DIOS, nuestro Padre,
JESÚS el CRISTO, nuestro hermano y maestro y el
ESPÍRITU SANTO o ESPÍRITU de VERDAD:
el Consolador prometido,
según la Doctrina Espírita.
Dios y el infinito
¿Qué es Dios?
- Dios es la inteligencia suprema, causa primera de todas las cosas.
¿Qué se debe entender por infinito?
- Lo que no tiene principio ni fin: lo desconocido. Todo lo que sea desconocido es infinito.
¿Se podría decir que Dios es lo infinito?
- Definición incompleta. Pobreza del lenguaje de los hombres, que es insuficiente para definir las cosas que se hallan por encima de su inteligencia.
Dios es infinito en sus perfecciones, pero lo infinito constituye una abstracción. Decir que Dios sea lo infinito es como tomar el atributo de una cosa por la cosa misma, es decir, definir algo que no es conocido por otra cosa que tampoco lo es.
Pruebas de la existencia de Dios
¿Dónde podemos hallar la prueba de la existencia de Dios?
- En un axioma que aplicáis a vuestras ciencias: no hay efecto sin causa. Buscad la causa de todo lo que no sea obra del hombre y vuestra razón os responderá.
Para creer en Dios basta con echar una ojeada a las obras de la Creación. El Universo existe. Tiene, pues, una causa. Dudar de la existencia de Dios equivaldría a negar que todo efecto tiene una causa y afirmar que la nada ha podido hacer algo.
¿Qué consecuencia se puede sacar del sentimiento intuitivo de la existencia de Dios, que todos los hombres llevan en sí?
- Que Dios existe. Porque ¿de dónde le vendría ese sentimiento si en nada se basara? Es una consecuencia más del principio de que no hay efecto sin causa.
El sentimiento íntimo que tenemos en nosotros de la existencia de Dios, ¿no sería un resultado de la educación y un producto de las ideas adquiridas?
- Si así fuese, ¿por qué vuestros salvajes(1) poseen también ese sentimiento?
(1) “Salvajes” era el término por excelencia que en el siglo XIX y principios del XX se empleaba en antropología para designar a lo que hoy podríamos llamar aborígenes. Por tanto, no conlleva ninguna connotación peyorativa, simplemente respetamos la palabra original. [N. del copista.]
Si ese sentimiento de la existencia de un Ser Supremo sólo fuera producto de una enseñanza no sería universal y - como las nociones científicas - no existiría sino en aquellos que hubieran podido recibir esa enseñanza.
¿Podríamos hallar la causa primera de la formación de las cosas en las propiedades íntimas de la materia?
- Pero entonces, ¿cuál sería la causa de esas propiedades? Se requiere siempre una causa primera.
Atribuir la formación primera de las cosas a las propiedades íntimas de la materia sería tomar el efecto por la causa, por cuanto dichas propiedades son, en sí mismas, un efecto que debe tener su causa.
¿Qué pensar de la opinión que atribuye la formación primera a una combinación fortuita de la materia, dicho de otro modo, al azar?
- ¡Otro absurdo! ¿Qué hombre de buen sentido puede considerar al azar como un ser inteligente? Por otra parte, ¿qué es el azar? Nada.
La armonía que rige las fuerzas del Universo muestra combinaciones y miras determinadas y, por lo mismo, revela un poder inteligente. Atribuir la formación primero al azar sería una falta de sentido, por cuanto la casualidad es ciega y no puede producir los efectos de la inteligencia. Un azar inteligente dejaría de ser tal.
¿En qué se conoce, en la causa primera, una inteligencia suprema, superior a todas las demás?
- Tenéis un proverbio que expresa: “Por la obra se conoce a su autor”. Y bien, mirad la obra y buscad al autor. El orgullo es el que engendra la incredulidad. El hombre orgulloso no quiere nada que esté por sobre él, de ahí que se llame “espíritu fuerte”. ¡Pobre ser a quien puede abatir un soplo de Dios!
El poder de una inteligencia se juzga por sus obras. Puesto que ningún ser humano puede crear lo que la Naturaleza produce, la causa primera es, por tanto, una inteligencia superior a la humanidad.
Sean cuales fueren los prodigios efectuados por la inteligencia del hombre, tiene ella también una causa, y cuanto más grande sea lo que realiza, tanto más grande será la causa primera. Esta es aquella Inteligencia que constituye la causa primera de todas las cosas, no importa el nombre con el cual la designemos.
Un reloj se mueve con automática regularidad, y en esa regularidad reside su mérito. La fuerza que lo hace mover es absolutamente material y nada tiene de inteligente. Pero ¿qué sería ese reloj, si una inteligencia no hubiese combinado, calculado, distribuido el empleo de aquella fuerza para hacerlo andar con precisión? Por el hecho de que la inteligencia no resida en el mecanismo del reloj, y además por la circunstancia de que nadie la vea, ¿sería racional que se concluyera que esa inteligencia no existe? No, pues podemos apreciarla por sus efectos.
Ocurre lo mismo con el mecanismo del universo: Dios no se muestra, pero prueba su existencia a través de sus obras.
Conocemos los efectos de la electricidad, del calor, de la luz, de la gravitación; los calculamos y, con todo, ignoramos la naturaleza íntima del principio que los produce. ¿Será, pues, más racional que neguemos el principio divino, simplemente porque no lo comprendemos?
Atributos de la Divinidad
¿Puede el hombre comprender la naturaleza íntima de Dios?
- No. Le falta un sentido para ello.
¿Será dado al hombre, algún día, comprender el misterio de la Divinidad?
- Cuando su Espíritu no se halle ya oscurecido por la materia y por su perfección se haya acercado a Ella, entonces la verá y comprenderá.
La inferioridad de las facultades del hombre no le permite comprender la íntima naturaleza de Dios. En la infancia de la humanidad, el hombre lo confunde a menudo con la criatura, cuyas imperfecciones le atribuye. Pero, conforme el sentido moral se va desarrollando en él, su pensamiento penetra mejor en el fondo de las cosas y se forma acerca de Dios una idea más justa y más de acuerdo con la sana razón, si bien siempre incompleta.
Si no nos es posible comprender la naturaleza íntima de Dios, ¿podemos tener una idea de algunas de sus perfecciones?
- De algunas, sí. El hombre va comprendiéndolas mejor a medida que se eleva sobre la materia, ya las entrevé mediante el pensamiento.
Cuando decimos que Dios es eterno e infinito, inmutable e inmaterial, único y todopoderoso, soberanamente justo y bueno, ¿no tenemos una idea completa de sus atributos?
- Desde vuestro punto de vista, sí, porque vosotros creéis abarcarlo todo. Pero sabed que hay cosas por encima de la inteligencia del más inteligente de los hombres, y para esas cosas vuestro lenguaje, que se limita a vuestras ideas y sensaciones, no posee expresiones. La razón os dice, en efecto, que Dios debe poseer esas perfecciones en el grado supremo, porque si careciera de una sola de ellas, o bien no la poseyese en grado infinito, no sería superior a todo y, en consecuencia, tampoco habría de ser Dios. Para estar por encima de la totalidad de las cosas, Dios no debe sufrir ninguna vicisitud y no ha de tener ninguna de las imperfecciones que la imaginación puede concebir.
Dios es eterno: Si hubiera tenido principio, habría surgido de la nada, o bien hubiera sido creado por un ser anterior a Él. Así, poco a poco, nos remontamos hasta lo infinito y la eternidad.
Es inmutable: Si Él se hallara sujeto a mudanzas, las leyes que rigen el Universo no poseerían ninguna estabilidad.
Es inmaterial: Vale decir, que su naturaleza difiere de todo lo que llamamos materia. De lo contrario no sería inmutable, debido a que se encontraría sujeto a las transformaciones de la materia.
Es único: Si hubiera varios dioses, no existiría ni unidad de propósitos ni unidad de poder en la ordenación del Universo.
Es todopoderoso: Porque es único. Si no poseyera el soberano poder habría algo más poderoso que Él o tan poderoso como Él. No hubiera creado la totalidad de las cosas, y aquellas que Él no hubiese hecho serían obras de otro dios.
Es soberanamente justo y bueno: La providencial sabiduría de las leyes divinas se pone de relieve así en las cosas más pequeñas como en las más grandes, y esa sabiduría no permite dudar ni de su justicia ni de su bondad.
La visión de Dios
El Espíritu se purifica con el correr del tiempo, y las diferentes encarnaciones son alambiques en cuyo fondo deja, cada vez, algunas impurezas. Al abandonar su envoltura corporal, los Espíritus no se despojan instantáneamente de sus imperfecciones, razón por la cual, después de la muerte, no ven a Dios más de lo que lo veían cuando estaban vivos. No obstante, a medida que se purifican, tienen de Él una intuición más clara. Aunque no lo vean, lo comprenden mejor, pues la luz es menos difusa. Así pues, cuando algunos Espíritus manifiestan que Dios les prohíbe que respondan una pregunta, no significa que Dios se les haya aparecido o les haya dirigido la palabra para ordenarles o prohibirles tal o cual cosa. Por supuesto que no. Pero ellos lo sienten, reciben los efluvios de su pensamiento, del mismo modo que ocurre con nosotros en relación con los Espíritus que nos envuelven en sus fluidos, aunque no los veamos.
Ningún hombre puede, por consiguiente, ver a Dios con los ojos de la carne. Si esa gracia les fuera concedida a algunos, sólo se realizaría en estado de éxtasis, cuando el alma está tan desprendida de los lazos de la materia que hace que ese hecho sea posible durante la encarnación. Por otra parte, ese privilegio correspondería exclusivamente a las almas selectas, que han encarnado en cumplimiento de alguna misión, y no a las que han encarnado para expiar. Con todo, como los Espíritus de la categoría más elevada resplandecen con un brillo deslumbrante, puede suceder que los Espíritus menos elevados, encarnados o desencarnados, maravillados con el esplendor que rodea a aquellos, supongan que ven al propio Dios. Sería como quien ve a un ministro y lo confunde con el soberano.
¿Con qué apariencia se presenta Dios a quienes se hacen dignos de verlo? ¿Será con alguna forma en particular? ¿Con una figura humana o como un resplandeciente foco de luz? En el lenguaje humano no se lo puede describir, porque no existe para nosotros ningún punto de comparación que nos pueda dar una idea de Él. Somos como ciegos de nacimiento a quienes se intentará inútilmente hacer que comprendamos el brillo del sol. Nuestro vocabulario está limitado a nuestras necesidades y al círculo de nuestras ideas; el de los salvajes no serviría para describir las maravillas de la civilización; el de los pueblos más civilizados es demasiado pobre para describir los esplendores de los cielos, y nuestra inteligencia es muy limitada para comprenderlos, así como nuestra vista, excesivamente débil, quedaría deslumbrada.
Jesús el Cristo, guía y modelo de la humanidad terrestre, nuestro hermano y maestro
¿Cuál es el tipo más perfecto que Dios ha ofrecido al hombre, para que le sirviese de guía y modelo?
«Contemplad a Jesús».
Jesús, manifestado entre nosotros en la categoría de misionero de Dios, el Cristo o Mesías Divino, es el guía y modelo de la humanidad terrestre.
Jesús es para el hombre el prototipo de la perfección moral a que puede aspirar la Humanidad en la Tierra. Dios nos lo ofrece como el modelo más perfecto y la doctrina que enseñó es la más pura expresión de su ley, porque estaba animado del espíritu divino y es el ser más puro que ha venido a la Tierra.
Si algunos de los que han pretendido instruir al hombre en la ley de Dios lo han extraviado a veces con principios falsos, es porque ellos mismos se han dejado dominar por sentimientos demasiado terrestres, y por haber confundido las leyes que rigen las condiciones de la vida del alma con las que rigen la vida del cuerpo. Muchos han dado como leyes divinas las que sólo eran leyes humanas, creadas para servir a las pasiones y dominar a los hombres.
Es de fundamental importancia para todos nosotros, los cristianos, adquirir un mayor conocimiento respecto al gobernador espiritual de la Tierra, a fin de que se pueda comprender, en espíritu y verdad, su glorioso mensaje de amor. El primer paso es liberarnos de ciertas figuras teológicas, impuestas por interpretaciones equivocadas, entre las cuales destacamos la que tal vez sea la más grave: la de que Jesús sería el mismo Dios.
Se trata de una interpretación que no tiene ninguna base en el Evangelio, que fue impuesta por decisión de un concilio de la Iglesia Católica, el Cuarto Concilio de Letrán (o 12º Concilio Ecuménico de la Iglesia), realizado en Roma, en la iglesia San Juan de Letrán, en 1215. Por medio de proclamaciones de este concilio se declaró que Dios está consustanciado en tres personas, expresiones o hipóstasis: el Padre, el Hijo (Jesucristo) y el Espíritu Santo, es decir, el Creador Supremo no es uno, sino un Dios formado por tres personas. Según este concilio, las tres personas que integran la Divinidad son distintas, pero compuestas de una misma sustancia, esencia o naturaleza.
El simple hecho de personificar a Dios ya revela un entendimiento tergiversado y antropomórfico, porque Dios sería visto como un hombre en tamaño mayor. Pero suponiendo que se subdivide en tres personas, siendo que una de ellas sería el propio Cristo, escapa al análisis más banal. De ahí la sabiduría de Allan Kardec al preguntar a los Espíritus en la primera pregunta de El libro de los espíritus: ¿Qué es Dios? Para esta sabia indagación no faltó una respuesta a la altura: “Dios es la inteligencia suprema, causa primera de todas las cosas”.
Los concilios ecuménicos idealizados y convocados por la Iglesia Católica Apostólica Romana a lo largo de los siglos le dieron prioridad a la consolidación de la monarquía papal, por la edición de sucesivas normas teológicas y acciones que le convenían a la política de la Iglesia. Este hecho apartó a la Iglesia del cumplimiento de la misión espiritual que le correspondía por la vivencia del Evangelio de Jesús. Salvo honradas excepciones, practicadas por algunos componentes de la religión católica y del protestantismo, la Historia registra graves equivocaciones cometidas, muchas de las cuales, pautadas por el derramamiento de sangre y persecuciones a individuos y pueblos, y que hoy son catalogados como crímenes contra la Humanidad.
Como consecuencia, la construcción de la mentalidad cristiana sufrió un serio perjuicio ante la imposición de dogmas, rituales y manifestaciones de culto externo, y dejó en un lugar secundario el esfuerzo de mejora moral enseñado por Cristo, aunque, enfatizamos, en todas las épocas de la Humanidad haya sido amparada por valerosos cristianos renacidos con la misión de restaurar el Evangelio de Jesús. Un notable ejemplo fue Francisco de Asís (Giovanni di Pietro di Bernardone, nacido en Asís, Italia, el 5 de julio de 1182 y fallecido el 3 de octubre de 1226, también en Asís) el cual, según Dante Alighieri (Florencia, 21/05/1265 – Ravena, 13 o 14/09/1321), fue “una luz que brilló sobre el mundo.”
Sin embargo, a pesar del carácter renovador del mensaje cristiano, Jesús no vino a destruir la Ley; es decir, le Ley de Dios; vino a darle cumplimiento, esto es, a desarrollarla, a darle su verdadero sentido y apropiarla al grado de adelanto de los hombres; por eso se encuentra en esa ley el principio de los deberes para con Dios y el prójimo, que constituyen la base de su doctrina. (...) Combatió constantemente el abuso de las prácticas exteriores y las falsas interpretaciones y no podía hacerlas sufrir una reforma más radical que reduciéndolas a estas palabras: “Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo”, y diciendo: Ahí está toda la ley y los profetas.
El Espíritu Santo o Espíritu de Verdad: el Consolador prometido
Si nos preguntamos: ¿por qué estudiar el Evangelio según las orientaciones espiritas? La respuesta directa es bien sencilla: porque somos espíritas. Debemos respetar otras interpretaciones preconizadas por las diferentes escuelas, pero en la casa espírita se estudia el Espiritismo. Y, como espíritas, sabemos que la Doctrina Espírita atiende a la promesa de Cristo, registrada por el apóstol y evangelista Juan en dos momentos:
“Si me amáis, guardaréis mis mandamientos, y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito(2), para que esté siempre con vosotros: el Espíritu de Verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce” (Juan, 14:15 a 17).
(2) Del
griego, Parakletos = el mediador, el defensor, el consolador; aquel que está al lado; que
intercede.
“Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Juan, 14:26).
La promesa de Cristo está confirmada por el advenimiento de la Doctrina Espírita, señala Allan Kardec en El evangelio según el espiritismo:
Jesús promete otro Consolador: El Espíritu de Verdad, que el mundo aún no conoce, por no estar maduro para comprenderlo. Consolador que el Padre enviará para enseñar todas las cosas y para recordar lo que Cristo había dicho. Si, por tanto, el Espíritu de Verdad debía venir más tarde para enseñar todas las cosas, es que Cristo no lo dijo todo; si él viene a recordar lo que Cristo dijo, es que su enseñanza fue olvidada y mal comprendida.
Kardec añade también:
El Espiritismo viene en el tiempo señalado a cumplir la promesa de Cristo: el Espíritu de Verdad preside su institución, llama a los hombres a la observancia de la Ley y enseña todas las cosas haciendo que se comprenda lo que Cristo dijo por parábolas [...]. De este modo, el Espiritismo realiza lo que Jesús dijo del Consolador prometido: conocimiento de las cosas, haciendo que el hombre sepa de dónde viene, adónde va y por qué está en la Tierra. Es un llamamiento a los verdaderos principios de la ley de Dios y un consuelo por la fe y por la esperanza.
El Espiritismo es la continuación lógica de la enseñanza moral dada por Jesús, puesto que es el Paráclito (Consolador) o Espíritu de Verdad que nos prometió, y que viene a esclarecer aquello que no fue bien comprendido y a restituir el sentido original de sus enseñanzas; por esto es cristiana su moral, con pleno sentido universal.
Bibliografía:
El libro de los espíritus de Allan kardec
La Génesis de Allan Kardec
El Evangelio redivivo de la F.E.B.
AMOR, CARIDAD y TRABAJO
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