DESTRUCCIÓN MUTUA DE LOS SERES VIVOS
El libro La Génesis
de Allan Kardec
Capítulo III – El bien y el mal
Destrucción mutua de los seres vivos
La destrucción recíproca de los seres vivos es una de las leyes de la
naturaleza que, a primera vista, no parece concordar demasiado con la bondad de
Dios. Uno se pregunta por qué Dios les impuso la necesidad de que se destruyan
mutuamente para alimentarse unos a costa de otros.
En efecto, para quien sólo ve la materia, y restringe su visión a la
vida presente, aquello parece una imperfección en la obra divina. De ahí, los
incrédulos concluyen que Dios no es perfecto y que, por esa razón, Dios no
existe. Eso se debe a que juzgan la perfección de Dios desde su punto de vista;
miden la sabiduría divina de acuerdo con el propio juicio que se forman de
ella, y suponen que Dios no podría hacer las cosas mejor de lo que ellos mismos
las harían. Como la limitada visión de que disponen no les permite apreciar el
conjunto, no comprenden que un bien real pueda provenir de un mal aparente.
Sólo el conocimiento del principio espiritual, considerado en su verdadera
esencia, así como el de la gran ley de unidad que constituye la armonía de la
Creación, pueden otorgarle al hombre la clave de ese misterio, para mostrarle
la sabiduría providencial y la armonía precisamente allí donde sólo ve una
anomalía y una contradicción. Sucede con esta verdad lo mismo que con tantas
otras: el hombre solamente está apto para sondear ciertas profundidades cuando
su Espíritu ha alcanzado un grado suficiente de madurez.
La verdadera vida, tanto del animal como del hombre, no reside en la
envoltura corporal, del mismo modo que no está en la vestimenta. Reside en el
principio inteligente que preexiste y sobrevive al cuerpo. Ese principio
necesita del cuerpo para desarrollarse a través del trabajo que le corresponde
realizar sobre la materia bruta. El cuerpo se consume en ese trabajo, pero el
Espíritu no se gasta; por el contrario, sale del cuerpo cada vez más fuerte,
más lúcido y con mayor aptitud. ¡Qué importa, entonces, que el Espíritu cambie más
o menos frecuentemente de envoltura! No por eso deja de ser Espíritu. Es
exactamente como si un hombre cambiase de ropa cien veces en el año: no por eso
dejaría de ser hombre.
Mediante el espectáculo incesante de la destrucción, Dios enseña a los
hombres el poco caso que deben hacer de la envoltura material, y suscita en
ellos la idea de la vida espiritual, haciendo que la deseen como una
compensación.
Se alegará: ¿no podía Dios llegar al mismo resultado por otros medios,
sin obligar a los seres vivos a que se destruyan mutuamente? ¡Muy intrépido
sería quien pretendiera comprender los designios de Dios! Si en su obra todo es
sabiduría, debemos suponer que esa sabiduría no existirá más en un punto que en
otro; si no lo comprendemos así, debemos atribuirlo a nuestro escaso adelanto. Sin
embargo, podemos intentar la investigación de la causa por la cual nos parece
defectuoso, tomando como orientador este principio: Dios debe ser infinitamente
justo y sabio. Por lo tanto, busquemos en todo su justicia y su sabiduría,
e inclinémonos ante aquello que supere nuestro entendimiento.
Una primera utilidad que se presenta de esa destrucción, utilidad
puramente física, por cierto, es la siguiente: los cuerpos orgánicos sólo se
conservan con el auxilio de las materias orgánicas, pues sólo ellas contienen
los elementos nutritivos necesarios para su transformación. Como los cuerpos,
instrumentos de acción del principio inteligente, necesitan ser renovados
constantemente, la Providencia hace que sirvan para su mutuo mantenimiento. Es por
eso que los seres se nutren unos de otros. Por lo tanto, es el cuerpo el que se
alimenta del cuerpo, sin que el Espíritu se aniquile o altere. Sólo queda despojado
de su envoltura.
Existen también consideraciones morales de un orden más elevado.
La lucha es necesaria para el desarrollo del Espíritu. En la lucha ejercita
sus facultades. El que ataca en busca del alimento, y el que se defiende para
conservar la vida, emplean la astucia y la inteligencia, incrementando de ese
modo sus fuerzas intelectuales. Uno de los dos sucumbe; pero ¿qué fue lo que,
en realidad, el más fuerte o el más hábil le quitó al más débil? La vestimenta
de carne, nada más. El Espíritu, que no ha muerto, tomará otro cuerpo más adelante.
En los seres inferiores de la Creación, en aquellos a los que les falta
el sentido moral, en los cuales la inteligencia todavía no ha sustituido al
instinto, la lucha no puede tener por objetivo más que la satisfacción de una
necesidad material. Ahora bien, una de las necesidades materiales más imperiosa
es la de la alimentación. Ellos, pues, luchan únicamente para vivir, es decir,
para obtener o defender una presa, ya que no podría impulsarlos un motivo más elevado.
En ese primer período, el alma se elabora y se prepara para la vida. Cuando el
alma alcanza el grado de madurez necesario para su transformación, recibe de
Dios nuevas facultades: el libre albedrío y el sentido moral -la chispa divina,
en una palabra-, que imprimen un nuevo curso a sus ideas, y la dotan de nuevas aptitudes
y percepciones.
Con todo, las nuevas facultades morales de que el alma está dotada,
solo se desarrollan gradualmente, porque nada es brusco en la naturaleza. Hay
un período de transición en el que el hombre apenas se diferencia de los
irracionales. En las primeras edades domina el instinto animal, y el motivo de
la lucha sigue siendo la satisfacción de las necesidades materiales. Más tarde,
el instinto animal y el sentimiento moral se equilibran. Entonces, el hombre lucha,
ya no para alimentarse, sino para satisfacer su ambición, su orgullo y la
necesidad de dominar. Para eso, todavía necesita destruir. Sin embargo, a
medida que el sentido moral obtiene preponderancia, se desarrolla la
sensibilidad, y la necesidad de destrucción disminuye hasta que acaba por
desaparecer, porque se vuelve detestable: el hombre tiene horror a la sangre.
Con todo, la lucha siempre es necesaria para el desarrollo del Espíritu,
pues incluso una vez que ha llegado a ese punto que nos parece culminante,
todavía está lejos de ser perfecto. Sólo a costa de su actividad conquista
conocimientos, experiencia, y se despoja de los últimos vestigios de la
animalidad. No obstante, en esas circunstancias, la lucha, que antes era
sangrienta y brutal, se vuelve puramente intelectual. El hombre lucha contra
las dificultades, ya no contra sus semejantes (1).
(1).
Esta cuestión se vincula con la de las relaciones entre la animalidad y la
humanidad. Apenas quisimos demostrar, mediante esta explicación, que la
destrucción mutua de los seres vivos en nada invalida la sabiduría divina, y
que todo se encadena en las leyes de la naturaleza. Esa concatenación se
quiebra necesariamente si se prescinde del principio espiritual. Muchas
cuestiones permanecen insolubles porque se toma en cuenta solamente la materia.
(N. de Allan Kardec.)