La doctrina espírita es el
resultado de la enseñanza colectiva y concordante de los Espíritus.
La ciencia está llamada a
constituir la génesis de acuerdo con las leyes de la naturaleza.
Dios prueba su grandeza y su
poder a través de la inmutabilidad de sus leyes, y no mediante su derogación.
Para Dios, el pasado y el futuro
son el presente.
Capítulo I
Caracteres de la revelación
espírita
Así como la ciencia propiamente
dicha tiene por objeto el estudio de las leyes del principio material, el
objeto especial del espiritismo es el conocimiento de las leyes del principio
espiritual. Ahora bien, como este último principio es una de las fuerzas de la
naturaleza, que reacciona sin cesar sobre el principio material, al igual que
este lo hace sobre aquel, se deduce de ahí que el conocimiento de uno no puede
estar completo sin el conocimiento del otro; que el espiritismo y la ciencia se
complementan; que la ciencia sin el espiritismo se halla imposibilitada de
explicar ciertos fenómenos recurriendo solamente a las leyes de la materia, y
que por haber prescindido del principio espiritual se encuentra con tantas
dificultades; que el espiritismo sin la ciencia carecería de apoyo y de
control, y podría equivocarse.
Los descubrimientos que
realiza la ciencia, lejos de rebajar a Dios, lo glorifican; sólo destruyen lo
que los hombres han edificado sobre las falsas ideas que se formaron acerca de
Dios.
Capítulo IV
El rol de la ciencia en la
génesis
La historia del origen de casi
todos los pueblos antiguos se confunde con la de la religión que profesaban,
razón por la cual sus primeros libros han sido de carácter religioso. Y como
todas las religiones están ligadas al principio de las cosas, que también es el
de la humanidad, ellas dieron, sobre la formación y el ordenamiento del
universo, explicaciones acordes con el estado de los conocimientos de la época
y de sus fundadores. De ahí resultó que los primeros libros sagrados han sido
al mismo tiempo los primeros libros de ciencia, así como fueron, durante un
extenso período, el único código de las leyes civiles.
La religión era entonces un freno
poderoso para gobernar. Los pueblos se sometían de buen grado a los poderes
invisibles, en nombre de los cuales se los subyugaba, y de los cuales los
gobernantes se decían mandatarios, en caso de que no se hicieran pasar por
iguales a esos mismos poderes.
Para dar más fuerza a la religión
era necesario presentarla como absoluta, infalible e inmutable, sin lo cual
hubiera perdido su ascendiente sobre seres casi brutos, en quienes apenas nacía
la razón. No había que discutirla, como tampoco las órdenes del soberano; de
ahí el principio de la fe ciega y de la obediencia pasiva, que así tuvieron, al
principio, su razón de ser y su utilidad. Además, la veneración de los libros
sagrados, casi siempre virtualmente descendidos del cielo o inspirados por la
divinidad, imposibilitaba todo examen de los mismos.
En los tiempos primitivos, los
medios de observación eran necesariamente muy imperfectos, de modo que las
primeras teorías acerca del sistema del mundo debían estar plagadas de errores
groseros. Sin embargo, aunque esos medios hubieran sido tan completos como lo
son hoy, los hombres no habrían sabido emplearlos. Por otra parte, tales medios
no podían ser más que el fruto del desarrollo de la inteligencia y del
consiguiente conocimiento de las leyes de la naturaleza. A medida que el hombre
adelantó en el conocimiento de esas leyes, fue penetrando los misterios de la
Creación y rectificó las ideas que se había formado acerca del origen de las
cosas.
Así como para comprender y
definir el movimiento correlativo de las agujas de un reloj es preciso conocer
las leyes que presiden su mecanismo, apreciar la naturaleza de los materiales y
calcular la potencia de las fuerzas activas, para comprender el mecanismo del
universo es preciso conocer las leyes que rigen todas las fuerzas puestas en
acción en ese vasto conjunto.
El hombre se mostró impotente
para resolver el problema de la Creación hasta el momento en que la ciencia le
ofreció la clave para hacerlo. Fue preciso que la astronomía le abriese las
puertas del espacio infinito y le permitiese sumergir en él su mirada; que mediante
el poder del cálculo pudiese determinar con rigurosa precisión el movimiento,
la posición, el volumen, la naturaleza y el rol de los cuerpos celestes; que la
física le revelase las leyes de la gravitación, del calor, de la
luz y de la electricidad, así como el poder de esos agentes sobre la naturaleza
entera, y la causa de los innumerables fenómenos que de ellos resultan; que la
química le enseñase las transformaciones de la materia, y la mineralogía las
materias que forman la corteza del planeta; que la geología le enseñase a leer
en las capas terrestres la formación gradual de ese mismo globo. La botánica,
la zoología, la paleontología y la antropología habrían de iniciarlo en la
filiación y en la sucesión de los seres organizados. Con la arqueología, el
hombre pudo seguir las huellas de la humanidad a través de las épocas. En suma,
todas las ciencias, complementándose unas a otras, debían hacer un aporte indispensable
para el conocimiento de la historia del mundo. A falta de esas contribuciones,
el hombre sólo tenía como guía sus primeras hipótesis.
Por eso, antes de que el hombre
dominara aquellos elementos de apreciación, todos los investigadores de la
génesis, cuya razón se topaba con imposibilidades materiales, giraban dentro de
un mismo círculo, sin que pudieran salir de él. Sólo lo lograron cuando la
ciencia abrió camino haciendo una brecha en el vetusto edificio de las
creencias. Entonces todo cambió de aspecto. Una vez que se encontró el hilo
conductor, pronto se superaron las dificultades. En lugar de una génesis
imaginaria, surgió una génesis positiva y, de cierto modo, experimental. El
campo del universo se amplió hasta lo infinito. Se descubrió que la Tierra y
los astros se formaron gradualmente, conforme a leyes eternas e inmutables, leyes
que dan, acerca de la grandeza y la sabiduría de Dios, un testimonio muy
superior al de una creación milagrosa, extraída repentinamente de la nada, como
un cambio escénico, por efecto de una idea súbita que se le presentó a la
Divinidad después de permanecer una eternidad en la inacción.
Puesto que es imposible que se
conciba la génesis sin los datos proporcionados por la ciencia, se puede decir
con absoluta verdad que la ciencia está llamada a componer la verdadera
génesis, según las leyes de la naturaleza.
En el punto al que llegó en el
siglo diecinueve, ¿consiguió la ciencia resolver todas las dificultades del
problema de la génesis?
No, por cierto; pero es
indiscutible que demolió definitivamente todos los errores capitales, y asentó
sus fundamentos más esenciales sobre datos irrecusables. Los puntos todavía
dudosos sólo son, para hablar con propiedad, cuestiones de detalles, cuya solución,
sea cual fuere en el futuro, no podrá disminuir el valor del conjunto. Además,
a pesar de los recursos que la ciencia ha tenido a su disposición, hasta ahora
le faltó un elemento importante, sin el cual jamás podría completarse la obra.
De todas las génesis antiguas, la
que más se aproxima a los datos de la ciencia moderna, a pesar de los errores
que contiene, demostrados hoy de modo evidente, es indiscutiblemente la de Moisés.
Algunos de esos errores son incluso más aparentes que reales, y provienen, ya
sea de la falsa interpretación atribuida a ciertas palabras, cuyo primitivo
significado se perdió al pasarlo de una lengua a otra en la traducción, o cuya
acepción cambió junto con las costumbres de los pueblos, o bien de la forma
alegórica propia del estilo oriental, que fue tomada al pie de la letra en vez
de que se le buscara el sentido.
La Biblia, evidentemente, narra
hechos que la razón, desarrollada por la ciencia, hoy no podría admitir, así
como también otros que parecen extraños y a los que rechazamos, porque aluden a
costumbres que ya no son las nuestras. Sin embargo, a la par de eso, habría
parcialidad si no se reconociera que contiene cosas grandes y hermosas. La
alegoría ocupa en ella un espacio considerable, y oculta bajo su velo sublimes
verdades, que son descubiertas cuando se penetra hasta la esencia del
pensamiento, pues en ese caso el absurdo se desvanece.
¿Por qué, entonces, no se le
quitó antes ese velo? De un lado, por la falta de los conocimientos que sólo la
ciencia y una filosofía sana podían proporcionar, y por otro lado, por el
principio de la inmutabilidad absoluta de la fe, consecuencia de un respeto
demasiado ciego a la letra, ante el cual la razón debía inclinarse, así como
por el temor a comprometer el andamiaje de las creencias, erigido sobre el
sentido literal. Como esas creencias partían de un punto primitivo, se temió que,
si se quebraba el primer eslabón de la cadena, todas las mallas de la red
acabarían por disgregarse.
Al llevar sus investigaciones
hasta las entrañas de la Tierra y las profundidades de los cielos, la ciencia
demostró de manera irrefutable los errores de la génesis mosaica tomada al pie
de la letra, así como la imposibilidad material de que los acontecimientos hayan
sucedido tal como se relatan textualmente en el Génesis. Al proceder de
ese modo, la ciencia asestó un profundo golpe a las creencias seculares. La fe
ortodoxa se intranquilizó, porque creyó que le quitaban la piedra fundamental.
No obstante, ¿quién tenía de su lado a la razón? ¿Acaso la tenía la ciencia,
que avanzaba con prudencia y progresivamente sobre el sólido terreno de los
guarismos y la observación, sin afirmar nada antes de tener las pruebas en la
mano; o un relato escrito en una época en la que no existían en absoluto los
medios de observación? Al fin de cuentas, ¿quién debe vencer, el que sostiene
que dos más dos son cinco y rechaza una verificación, o el que afirma que dos
más dos son cuatro y prueba lo que dice?
Se objetará, en ese caso, que, si
la Biblia es una revelación divina, entonces Dios se equivocó. Y si no es una
revelación divina, entonces deja de tener autoridad, de modo que la religión se
derrumba por falta de base.
Una de dos: la ciencia está en un
error, o tiene razón. Si tiene razón, no puede hacer que sea verdadera una
opinión que es contraria a lo que ha demostrado. No hay revelación que pueda prevalecer
sobre la autoridad de los hechos.
No cabe duda de que Dios, que es
todo verdad, no puede inducir a los hombres a error, ni a sabiendas ni sin
saberlo, pues de lo contrario no sería Dios. Por lo tanto, si los hechos
contradicen las palabras que se le atribuyen, es preciso concluir por lógica
que Él no las pronunció, o que esas palabras han sido interpretadas en un
sentido opuesto al que les corresponde.
Si con esas contradicciones la
religión sufre algún daño, la culpa no es de la ciencia, que no puede hacer que
lo que es deje de serlo, sino de los hombres, por haber establecido
prematuramente dogmas absolutos, de los cuales hicieron una cuestión de vida o muerte,
a partir de hipótesis susceptibles de que fueran desmentidas por la
experiencia.
Hay cosas a cuyo sacrificio
debemos resignarnos, lo queramos o no, cuando no es posible evitarlo. Cuando el
mundo avanza, sin que la voluntad de unos pocos pueda detenerlo, lo más sensato
es que lo acompañemos y nos adaptemos al nuevo estado de cosas, en vez de
aferrarnos al pasado y correr el riesgo de que nos arrastre en su caída.
Por respeto a los textos que se
consideran sagrados, ¿se debería obligar a la ciencia a que guarde silencio?
Sería algo tan imposible como pretender que la Tierra deje de girar. Las
religiones, sean cuales fueren, nunca ganaron nada defendiendo errores evidentes.
La ciencia tiene por misión descubrir las leyes de la naturaleza. Ahora bien,
como esas leyes son obra de Dios, no pueden ser contrarias a las religiones que
se basan en la verdad. La ciencia cumple su misión forzosamente y como
consecuencia natural del desarrollo de la inteligencia humana, que también es
obra divina, y no avanza más que con el permiso de Dios, en virtud de las leyes
progresivas que Él ha establecido. Así pues, imponer el anatema al progreso,
porque atenta contra la religión, equivale a ir contra la voluntad de Dios. Más
aún, es un esfuerzo inútil, porque ni siquiera todos los anatemas del mundo
podrían impedir que la ciencia avance y que la verdad se abra camino. Si la
religión se niega a avanzar junto con la ciencia, esta avanzará a solas.
Solamente las religiones
estancadas pueden temer a los descubrimientos de la ciencia. Esos
descubrimientos sólo son funestos para aquellas que consienten en distanciarse
de las ideas progresivas y se inmovilizan en el absolutismo de sus creencias.
Por lo general, se forman de la Divinidad una idea tan mezquina, que no comprenden
que asimilar las leyes de la naturaleza reveladas por la ciencia es glorificar
a Dios en sus obras. En su ceguera, prefieren rendir homenaje al Espíritu del
mal. Una religión que no estuviese, acerca de ningún punto, en contradicción
con las leyes de la naturaleza, no tendría nada que temer al progreso, y sería
invulnerable.
La génesis comprende dos partes:
la historia de la formación del mundo material, y la de la humanidad
considerada en su doble principio, corporal y espiritual. La ciencia se ha
limitado a la investigación de las leyes que rigen la materia. En el hombre, incluso,
sólo ha estudiado la envoltura carnal. En ese aspecto, llegó a comprender, con
precisión irrefutable, las partes fundamentales del mecanismo del universo y
del organismo humano. Así, sobre ese punto principal, está en condiciones de
completar la génesis de Moisés y rectificar sus partes defectuosas.
Pero la historia del hombre,
considerado como ser espiritual, se relaciona con un orden especial de ideas
que no es del dominio de la ciencia propiamente dicha, y del cual, por ese
motivo, no constituye un objeto de sus investigaciones. La filosofía, a cuyas atribuciones
pertenece más particularmente ese género de estudios, apenas ha formulado sobre
el punto en cuestión sistemas contradictorios, que van desde la más pura
espiritualidad hasta la negación del principio espiritual e incluso de Dios,
sin otras bases aparte de las ideas personales de sus autores. Así pues, ha
dejado sin solución el asunto, por falta de un examen suficiente.
Esta cuestión, sin embargo, es
para el hombre la más importante, porque incluye el problema de su pasado y de
su porvenir, mientras que la relativa al mundo material sólo lo afecta indirectamente.
Lo que le importa saber, ante todo, es de dónde viene y hacia dónde va, así
como si ya ha vivido, si volverá a vivir, y cuál es el destino que le está
reservado.
Sobre todas estas cuestiones la
ciencia permanece muda. La filosofía apenas emite opiniones que concluyen en un
sentido diametralmente opuesto, pero que al menos admite su discusión, lo que
hace que muchas personas se ubiquen de su lado antes que seguir junto a la
religión, que no discute.
Todas las religiones coinciden en
cuanto al principio de la existencia del alma, aunque no lo demuestren. Pero no
concuerdan en lo que respecta al origen del alma, ni a su pasado y su porvenir,
ni principalmente, y eso es lo esencial, a las condiciones de las que depende
su destino futuro. En su mayoría, en relación con el futuro del alma, presentan
un cuadro que imponen a la creencia de sus adeptos, que sólo con la fe ciega se
puede aceptar, pero que no ofrece condiciones para soportar un examen serio.
Como el destino que las religiones enuncian para el alma está ligado, en sus
dogmas, a las ideas que se formaban en los tiempos primitivos sobre el mundo material
y el mecanismo del universo, ese destino no es compatible con el estado actual
de los conocimientos. Por consiguiente, como forzosamente perderían al aceptar
el examen y la discusión, las religiones encuentran más sencillo proscribir a
los dos.
Esas divergencias en lo atinente
al porvenir del hombre generan la duda y la incredulidad. No podía ser de otro
modo. Dado que cada religión pretende ser la única dueña de la verdad, y que se
contradicen unas a otras, sin ofrecer pruebas suficientes de sus aserciones
como para reunir a la mayoría, el hombre, ante la indecisión, se ha replegado
en el presente. Con todo, la incredulidad da lugar a un penoso vacío. El hombre
encara con ansiedad lo desconocido, donde tarde o temprano fatalmente tendrá
que ingresar. La idea de la nada lo paraliza. Su conciencia le dice que más
allá del presente hay algo que le está reservado. Pero ¿qué será? Su razón,
desarrollada, ya no le permite seguir admitiendo las narraciones con que lo
arrullaron en la infancia, ni tomar la alegoría por la realidad. ¿Cuál es el
sentido de esa alegoría? La ciencia rasgó una punta del velo, pero no ha
revelado lo que al hombre más le interesa saber. Él pregunta en vano, pero ella
nada le responde de un modo decisivo que pueda calmar sus temores. Por todas
partes se topa con una afirmación que se opone a una negación, sin que ni de un
lado ni del otro se presenten pruebas positivas. De ahí la incertidumbre, y la
incertidumbre acerca de las cosas de la vida futura hace que el hombre se
arroje, poseído por una especie de frenesí, sobre las cosas de la vida
material.
Ese es el inevitable efecto de
las épocas de transición: se derrumba el edificio del pasado, sin que todavía
esté construido el del porvenir. El hombre se asemeja al adolescente que ya no
tiene la creencia ingenua de sus primeros años, pero tampoco posee los conocimientos
de la edad madura. Apenas siente vagas aspiraciones que no sabe definir.
Si la cuestión del hombre
espiritual ha permanecido hasta ahora en estado de teoría, se debe a que
faltaban los medios de observación directa, que sí estaban disponibles para
comprobar el estado del mundo material, de modo que el campo permaneció abierto
a las especulaciones del espíritu humano. Mientras el hombre no conoció las
leyes que rigen la materia ni pudo aplicar el método experimental, pasó de
sistema en sistema en lo relativo al mecanismo del universo y a la formación de
la Tierra. Lo que ocurrió en el orden físico ocurrió también en el orden moral.
Para fijar las ideas faltó el elemento esencial: el conocimiento de las leyes
que rigen el principio espiritual. Ese conocimiento estaba reservado a nuestra
época, como el de las leyes de la materia fue obra de los dos últimos siglos.
Hasta el presente, el estudio del
principio espiritual, comprendido dentro de la metafísica, fue puramente
especulativo y teórico. En el espiritismo es absolutamente experimental. Con la
ayuda de la facultad mediúmnica, actualmente más desarrollada y, sobre todo,
generalizada y mejor estudiada, el hombre se encontró en posesión de un nuevo
instrumento de observación. La mediumnidad ha sido para el mundo espiritual lo
que el telescopio representó para el mundo astral o el microscopio para el de
los seres infinitamente pequeños. Ha permitido que se explorasen, que se
estudiasen, por así decirlo, de visu (1),
las relaciones de aquel mundo con el mundo corporal; que en el hombre vivo se
diferenciase el ser inteligente del ser material, y que se los observara
actuando separadamente. Una vez establecidas las relaciones con los habitantes
del mundo espiritual, ha sido posible seguir al alma en su trayectoria
ascendente, en sus migraciones, en sus transformaciones. En síntesis, se pudo
estudiar el elemento espiritual. Eso era lo que les faltaba a los anteriores
investigadores de la génesis para que comprendieran y rectificaran sus errores.
(1)
Locución latina que significa
“por haberse visto”. (N. del T.)
Dado que se hallan en incesante
contacto, el mundo espiritual y el mundo material son solidarios entre sí, y
ambos tienen su parte activa en la génesis. Sin el conocimiento de las leyes
que rigen al primero, sería imposible elaborar una génesis completa, así como
un escultor está impedido de dar vida a una estatua. Sólo ahora, aunque ni la
ciencia material ni la ciencia espiritual hayan pronunciado la última palabra,
el hombre posee los dos elementos adecuados para arrojar luz sobre este
inconmensurable problema. Le resultaban absolutamente necesarias esas dos
claves para llegar a una solución, al menos aproximada. En cuanto a la solución
definitiva, quizás nunca sea dado al hombre encontrarla en la Tierra, porque
hay cosas que son secretos de Dios.
El evangelio según el
espiritismo de Allan Kardec
CAPÍTULO I
Alianza de la ciencia con la
religión
La ciencia y la religión son las
dos palancas de la inteligencia humana. Una revela las leyes del mundo material;
la otra, las leyes del mundo moral. Con todo, dado que ambas tienen el mismo
principio, que es Dios, no pueden contradecirse. Si una fuera la negación
de la otra, entonces necesariamente una estaría equivocada y la otra tendría razón,
porque no es posible que Dios quiera destruir su propia obra. La
incompatibilidad que se ha creído ver entre esos dos órdenes de ideas se debe a
una falta de observación y al sobrado exclusivismo de una y otra parte. De ahí
el conflicto del que han nacido la incredulidad y la intolerancia.
Han llegado los tiempos en que
las enseñanzas de Cristo deben recibir su complemento; en que el velo arrojado a
propósito sobre algunas partes de esa enseñanza debe ser levantado. Han llegado
los tiempos en que la ciencia deje de ser exclusivamente materialista y tome en
cuenta el elemento espiritual; en que la religión deje de ignorar las leyes
orgánicas e inmutables de la materia, y en que ambas fuerzas, apoyadas la una
en la otra y avanzando en armonía, se presten mutuo apoyo.
La ciencia y la religión no han
podido ponerse de acuerdo hasta hoy porque, como cada una miraba las cosas
desde su exclusivo punto de vista, se rechazaban mutuamente. Faltaba algo que
llenara el vacío que las separaba, un lazo de unión que las aproximara. Ese
lazo de unión está en el conocimiento de las leyes que rigen el mundo espiritual
y las relaciones de este con el mundo corporal, leyes tan inmutables como las
que regulan el movimiento de los astros y la existencia de los seres. Una vez
que esas relaciones fueron constatadas mediante la experiencia, se hizo una
nueva luz: la fe se dirigió a la razón, la razón no encontró nada ilógico en la
fe, y el materialismo fue derrotado. No obstante, en esto, como en todo, hay
personas que quedan rezagadas, hasta que las arrastra el movimiento general,
que las aplastaría si quisieran resistirse en vez de acompañarlo. En este
momento se produce una verdadera revolución moral, que incide sobre los
espíritus. Después de haberse preparado durante más de dieciocho siglos,
alcanza su plena realización, y señalará una nueva era para la humanidad. Las
consecuencias de esa revolución son fáciles de prever: habrá de introducir
inevitables modificaciones en las relaciones sociales. Nadie tendrá fuerzas
para oponerse a ellas, porque forman parte de los designios divinos y son la consecuencia
de la ley del progreso, que es una ley de Dios.
El libro de los espíritus
de Allan Kardec
Libro primero – Capítulo II
Conocimiento del principio de
las cosas
17. ¿Es dado al hombre conocer el
principio de las cosas?
“No, Dios no permite que
todo sea revelado al hombre en la Tierra.”
18. El hombre, ¿penetrará algún
día el misterio de las cosas ocultas?
“El velo se levanta ante él
a medida que se purifica. No obstante, para comprender ciertas cosas necesita facultades
que no posee aún.”
19. ¿No puede el hombre, por
medio de las investigaciones de la ciencia, penetrar algunos de los secretos de
la naturaleza?
“La ciencia ha sido dada al
hombre para su adelanto en todas las cosas, pero él no puede sobrepasar los límites
que Dios ha fijado.”
Cuanto más es dado al hombre
penetrar en esos misterios, tanto mayor debe ser su admiración por el poder y
la sabiduría del Creador. Sin embargo, ya sea por orgullo o por debilidad, su
propia inteligencia suele hacerlo juguete de la ilusión. Amontona sistema sobre
sistema y cada día que pasa le muestra cuántos errores ha tomado por verdades y
cuántas verdades ha rechazado como errores. Esas son otras tantas decepciones
para su orgullo.
20. Fuera de las investigaciones
de la ciencia, ¿es dado al hombre recibir comunicaciones de un orden más elevado
sobre lo que escapa al testimonio de sus sentidos?
“Sí, si Dios lo juzga útil
puede revelar lo que la ciencia no llega a conocer.”
Por medio de estas
comunicaciones el hombre adquiere, dentro de ciertos límites, el conocimiento
de su pasado y de su destino futuro.
AMOR, CARIDAD y TRABAJO