a los adversarios de buena fe y les ruego que digan si se han tomado el trabajo de estudiar lo que critican, porque en buena lógica la crítica sólo tiene valor cuando el que la formula sabe de qué habla. Burlarse de una cosa que no se conoce, que no ha sido sondeada con el escalpelo del observador concienzudo, no es criticar, sino dar muestras de frivolidad y una pobre idea acerca del propio juicio. De seguro, si hubiésemos presentado esta filosofía como obra de un cerebro humano, habría encontrado menos desdén y recibido los honores de ser examinada por los que pretenden dirigir la opinión. Pero procede de los Espíritus, ¡qué absurdo! Apenas merece una mirada. La juzgan por el título, como el mono de la fábula juzgaba a la nuez por la cáscara. Si así lo queréis, dejad a un lado su origen. Suponed que este libro es obra de un hombre, y decíos en vuestra alma y conciencia si, después de haberlo leído seriamente, encontráis en él algún motivo de burla.
II
El espiritismo es el opositor más temible del materialismo. No debe causar asombro, pues, que los materialistas sean sus adversarios. Pero como el materialismo es una doctrina que apenas se atreven a confesar quienes la profesan –prueba de que no se consideran suficientemente fuertes y de que se hallan dominados por su conciencia–, estos se cubren con el manto de la razón y de la ciencia. Y cosa extraña, los más escépticos hablan incluso en nombre de la religión, a la que no conocen ni comprenden mejor que al espiritismo. Su punto de vista es sobre todo el de lo maravilloso y lo sobrenatural, lo que ellos no admiten. Ahora bien, dado que según estos el espiritismo se funda en lo maravilloso, no puede ser más que una suposición ridícula. No reflexionan acerca de que, al condenar sin restricciones lo maravilloso y lo sobrenatural, hacen lo mismo con la religión. En efecto, la religión se funda en la revelación y en los milagros. Ahora bien, ¿qué es la revelación, sino un conjunto de comunicaciones extrahumanas? Todos los autores sagrados, desde Moisés, han hablado de esa clase de comunicaciones. ¿Qué son los milagros, sino hechos maravillosos y sobrenaturales por excelencia, puesto que en el sentido litúrgico constituyen derogaciones de las leyes de la naturaleza? Así pues, al rechazar lo maravilloso y lo sobrenatural, rechazan las bases mismas de la religión. Pero no es este el punto de vista desde el cual debemos enfocar el asunto. El espiritismo no tiene que examinar si existen o no los milagros, es decir, si Dios ha podido en ciertos casos derogar las leyes eternas que rigen el universo. Deja al respecto la plena libertad de creencia. Afirma, y prueba, que los fenómenos en los cuales se apoya no tienen de sobrenatural más que la apariencia. Parecen sobrenaturales a la vista de algunas personas sólo porque son insólitos y ajenos a los hechos conocidos. Sin embargo, no son más sobrenaturales que los fenómenos cuya solución nos da hoy la ciencia, que parecían maravillosos en otra época. Todos los fenómenos espíritas, sin excepción, son la consecuencia de leyes generales. Nos revelan uno de los poderes de la naturaleza, poder desconocido o, mejor dicho, incomprendido hasta ahora, si bien la observación demuestra que está dentro del orden de las cosas. El espiritismo, por consiguiente, se basa en lo maravilloso y lo sobrenatural menos que la propia religión. Los que lo atacan en ese aspecto lo hacen, pues, porque no lo conocen, y aunque sean los hombres más sabios, les diremos: si vuestra ciencia, que os ha enseñado tantas cosas, no os enseñó que el dominio de la naturaleza es infinito, sólo sois sabios a medias.
III
Decís que queréis curar a vuestro siglo de una manía que amenaza con invadir el mundo. ¿Os agradaría más que el mundo fuese invadido por la incredulidad que buscáis propagar? ¿Acaso no hay que atribuir a la falta de creencia el relajamiento de los lazos de familia y la mayor parte de los desórdenes que destruyen a la sociedad? Al demostrar la existencia y la inmortalidad del alma, el espiritismo reanima la fe en el porvenir, levanta los ánimos abatidos y hace soportar con resignación las vicisitudes de la vida. ¿Osaríais llamar a eso un mal? Dos doctrinas se enfrentan: una que niega el porvenir y otra que lo proclama y lo prueba. Una que no explica nada y otra que lo explica todo y por eso mismo se dirige a la razón. Una que es la sanción del egoísmo; otra que ofrece una base a la justicia, la caridad y el amor al prójimo. La primera sólo muestra el presente y aniquila toda esperanza; la segunda consuela y muestra los vastos campos del porvenir. ¿Cuál es la más perniciosa?
Algunas personas, incluso entre las más escépticas, se convierten en apóstoles de la fraternidad y del progreso. No obstante, la fraternidad supone el desinterés, la abnegación de la personalidad. Con la verdadera fraternidad, el orgullo es una anomalía. ¿Con qué derecho imponéis un sacrificio a aquel a quien decís que cuando haya muerto todo habrá terminado para él; que tal vez mañana mismo no sea más que una vieja máquina destartalada y a la que por eso se desecha? ¿Por qué razón habría de imponerse alguna privación? ¿No es más natural que durante los breves instantes que le concedéis procure vivir lo mejor posible? De ahí su deseo de poseer mucho para disfrutar más. De ese deseo nace la envidia hacia los que poseen más que él. Y de esa envidia a las ganas de apoderarse de lo que ellos tienen, no hay más que un paso. ¿Qué lo detiene? ¿La ley? Pero la ley no contempla todos los casos. ¿Diréis que es la conciencia, el sentimiento del deber? Pero ¿en qué basáis ese sentimiento? ¿Cuenta con alguna razón de ser además de la creencia de que todo acaba con la vida? Con esa creencia sólo una máxima es racional: Cada uno para sí. Las ideas de fraternidad, conciencia, deber, humanidad, incluso de progreso, no son más que palabras vanas. ¡Oh, vosotros, que proclamáis semejantes doctrinas, no sabéis cuánto mal hacéis a la sociedad, ni de cuántos crímenes asumís la responsabilidad! Con todo, ¿de qué responsabilidad hablo? Para el escéptico no la hay en absoluto: él sólo rinde homenaje a la materia.
IV
El progreso de la humanidad tiene como principio la aplicación de la ley de justicia, amor y caridad. Esa ley se basa en la certeza del porvenir. Quitadle esa certeza y le quitaréis su piedra fundamental. De esa ley derivan las demás, porque contiene todas las condiciones para la felicidad. Es la única que puede curar las heridas de la sociedad. El hombre puede juzgar, si compara épocas y pueblos, cuánto mejora su condición a medida que esa ley es mejor comprendida y practicada. Si su aplicación parcial e incompleta produce un bien real, ¡cómo será cuando el ser humano la haya convertido en la base de todas sus instituciones sociales! ¿Llegará esto a ser posible? Sí, pues si ya ha dado diez pasos, puede dar veinte y así sin interrupción. De tal modo, podemos juzgar el porvenir por el pasado. Vemos desde ahora cómo se extinguen poco a poco las antipatías entre los pueblos: las barreras que los separaban desaparecen ante la civilización, y ellos se dan la mano de un extremo a otro del mundo. Una mayor justicia preside las leyes internacionales. Las guerras son cada vez más raras, y no excluyen los sentimientos humanitarios. La igualdad se establece en las relaciones. Desaparecen las distinciones de razas y de castas, y los hombres de creencias diferentes acallan los prejuicios sectarios para confundirse en la adoración de un Dios único. Nos referimos a los pueblos que marchan al frente de la civilización. En todos esos aspectos aún nos encontramos lejos de la perfección; todavía quedan muchas viejas ruinas que derribar hasta que hayan desaparecido los últimos vestigios de la barbarie. Pero ¿podrán esas ruinas soportar la fuerza irresistible del progreso, esa fuerza viva que es en sí misma una ley de la naturaleza? Si la generación actual está más adelantada que la anterior, ¿por qué la que habrá de sucedernos no lo estará más que la nuestra? Lo estará por la fuerza de las circunstancias. Ante todo, porque con el paso de las generaciones se extinguen a diario algunos campeones de los viejos abusos, de modo que la sociedad adquiere poco a poco elementos nuevos despojados de antiguos prejuicios. En segundo lugar, porque el hombre, como quiere el progreso, estudia los obstáculos y se dedica a superarlos. Puesto que el movimiento progresivo es incontestable, no se puede dudar del progreso venidero. El hombre desea ser feliz, es natural que así sea, y busca el progreso para aumentar la suma de su felicidad, sin lo cual ese progreso no tendría objeto. ¿Dónde estaría el progreso para él si no mejorara su situación? Sin embargo, cuando haya obtenido todos los placeres que puede darle el progreso intelectual, descubrirá que su felicidad no es completa. Habrá de reconocer que esa dicha es imposible sin la seguridad en las relaciones sociales; seguridad que sólo encontrará en el progreso moral. Así pues, por la fuerza de las circunstancias, él mismo impulsará el progreso en esa dirección, y el espiritismo le ofrecerá la más poderosa palanca para alcanzar ese objetivo.
V
Los que dicen que las creencias espíritas amenazan con invadir el mundo, proclaman de ese modo el poder de estas, porque una idea sin fundamento, desprovista de lógica, no podría llegar a ser universal. Si el espiritismo, pues, se implanta en todas partes, si se lo encuentra principalmente entre las clases ilustradas, tal como todos lo reconocen, es porque tiene un fondo de verdad. Contra esa tendencia serán vanos los esfuerzos de sus detractores, y prueba de ello es que ese mismo ridículo con que han pretendido cubrirlo, lejos de detener su vuelo parece haberle dado nueva vida. Este resultado justifica plenamente lo que tantas veces nos han dicho los Espíritus: “No os inquietéis por la oposición. Todo lo que se haga en contra resultará a favor, y vuestros mayores adversarios servirán a vuestra causa sin quererlo. Contra la voluntad de Dios, la mala voluntad de los hombres no podrá prevalecer”.
Por medio del espiritismo la humanidad habrá de entrar en una nueva fase: la del progreso moral, que es su consecuencia inevitable. Cesad, pues, de asombraros ante la rapidez con que se propagan las ideas espíritas. La causa de ello reside en la satisfacción que proporcionan a quienes las profundizan y ven en ellas algo más que un pasatiempo fútil. Ahora bien, como deseamos la felicidad, ante todo, no es asombroso que nos adhiramos a una idea que nos hace felices.
El desarrollo de las ideas espíritas presenta tres períodos distintos: el primero es el de la curiosidad, provocada por lo extraño de los fenómenos que se han producido. El segundo es el del razonamiento y la filosofía. Y el tercero, el de la aplicación y las consecuencias. El período de la curiosidad ha pasado. La curiosidad dura poco: una vez satisfecha, abandonamos el objeto que la provocaba para pasar a otro. No sucede lo mismo con lo que se dirige al pensamiento serio y al juicio. El segundo período ha comenzado, y el tercero habrá de seguirlo inevitablemente. El espiritismo ha progresado sobre todo desde que se comprende mejor su esencia íntima y se percibe su alcance, porque pulsa la cuerda más sensible del hombre: la de su felicidad, incluso en este mundo. Esa es la causa de su propagación, el secreto de la fuerza que lo hará triunfar. Hace felices a los que lo comprenden, a la espera de que su influencia se extienda sobre las masas. Incluso aquel que no ha sido testigo de ninguno de los fenómenos materiales que se obtienen en las manifestaciones, se dice: “Fuera de esos fenómenos existe la filosofía, que me explica lo que ninguna otra filosofía me había explicado. En ella encuentro, únicamente por medio del razonamiento, una demostración racional de los asuntos que interesan en grado sumo a mi porvenir. Me proporciona calma, seguridad y confianza. Me libera del tormento de la incertidumbre. Al lado de esto, la cuestión de los hechos materiales resulta secundaria”. Vosotros, que atacáis al espiritismo, ¿queréis un medio de combatirlo con éxito? Aquí lo tenéis: reemplazadlo por algo mejor. Encontrad una solución más filosófica a los problemas que él resuelve. Dad al hombre otra certeza que lo haga más feliz, y comprended bien el alcance de la palabra certeza, porque el hombre sólo acepta como cierto lo que le parece lógico. No os contentéis con decir “esto no es así”, lo cual resulta demasiado fácil. Probad, no mediante una negación, sino con hechos, que no es, que jamás fue ni puede ser. Si no es, decid ante todo qué habría en su lugar. Probad, por último, que las consecuencias del espiritismo no consisten en hacer a los hombres mejores y, por lo tanto, más felices mediante la práctica de la más pura moral evangélica, moral a la que se alaba mucho pero que tan poco se practica. Cuando hayáis hecho eso, tendréis el derecho de atacarlo. El espiritismo es fuerte porque se apoya en las bases mismas de la religión: Dios, el alma, las penas y recompensas futuras; porque muestra, sobre todo, esas penas y recompensas como consecuencia natural de la vida terrenal y porque nada, en el cuadro que ofrece del porvenir, puede ser rechazado por la razón más exigente. Vosotros, cuya doctrina consiste únicamente en la negación del porvenir, ¿qué compensación ofrecéis por los padecimientos de este mundo? Os apoyáis en la incredulidad; el espiritismo se apoya en la confianza en Dios. Mientras que él invita a los hombres a la felicidad, a la esperanza, a la verdadera fraternidad, vosotros les ofrecéis la nada como perspectiva y el egoísmo como consuelo. Él lo explica todo, vosotros no explicáis nada. Él prueba mediante hechos, vosotros no probáis nada. ¿Cómo pretendéis que se vacile entre ambas doctrinas?
VI
Nos formaríamos una muy falsa idea acerca del espiritismo si creyéramos que extrae su fuerza de la práctica de las manifestaciones materiales, de modo que al poner trabas a dichas manifestaciones se lo podría minar en su base. La fuerza del espiritismo reside en su filosofía, en el llamamiento que hace a la razón, al buen sentido. En la antigüedad era objeto de estudios misteriosos, cuidadosamente ocultados al vulgo. Hoy no tiene secretos para nadie: habla un lenguaje claro, sin ambigüedades. En él no hay nada de místico, ni alegorías susceptibles de falsas interpretaciones. Quiere ser comprendido por todos, porque han llegado los tiempos de hacer que los hombres conozcan la verdad. Lejos de impedir la difusión de la luz, la desea para todos. No reclama una creencia ciega; por el contrario, quiere que el hombre sepa por qué cree. Al apoyarse en la razón, será siempre más fuerte que los que se apoyan en la nada. Los obstáculos que intenten oponer a la libertad de las manifestaciones, ¿podrían suprimirlas? No, porque producirían el efecto de todas las persecuciones: excitar la curiosidad y el deseo de conocer lo que se ha prohibido. Por otra parte, si las manifestaciones espíritas fuesen privilegio de un solo hombre, no cabe duda de que al aislar a ese hombre se pondría fin a dichas manifestaciones. Desgraciadamente para los adversarios, se encuentran a disposición de todo el mundo, y a ellas recurren desde el más pobre hasta el más poderoso, ya sea en el palacio o en el humilde desván. Podrán prohibir su ejercicio público, pero sabemos que no es precisamente en público como se producen mejor, sino en privado. Ahora bien, como todos podemos ser médiums, ¿quién habrá de impedir a una familia en su hogar, a un individuo en el silencio de su gabinete, al prisionero en su celda, que mantenga comunicaciones con los Espíritus a espaldas de sus esbirros o incluso ante sus propios ojos? Si las prohíben en un país, ¿podrán impedirlas en los países vecinos, en el mundo entero, cuando en ambos hemisferios no hay una sola región donde no haya médiums? Para aislar a todos los médiums habría que poner en la cárcel a la mitad del género humano. Incluso si se lograse quemar todos los libros espíritas –lo que no sería mucho más fácil–, al día siguiente serían redactados de nuevo, porque su fuente es inatacable y es imposible encarcelar o quemar a los Espíritus, que son sus verdaderos autores.
El espiritismo no es obra de un hombre. Nadie puede considerarse su creador, porque es tan antiguo como la creación. Lo encontramos en todas partes, en todas las religiones y más aún en la religión católica, e incluso con mayor autoridad que en las demás, porque en ella se encuentra el principio de todo: los Espíritus de diversos grados, sus relaciones ocultas y patentes con los hombres, los ángeles de la guarda, la reencarnación, la emancipación del alma durante la vida, la doble vista, las visiones, las manifestaciones de todo tipo, las apariciones, incluso las apariciones tangibles. En cuanto a los demonios, no son más que los Espíritus malos. Salvo la creencia de que aquellos están condenados perpetuamente al mal, mientras que la senda del progreso no está prohibida para estos, sólo existe entre ellos una diferencia de nombre.
¿Qué hace la ciencia espírita moderna? Reúne en un conjunto ordenado lo que estaba disperso. Explica con términos apropiados lo que sólo se había dicho en un lenguaje alegórico. Suprime lo que la superstición y la ignorancia engendraron, para dejar únicamente la realidad y lo positivo. Ese es su cometido. Con todo, el título de fundadora no le pertenece. Muestra lo que es, coordina, pero no crea nada, porque sus bases han existido en todo tiempo y lugar. ¿Quién, pues, osaría considerarse suficientemente fuerte para sofocarla con sarcasmos e incluso con persecuciones? Si la proscriben en un lugar, renacerá en otros, en el propio terreno donde la hayan exiliado, porque está en la naturaleza, y no es dado al hombre aniquilar un poder de la naturaleza ni dictar su veto a los decretos de Dios.
Por lo demás, ¿qué interés habría en obstaculizar la propagación de las ideas espíritas? Esas ideas, es verdad, se erigen contra los abusos que nacen del orgullo y del egoísmo. Pero esos abusos, de los que algunos sacan provecho, perjudican a las masas. Por consiguiente, el espiritismo tendrá de su lado a las masas, y por adversarios serios a los interesados en mantener esos abusos. En contraposición a estos, las ideas espíritas, mediante su influencia, son una garantía del orden y la tranquilidad, pues contribuyen a que los hombres sean mejores los unos para con los otros, menos ávidos de los intereses materiales y más resignados a los decretos de la Providencia.
VII
El espiritismo se presenta con tres aspectos diferentes: el hecho de las manifestaciones, los principios filosóficos y morales que de ellas emanan, y la aplicación de esos principios. De ahí resultan tres clases o, más bien, tres grados de adeptos: Primero, el de los que creen en las manifestaciones y se limitan a comprobarlas; para ellos el espiritismo es una ciencia experimental. Segundo, el de los que comprenden sus consecuencias morales. Tercero, el de los que practican o se esfuerzan por practicar esa moral. Sea cual fuere el punto de vista, científico o moral, desde el que se consideren esos fenómenos extraños, todos comprenden que se trata de un nuevo orden de ideas que surge, cuyas consecuencias no pueden ser otras que una profunda modificación en el estado de la humanidad, y comprenden también que dicha modificación sólo habrá de tener lugar en el sentido del bien.
En cuanto a los adversarios, podemos también clasificarlos en tres categorías: La primera es la de quienes niegan sistemáticamente todo lo nuevo o lo que no procede de ellos, y por eso hablan del espiritismo sin conocimiento de causa. A esta clase pertenecen los que no admiten nada fuera del testimonio de los sentidos: no vieron nada, no quieren ver nada y menos aún profundizar. Incluso se sentirían molestos si vieran con demasiada claridad, por miedo a ser forzados a reconocer que no tienen razón. Para ellos el espiritismo es una quimera, una locura, una utopía, o, mejor dicho: no existe. Son los incrédulos por prejuicio. Junto a ellos incluiremos a los que se han dignado darle una mirada para descargo de su conciencia, a fin de poder decir: “He querido ver y no vi nada”. No comprenden que se requiere más de media hora para entender una ciencia. La segunda categoría corresponde a los que pese a saber muy bien a qué atenerse en cuanto a la realidad de los hechos, los combaten por motivos de interés personal. Para ellos el espiritismo existe, pero temen sus consecuencias. Por eso lo atacan como a un enemigo. La tercera es la de los que encuentran en la moral espírita una censura excesivamente severa de sus actos o sus tendencias. Tomado en serio, el espiritismo los molestaría. No lo rechazan ni lo aprueban: prefieren cerrar los ojos. Los primeros son incitados por el orgullo y la presunción; los segundos, por la ambición; los terceros, por el egoísmo. Es probable que estas causas de oposición, puesto que no tienen consistencia, desaparezcan con el tiempo, porque en vano buscaríamos una cuarta clase de opositores que se apoyara en pruebas contrarias y al mismo tiempo patentes, expuestas mediante un estudio concienzudo y laborioso de la cuestión. Todos oponen solamente la negación; ninguno aporta una demostración seria e irrefutable.
Tendríamos un concepto demasiado elevado de la naturaleza humana si creyéramos que esta tiene condiciones para transformarse súbitamente por medio de las ideas espíritas. La acción que dichas ideas ejercen, de seguro no es la misma ni de igual grado en quienes las profesan. Pero más allá del resultado, por escaso que este sea, constituye en todos los casos un mejoramiento, aunque sólo consista en aportar la prueba de la existencia de un mundo extracorporal, lo que implica la negación de las doctrinas materialistas. Tal es la consecuencia de la observación de los hechos. No obstante, para los que comprenden el espiritismo filosófico y ven en él algo más que fenómenos relativamente curiosos, otros son los efectos. El primero y más general consiste en desarrollar el sentimiento religioso, incluso en aquel que sin ser materialista es indiferente a las cosas espirituales. De ese sentimiento resulta su desprecio por la muerte. No decimos su deseo de morirse, de ningún modo –pues el espírita defenderá su vida como cualquier otro–, sino que nos referimos a una indiferencia que le hace aceptar sin queja ni pesar una muerte que es inevitable, como algo más bien dichoso que temible, porque tiene la certeza del estado que la sucederá. El segundo efecto, casi tan general como el primero, es la resignación ante las vicisitudes de la vida. El espiritismo hace ver las cosas desde tan alto que, al perder la vida terrenal las tres cuartas partes de su importancia, al hombre no lo afectan tanto las tribulaciones que la acompañan. De ahí que tenga más entereza ante las aflicciones y sea más moderado en sus deseos. De ahí también que se aleje de la idea de abreviar sus días, porque la ciencia espírita le enseña que con el suicidio irremediablemente pierde lo que pretendía ganar. La certeza de un porvenir venturoso que depende de nosotros, la posibilidad de establecer relaciones con los seres que nos son queridos ofrece al espírita una suprema consolación. Su horizonte se amplía hasta lo infinito ante el espectáculo incesante de la vida de ultratumba, cuyas misteriosas profundidades puede sondear. El tercer efecto consiste en inspirar la indulgencia para con los defectos ajenos. De todos modos, es necesario poner de manifiesto que el principio egoísta y cuanto de él resulta, ha echado profundas raíces en el hombre y, por consiguiente, es lo más difícil de desarraigar. De buena gana se realizan sacrificios, con tal que no cuesten nada y, sobre todo, no priven de nada. El dinero aún tiene para la mayoría un irresistible atractivo, y pocos son los que comprenden el sentido de la palabra superfluo cuando se trata de sí mismos. Por eso, la abnegación de la personalidad es el signo más eminente de progreso.
VIII
Los Espíritus –preguntan algunas personas–, ¿enseñan una moral nueva, superior en algo a lo que dijo Cristo? Si esa moral no es otra que la del Evangelio, ¿para qué sirve el espiritismo? Este razonamiento se parece singularmente al del califa Omar, cuando se refería a la Biblioteca de Alejandría: “Si sólo contiene lo que hay en el Corán –decía– es inútil y, por lo tanto, debe ser quemada. Si contiene otras cosas, es mala; por lo tanto, también hay que quemarla”. No, el espiritismo no contiene una moral diferente de la de Jesús. Pero a nuestra vez preguntamos: antes de Cristo, ¿no tenían los hombres la ley que Dios entregó a Moisés? ¿No se encuentra su doctrina en el Decálogo? ¿Se dirá por eso que la moral de Jesús es inútil? Preguntamos también a los que niegan la utilidad de la moral espírita: ¿por qué la de Cristo es tan poco practicada? ¿Por qué esos mismos que proclaman con justa razón su sublimidad son los primeros en violar la más importante de sus leyes: la caridad universal? Los Espíritus vienen no sólo a confirmarla, sino también a mostrarnos su utilidad práctica. Tornan inteligibles y patentes las verdades que sólo habían sido enseñadas en forma alegórica. Además, junto con la moral, definen los problemas más abstractos de la psicología.
Jesús vino a mostrar a los hombres el camino del verdadero bien. ¿Por qué razón Dios, que lo envió para recordarles su ley despreciada, no enviaría hoy a los Espíritus para hacer que la recuerden, y con mayor precisión, cuando los hombres la olvidan para sacrificarlo todo en pro del orgullo y la codicia? ¿Quién se atrevería a poner límites al poder de Dios y a trazarle sus vías? ¿Quién podría negar que –como lo afirman los Espíritus– los tiempos predichos ya han llegado, y que presenciamos aquellos otros en que verdades mal comprendidas o falsamente interpretadas deben ser reveladas de un modo ostensible para el género humano, a fin de apresurar su adelanto? ¿No hay algo providencial en esas manifestaciones que se producen simultáneamente en todos los puntos del globo? No es un solo hombre, un profeta que viene a advertirnos, sino que en todas partes surge la luz. Se trata de un mundo nuevo que se despliega ante nuestros ojos. Así como la invención del microscopio nos mostró el mundo de lo infinitamente pequeño, mundo que ni imaginábamos; así como el telescopio nos mostró los millares de mundos, que tampoco imaginábamos, las comunicaciones espíritas nos revelan el mundo invisible que nos rodea, que se relaciona con nosotros sin cesar y sin que lo sepamos toma parte en todo lo que hacemos. En poco tiempo más, la existencia de ese mundo que nos espera será tan incontestable como la del mundo microscópico y la de los mundos perdidos en el espacio. En ese caso, ¿no sirve de nada que se nos haya hecho conocer todo un mundo, que se nos haya iniciado en los misterios de la vida de ultratumba? Es verdad que esos descubrimientos, si así se los puede llamar, contrarían en parte algunas de las ideas aceptadas. Pero ¿acaso los grandes descubrimientos científicos no han modificado también, trastocado incluso, las ideas más arraigadas? ¿No ha sido preciso que nuestro amor propio se doblegara ante la evidencia? Lo mismo sucederá con respecto al espiritismo: dentro de poco obtendrá derecho de ciudadanía entre los conocimientos humanos.
Las comunicaciones con los seres de ultratumba han dado por resultado hacernos comprender la vida futura, hacérnosla ver, iniciarnos en el conocimiento de las penas y de los goces que nos aguardan según nuestros méritos y, por lo mismo, hacer que regresen al espiritualismo los que no veían en el hombre otra cosa que materia, nada más que una máquina organizada. Por eso tenemos razón al decir que el espiritismo eliminó al materialismo con los hechos. Si tan sólo hubiese producido ese resultado, el orden social debería agradecérselo. Pero hace más aún: muestra los inevitables efectos del mal y, por consiguiente, la necesidad del bien. La cantidad de personas cuyos sentimientos ha mejorado, cuyas malas tendencias neutralizó al apartarlos del mal, es mayor de lo que se cree y aumenta a diario, pues para ellas el porvenir ya no es algo impreciso, una simple esperanza, sino una verdad que se comprende y se explica cuando vemos y escuchamos a quienes nos han dejado, lamentarse o regocijarse de lo que hicieron en la Tierra. Quien es testigo de tales hechos, comienza a reflexionar y siente la necesidad de conocerse, juzgarse y enmendarse.
IX
Los adversarios del espiritismo no han dejado de armarse contra él a raíz de algunas divergencias de opinión sobre determinados puntos de la doctrina. No es de extrañar que cuando una ciencia está en sus comienzos, mientras las observaciones se hallan aún incompletas y cada uno la enfoca desde su punto de vista, puedan aparecer sistemas contradictorios. Sin embargo, a día de hoy, las tres cuartas partes de esos sistemas quedaron descartados debido a la profundización del estudio; y en primer término se encuentra el sistema que atribuía la totalidad de las comunicaciones al espíritu del mal, como si para Dios fuese imposible enviar a los hombres Espíritus buenos. Doctrina absurda, porque los hechos la desmienten; impía, porque es la negación del poder y la bondad del Creador. Los Espíritus siempre nos han dicho que no nos inquietemos por esas divergencias, que la unidad habrá de lograrse. Ahora bien, la unidad ya se logró en la mayoría de los puntos y las divergencias tienden a desaparecer día a día. Planteada esta pregunta: “¿En qué puede basarse para emitir un juicio el hombre imparcial y desinteresado, mientras esa unidad se concreta?” Esta es la respuesta de los Espíritus: “No hay nube que pueda opacar la luz más pura. El diamante sin tacha es el que más vale. Así pues, juzgad a los Espíritus por la pureza de sus enseñanzas. No olvidéis que entre ellos hay quienes aún no se han despojado de las ideas de la vida terrenal. Aprended a distinguirlos por su lenguaje. Juzgadlos por el conjunto de lo que os dicen. Ved si hay un encadenamiento lógico de las ideas; si algo en ellas revela ignorancia, orgullo o malevolencia. En una palabra, si sus dichos tienen siempre el sello de la sabiduría que revela la auténtica superioridad. Si vuestro mundo fuese inaccesible al error, sería perfecto, pero está lejos de serlo. Tenéis todavía que aprender a distinguir el error de la verdad. Necesitáis las lecciones de la experiencia para ejercitar vuestro juicio y avanzar. La unidad habrá de lograrse allí donde el bien nunca se haya mezclado con el mal. En ese punto los hombres se pondrán de acuerdo por la fuerza de los hechos, porque reconocerán que en esos hechos reside la verdad.
¡Qué importan, por otra parte, ciertas disidencias más de forma que de fondo! Notad que los principios fundamentales son los mismos en todas partes y deben uniros en un pensamiento común: el amor a Dios y la práctica del bien. Sea cual fuere, pues, el modo de progresar que supongamos, o las condiciones normales de la existencia futura, el objetivo final es el mismo: hacer el bien. Y no existen dos maneras de hacerlo.
Si bien entre los adeptos del espiritismo existen opiniones diferentes acerca de determinados puntos de la teoría, todos están de acuerdo en los puntos fundamentales. Hay unidad, pues, excepto por unos pocos que, en muy escaso número, no admiten aún la intervención de los Espíritus en las manifestaciones, sino que las atribuyen a causas puramente físicas –lo cual es contrario al axioma según el cual todo efecto inteligente debe tener una causa inteligente– o al reflejo de nuestro propio pensamiento –cosa que los hechos desmienten. Los otros puntos son secundarios y no afectan de ningún modo a las bases fundamentales. Por consiguiente, puede haber escuelas que procuren instruirse acerca de las partes aún controvertidas de la ciencia espírita, pero de ninguna manera pueden existir sectas que rivalicen unas con otras. Sólo podría existir antagonismo entre los que quieren el bien y los que hacen o quieren el mal. Ahora bien, no hay un espírita sincero y compenetrado de las sublimes máximas morales enseñadas por los Espíritus que pueda querer el mal, ni desear el mal a su prójimo sin distinción de opiniones. Si alguna de esas escuelas está en el error, la luz se hará para ella, tarde o temprano, si la busca de buena fe y sin prevenciones. Mientras tanto, todas tienen un vínculo común que habrá de unirlas en un mismo pensamiento. Todas tienen el mismo objetivo. Poco importa, pues, el camino, con tal que conduzca a ese fin. Ninguna debe imponerse mediante la coacción material o moral. Estaría en el error la que anatematizara a las otras, porque obraría evidentemente bajo la influencia de Espíritus malos. El supremo argumento debe ser la razón; y la moderación garantizará el triunfo de la verdad mejor que las invectivas envenenadas por la envidia y los celos. Los Espíritus buenos sólo predican la unión y el amor al prójimo. Nunca un pensamiento malévolo o contrario a la caridad ha surgido de una fuente pura. Escuchemos al respecto y como conclusión los consejos del Espíritu de san Agustín:
“Durante mucho tiempo los hombres se han destrozado e impuesto mutuamente el anatema en nombre de un Dios de paz y de misericordia, pero Dios ha sido ofendido con semejante sacrilegio. El espiritismo es el lazo que los unirá un día, porque les mostrará dónde está la verdad y dónde el error. No obstante, por mucho tiempo aún habrá escribas y fariseos que lo negarán, del mismo modo que negaron a Cristo. ¿Queréis saber, pues, bajo la influencia de qué Espíritus se hallan las diversas sectas que se reparten el mundo? Juzgadlas por sus obras y sus principios. Jamás los Espíritus buenos han sido instigadores del mal; jamás han aconsejado ni legitimado el crimen o la violencia; jamás han incitado los odios de partidos ni la sed de riquezas y honores, como tampoco la avidez de los bienes de la Tierra. Sólo los hombres buenos, humanitarios y benévolos para con todos son sus preferidos, y también son los preferidos de Jesús, pues siguen el camino que les indicó para llegar hasta él.”
SAN AGUSTÍN
AMOR, CARIDAD y TRABAJO