Páginas

Génesis espiritual

 




GÉNESIS ESPIRITUAL





La Génesis de Allan kardec

Principio espiritual
La existencia del principio espiritual es un hecho que, por decirlo así, no necesita más demostración que el de la existencia del principio material. Es, en cierta forma, una verdad axiomática (evidente): se confirma por sus efectos, como la materia por los que le son propios.

El principio espiritual es el corolario (deducción…) de la existencia de Dios. Sin ese principio, Dios no tendría razón de ser, puesto que no se podría concebir que la soberana inteligencia reinara durante toda la eternidad únicamente sobre la materia bruta. Puesto que no se puede admitir a Dios sin los atributos esenciales de la Divinidad: la justicia y la bondad, esas cualidades serían inútiles si Él sólo pudiera ejercitarlas sobre la materia.

Por otro lado, no se podría concebir un Dios soberanamente justo y bueno, que creara seres inteligentes y sensibles, para arrojarlos a la nada luego de algunos días de padecimientos sin compensaciones, y que se recreara en esa sucesión indefinida de seres que nacen sin haberlo pedido, pensando por un instante apenas para que sólo conozcan el dolor y se extingan definitivamente después de una efímera existencia.

Sin la supervivencia del ser pensante los padecimientos de la vida serían, de parte de Dios, una crueldad sin objetivo. Por ese motivo, el materialismo y el ateísmo son consecuencia uno del otro: al negar la causa, no se puede admitir el efecto; al negar el efecto, no se puede admitir la causa. El materialismo es, pues, coherente consigo mismo, aunque no lo sea con la razón.

La idea de la perpetuidad del ser espiritual es innata en el hombre; se encuentra en él en estado de intuición y de anhelo. El hombre comprende que solamente ahí reside la compensación de las miserias de la vida. Esa es la causa por la que siempre ha habido y habrá cada vez más espiritualistas que materialistas, y más deístas que ateos.

A la idea intuitiva y al poder del razonamiento, el espiritismo agrega la sanción de los hechos, la prueba material de la existencia del ser espiritual, de su supervivencia, de su inmortalidad y de su individualidad. Específica y define lo que aquella idea tenía de vago y abstracto. Muestra que el ser inteligente actúa fuera de la materia, tanto después como durante la vida del cuerpo.

El principio espiritual y el principio vital, ¿son una sola y la misma cosa?

A partir, como siempre, de la observación de los hechos, diremos que, si el principio vital fuese inseparable del principio inteligente, habría alguna razón para confundirlos. Sin embargo, dado que vemos seres que viven y no piensan, como las plantas; cuerpos humanos que continúan animados por la vida orgánica cuando ya no existe ninguna manifestación del pensamiento; que en el ser vivo se producen movimientos vitales independientes de la acción de la voluntad; que durante el sueño la vida orgánica permanece en plena actividad, mientras que la vida intelectual no se manifiesta por ningún signo exterior, cabe admitir que la vida orgánica reside en un principio inherente a la materia, independiente de la vida espiritual, que es propia del Espíritu. Ahora bien, visto que la materia tiene una vitalidad independiente del Espíritu, y que el Espíritu tiene una vitalidad independiente de la materia, resulta evidente que esa doble vitalidad reposa sobre dos principios diferentes. 

El principio espiritual, ¿tendrá origen en el elemento cósmico universal? ¿Será sólo una transformación, un modo de existencia de ese elemento, como la luz, la electricidad, el calor, etc.?

Si fuese así, el principio espiritual sufriría las vicisitudes de la materia; se extinguiría por la desagregación, como el principio vital; el ser inteligente no tendría más que una existencia momentánea, como la del cuerpo, y al morir volvería a la nada o, lo que sería lo mismo, al todo universal. Estaríamos, en una palabra, ante la confirmación de las doctrinas materialistas.

Las propiedades sui generis (singulares) que se le reconocen al principio espiritual prueban que este tiene existencia propia, independiente, puesto que, si su origen estuviese en la materia, le faltarían esas propiedades. Dado que la inteligencia y el pensamiento no pueden ser atributos de la materia, si nos remontamos de los efectos a la causa, se llega a la conclusión de que el elemento material y el elemento espiritual son dos principios constitutivos del universo. El elemento espiritual individualizado constituye los seres llamados Espíritus, como el elemento material individualizado constituye los diferentes cuerpos de la naturaleza, orgánicos e inorgánicos.

Admitido el ser espiritual, como este no puede proceder de la materia, ¿cuál es su origen, su punto de partida? 

Para responder, no disponemos en absoluto de los medios de investigación, como sucede con todo lo relativo al principio de las cosas. El hombre sólo puede comprobar lo que existe; acerca de todo lo demás, no le cabe otra cosa que enunciar hipótesis. Y ya sea porque ese conocimiento esté fuera del alcance de su inteligencia actual, o porque en este momento pueda resultarle inútil o perjudicial, Dios no se lo concede siquiera mediante la revelación.

Lo que Dios permite que sus mensajeros le digan y lo que, por otra parte, el hombre puede deducir por sí mismo a partir del principio de la soberana justicia, que es uno de los atributos esenciales de la Divinidad, es que todos los seres espirituales tienen el mismo punto de partida: todos son creados simples e ignorantes, con idéntica aptitud para progresar mediante su actividad individual; todos alcanzarán el grado de perfección compatible con los esfuerzos personales de la criatura; todos, porque son hijos del mismo Padre, son objeto de igual solicitud: no existe ninguno más favorecido o mejor dotado que los otros, ni dispensado del trabajo impuesto a los demás para que alcancen la meta.

Al mismo tiempo que creó, desde siempre, mundos materiales, Dios también ha creado seres espirituales desde toda la eternidad. Si no fuese así, los mundos materiales no tendrían ningún sentido. Sería mucho más fácil concebir los seres espirituales sin los mundos materiales, que estos últimos sin aquellos. Los mundos materiales debían proporcionar a los seres espirituales elementos de actividad para el desarrollo de su inteligencia.

El progreso es la condición normal de los seres espirituales, y la perfección relativa es la meta que deben alcanzar. Ahora bien, como Dios ha creado desde toda la eternidad, y crea sin cesar, también desde toda la eternidad han existido seres que alcanzaron el punto culminante de la escala.

Antes de que la Tierra existiese, mundos incontables habían sucedido a otros mundos, y cuando la Tierra salió del caos de los elementos, el espacio ya estaba poblado de seres espirituales en todos los grados de adelanto, desde los que surgían a la vida hasta los que, desde toda la eternidad, habían tomado un lugar entre los Espíritus puros, vulgarmente denominados ángeles. 


Unión del principio espiritual con la materia
Puesto que la materia debía ser el objeto del trabajo del Espíritu para el desarrollo de sus facultades, era necesario que este pudiese actuar sobre ella, razón por la cual tuvo que habitar en ella. Como la materia debía ser al mismo tiempo el objetivo y el instrumento del trabajo, Dios, en vez de unir el Espíritu a la piedra rígida, creó, para su uso, cuerpos organizados, flexibles y capaces de recibir todos los impulsos de su voluntad, así como también de prestarse a todos sus movimientos.

Por lo tanto, el cuerpo es al mismo tiempo la envoltura y el instrumento del Espíritu. A medida que este adquiere nuevas aptitudes, se reviste con una envoltura apropiada al nuevo tipo de trabajo que le corresponde realizar, tal como se hace con el operario a quien se le confía una herramienta menos sencilla a medida que demuestra su capacidad para realizar una tarea más delicada.

Para ser más exactos, es necesario expresar que el Espíritu mismo es el que modela su envoltura y la adecua a sus nuevas necesidades; perfecciona, desarrolla y completa su organismo a medida que experimenta la necesidad de poner de manifiesto nuevas facultades; en una palabra, lo adapta de acuerdo con su inteligencia. Dios le proporciona los materiales, y a él le corresponde hacer uso de ellos. A eso se debe que las razas avanzadas tengan un organismo o, si se prefiere, herramientas más perfeccionadas que las de las razas primitivas. De ese modo también se explica la marca especial que el carácter del Espíritu imprime a los rasgos de la fisonomía y a las líneas del cuerpo.

Por ser exclusivamente material, el cuerpo sufre las vicisitudes de la materia. Después de funcionar durante algún tiempo, se desorganiza y se descompone. El principio vital, como ya no encuentra un elemento para su actividad, se extingue y el cuerpo muere. El Espíritu, para quien el cuerpo privado de vida se torna inútil, lo abandona, como se abandona una casa en ruinas o la ropa que no sirve.


Hipótesis sobre el origen del cuerpo humano
De la semejanza de formas exteriores que existe entre el cuerpo del hombre y el del mono, algunos fisiólogos arribaron a la conclusión de que el primero es apenas una transformación del segundo. Nada de eso es imposible y, de ser cierto, no hay razón para que la dignidad del hombre se vea afectada. Es muy probable que los cuerpos de los monos hayan servido de vestimenta a los primeros Espíritus humanos, necesariamente poco adelantados, que vinieron a encarnar en la Tierra, visto que esa vestimenta era más apropiada a sus necesidades y más adecuada al ejercicio de sus facultades que el cuerpo de cualquier otro animal. En vez de que se elaborase una envoltura especial para el Espíritu, este lo habría encontrado ya listo. Se vistió entonces con la piel del mono, sin que dejara de ser un Espíritu humano.

Queda perfectamente entendido que aquí sólo se trata de una hipótesis que de ninguna manera se enuncia como principio, sino que se presenta solamente para mostrar que el origen del cuerpo en nada perjudica al Espíritu, que es el ser principal, y que la semejanza del cuerpo del hombre con el del mono no implica paridad entre su Espíritu y el del mono.

Admitida esa hipótesis, se puede decir que, bajo la influencia y por efecto de la actividad intelectual de su nuevo habitante, la envoltura se modificó, se embelleció en los detalles y conservó la forma general del conjunto. Mejorados a través de la procreación, los cuerpos se reprodujeron en las mismas condiciones, como ocurre con los árboles injertados. Dieron origen a una especie nueva que poco a poco se apartó del tipo primitivo, a medida que el Espíritu progresaba. El Espíritu mono, que no fue aniquilado, continuó procreando para su uso cuerpos de mono, del mismo modo que el fruto del árbol silvestre reproduce árboles de esa especie, y el Espíritu humano procreó cuerpos de hombres, variantes del primer molde en el que él se instaló. El tronco se bifurcó y produjo un retoño, que a su vez se convirtió en tronco.


Encarnación de los Espíritus
El espiritismo nos enseña de qué manera se produce la unión del Espíritu con el cuerpo, en la encarnación. 

Por su esencia espiritual, el Espíritu es un ser indefinido, abstracto, que no puede ejercer una acción directa sobre la materia, sino que precisa un intermediario. Ese intermediario es la envoltura fluídica, que en cierto modo es parte integrante del Espíritu. Se trata de una envoltura semimaterial, es decir, que pertenece a la materia por su origen y a la espiritualidad por su naturaleza etérea. Como toda la materia, es extraída del fluido cósmico universal, el cual en esa circunstancia experimenta una modificación especial. Esa envoltura, denominada periespíritu, hace de un ser abstracto, el Espíritu, un ser concreto, definido, que puede ser aprehendido mediante el pensamiento. Lo vuelve apto para actuar sobre la materia tangible, conforme sucede con todos los fluidos imponderables, que son, como se sabe, los más poderosos motores.

El fluido periespiritual constituye, por consiguiente, el lazo de unión entre el Espíritu y la materia. Durante su unión con el cuerpo sirve de vehículo al pensamiento del Espíritu, para transmitir el movimiento a las diferentes partes del organismo, las cuales actúan por impulso de su voluntad, y para hacer que repercutan en el Espíritu las sensaciones producidas por los agentes exteriores. Los nervios son sus hilos conductores, como en el telégrafo el fluido eléctrico tiene como conductor al hilo metálico.

Cuando el Espíritu debe encarnar en un cuerpo humano en vías de formación, un lazo fluídico, que no es más que una expansión de su periespíritu, lo vincula al embrión hacia el cual se siente atraído por una fuerza irresistible desde el momento de la concepción. A medida que el embrión se desarrolla, el lazo se acorta. Bajo la influencia del principio vital material del embrión, el periespíritu, que posee ciertas propiedades de la materia, se une molécula a molécula al cuerpo que se forma. Por eso es posible decir que el Espíritu, por intermedio de su periespíritu, se enraíza en cierto modo en ese germen, como lo hace una planta en la tierra. Cuando el embrión llega a la plenitud de su desarrollo, la unión es completa, y entonces nace a la vida exterior.

Por un efecto contrario, esa unión del periespíritu y de la materia carnal, que se efectúa bajo la influencia del principio vital del embrión, cesa cuando ese principio deja de actuar, a consecuencia de la desorganización del cuerpo, que ocasiona la muerte. La unión, mantenida tan solo por una fuerza actuante, cesa en el momento en que esa fuerza deja de actuar. Entonces, el periespíritu se desprende molécula a molécula, del mismo modo que se había unido, y el Espíritu es devuelto a la libertad. Por lo tanto, no es la partida del Espíritu la que causa la muerte del cuerpo, sino que esta es la que causa la partida de aquel.

El espiritismo nos enseña, mediante los hechos cuya observación nos facilita, los fenómenos que acompañan a esa separación. Algunas veces esta es rápida, sencilla, delicada e indolora, mientras que en otras es muy lenta, laboriosa y terriblemente penosa, de conformidad con el estado moral del Espíritu, y puede durar meses enteros.

Desde que el Espíritu es atrapado a través del lazo fluídico que lo liga al embrión, la turbación se apodera de él. Esa turbación aumenta a medida que el lazo se ajusta, y en los últimos momentos el Espíritu pierde la conciencia de sí mismo, de modo que jamás es testigo consciente de su nacimiento. Cuando el niño respira, el Espíritu comienza a recobrar sus facultades, que se desarrollan a medida que se forman y consolidan los órganos que habrán de servirle para su manifestación. En esto también resplandece la sabiduría que preside todas las partes de la obra de la creación. Facultades demasiado activas consumirían y destrozarían órganos delicados y apenas en formación; por eso su energía es proporcional a la fuerza de resistencia de esos órganos.

Con todo, al mismo tiempo que el Espíritu recobra la conciencia de sí mismo, pierde el recuerdo de su pasado, aunque no pierde las facultades, las cualidades ni las aptitudes adquiridas con anterioridad, aptitudes que habían quedado transitoriamente en estado latente y que, al volver a la actividad, lo ayudarán a desenvolverse más y mejor que antes. Renace tal como había llegado a ser mediante su trabajo anterior; ese renacimiento constituye un nuevo punto de partida, un nuevo peldaño que subir. Incluso allí se manifiesta la bondad del Creador, dado que el recuerdo del pasado, con frecuencia penoso o humillante, sumado a la angustia de una nueva existencia, podría perturbarlo y crearle impedimentos. Sólo recuerda lo que ha aprendido, porque eso le es útil. Si en ocasiones conserva una vaga intuición de los acontecimientos pasados, esa intuición es como el recuerdo de un sueño fugitivo. Se trata, por consiguiente, de un hombre nuevo, por más antiguo que sea su Espíritu. Adopta nuevos hábitos con la ayuda de sus conquistas anteriores. Cuando regresa a la vida espiritual, su pasado se despliega ante su mirada, y entonces evalúa si ha empleado bien o mal su tiempo.

El Espíritu es siempre él mismo, antes, durante y después de la encarnación, pues esta es sólo una fase especial de su existencia. El olvido únicamente se produce en el transcurso de la vida exterior de relación, ya que, durante el sueño, parcialmente desprendido de los lazos carnales, el Espíritu es restituido a la libertad y a la vida espiritual, y recuerda su pasado. Su visión espiritual no está tan oscurecida por la materia.

Según la opinión de algunos filósofos espiritualistas, el principio inteligente, distinto del principio material, se individualiza, se elabora, al pasar por los diversos grados de la animalidad. Es ahí donde el alma se ensaya para la vida y desarrolla sus primeras facultades mediante la ejercitación; sería, por así decirlo, su período de incubación. Llegada al grado de desarrollo que ese estado permite, recibe las facultades especiales que constituyen el alma humana. Existiría entonces una filiación espiritual, del mismo modo que existe una filiación corporal.

Este sistema plantea numerosas cuestiones, cuyos pros y contras no es oportuno discutir aquí, del mismo modo que no se justifica el análisis de las diferentes hipótesis que se han enunciado en relación con este asunto. Por consiguiente, sin que investiguemos el origen del alma, ni que tratemos de conocer los grados por los cuales pudo haber pasado, la consideramos a partir de su ingreso en la humanidad, en el punto en que, dotada de sentido moral y de libre albedrío, comienza a ejercer la responsabilidad de sus actos.

La obligación que tiene el Espíritu encarnado de ocuparse del alimento del cuerpo, de su seguridad y su bienestar, lo impulsa a emplear sus facultades en investigaciones, a ejercitarlas y desarrollarlas. Así pues, su unión con la materia es de utilidad para su adelanto, y por eso la encarnación es una necesidad. Además, a través de la actividad inteligente que realiza para su beneficio sobre la materia, contribuye a la transformación y al progreso material del globo en el que habita. Así, a medida que progresa, colabora con la obra del Creador, de la cual se convierte en un agente inconsciente.

Sin embargo, la encarnación del Espíritu no es constante ni perpetua, sino apenas transitoria. Cuando abandona un cuerpo, no retoma otro inmediatamente. Durante un lapso más o menos considerable vive la vida espiritual, que es su vida normal, de tal modo que el tiempo que duran sus diferentes encarnaciones resulta insignificante comparado con el que pasa en estado de Espíritu libre.

En el intervalo entre sus encarnaciones, el Espíritu también progresa, en el sentido de que aprovecha, para su adelanto, los conocimientos y la experiencia que obtuvo durante la vida corporal –nos referimos al Espíritu que ha alcanzado el estado de alma humana, de modo que posee libertad de acción y conciencia de sus actos–; analiza lo que hizo mientras vivió en la Tierra, pasa revista a lo que ha aprendido, reconoce sus faltas, elabora planes, y toma resoluciones mediante las cuales pretende guiarse en una nueva existencia, con la intención de obrar mejor. De ese modo, cada existencia representa un paso hacia adelante en el camino del progreso, una especie de escuela de aplicación. 

Por lo general, la encarnación no es, pues, un castigo para el Espíritu, según piensan algunos, sino una condición inherente a la inferioridad del Espíritu, así como también un medio para que progrese.

A medida que progresa moralmente, el Espíritu se desmaterializa, es decir, se depura al liberarse de la influencia de la materia; su vida se espiritualiza, sus facultades y sus percepciones se amplían; su felicidad es proporcional al progreso realizado. No obstante, como actúa en virtud de su libre albedrío, puede por negligencia o mala voluntad retardar su adelanto; prolonga, por consiguiente, la duración de sus encarnaciones materiales, que entonces se convertirán en un castigo, dado que por sus faltas permanece en las categorías inferiores, obligado a recomenzar la misma tarea. Así pues, del Espíritu depende abreviar, por medio del trabajo de purificación realizado sobre sí mismo, la duración del período de las encarnaciones.

El progreso material de un globo acompaña el progreso moral de sus habitantes. Ahora bien, como la creación de los mundos y de los Espíritus es incesante, y como estos progresan más o menos rápidamente, conforme al empleo que hagan de su libre albedrío, resulta de ahí que hay mundos más o menos antiguos, con grados diferentes de adelanto físico y moral, en los cuales la encarnación es más o menos material y, por consiguiente, el trabajo para los Espíritus es más o menos arduo. Desde este punto de vista, la Tierra es uno de los mundos menos adelantados. Poblado por Espíritus relativamente inferiores, la vida corporal es en él más penosa que en otros globos. También los hay más atrasados, donde la existencia es todavía más penosa que en la Tierra, y en comparación con los cuales ésta sería un mundo relativamente feliz.

Cuando los Espíritus han realizado en un mundo la totalidad del progreso que el estado de ese mundo permite, lo abandonan para encarnar en otro más adelantado, donde adquieren nuevos conocimientos, y así sucesivamente, hasta que ya no les resulta provechosa la encarnación en un cuerpo material. Entonces pasan a vivir con exclusividad la vida espiritual, en la que continúan su progreso en otro sentido y por otros medios. Cuando alcanzan el punto culminante del progreso, gozan de la suprema felicidad. Admitidos en los consejos del Todopoderoso, conocen su pensamiento, se convierten en sus mensajeros, sus ministros directos en el gobierno de los mundos, y tienen bajo sus órdenes a Espíritus de diversos grados de adelanto.

De esa manera, sea cual fuere el grado en que se encuentren en la jerarquía espiritual, desde el más bajo al más elevado, todos los Espíritus, encarnados o desencarnados, tienen sus atribuciones en el gran mecanismo del universo; todos son útiles al conjunto, al mismo tiempo que lo son para sí mismos. A los menos adelantados, como simples operarios, les corresponde el desempeño de una tarea material, que al principio es inconsciente, y después se torna cada vez más inteligente. En el mundo espiritual existe actividad en todas partes, y en ningún lado hay ociosidad improductiva.

Cuando la Tierra se encontró en condiciones climáticas apropiadas para la existencia de la especie humana, encarnaron en ella Espíritus; y si se admite que encontraron envolturas ya formadas, a las que solo tuvieron que adaptar a su uso, se comprende aún mejor que hayan podido nacer simultáneamente en varios puntos del globo.

Aunque los primeros que surgieron debieron de estar poco adelantados, por la razón misma de que tenían que encarnar en cuerpos muy imperfectos, por cierto, es probable que hubiera notorias diferencias en sus caracteres y aptitudes, según el grado de su desarrollo moral e intelectual. Los Espíritus que se asemejaban se agruparon naturalmente por analogía y simpatía. Así, la Tierra se encontró poblada por Espíritus de diversas categorías, más o menos aptos o rebeldes al progreso. Puesto que los cuerpos recibían la impresión del carácter del Espíritu, y dado que esos cuerpos se procreaban de conformidad con sus respectivos tipos, resultaron de ahí diferentes razas, tanto en lo físico como en lo moral. Al continuar encarnando preferentemente entre los que se les asemejaban, los Espíritus similares perpetuaron el carácter distintivo físico y moral de las razas y de los pueblos, carácter que sólo con el tiempo desaparece, mediante su fusión y el progreso de los Espíritus. (Véase la Revista Espírita, julio de 1860, pág. 198: “Frenología y fisiognomía”.)


Reencarnación
El principio de la reencarnación es una consecuencia inevitable de la ley del progreso. Sin la reencarnación, ¿cómo se explicaría la diferencia que existe entre el actual estado social y el de los tiempos de barbarie? Si las almas fueran creadas al mismo tiempo que los cuerpos, las que nacen hoy serían tan nuevas, tan primitivas como las que vivieron hace mil años. Además, no habría ninguna conexión entre ellas, ninguna relación necesaria; serían absolutamente independientes unas de otras. ¿Por qué, entonces, las almas de la actualidad están mejor dotadas por Dios que las que las precedieron? ¿Por qué comprenden mejor las cosas? ¿Por qué poseen instintos más depurados, costumbres más moderadas? ¿Por qué tienen la intuición de ciertas cosas sin haberlas aprendido? Invitamos a que se resuelva este dilema, a menos que se admita que Dios crea almas de diferentes calidades, de acuerdo con las épocas y los lugares: proposición inconciliable con la idea de una justicia soberana.

Reconozcamos, por el contrario, que las almas de hoy ya han vivido en tiempos lejanos; que posiblemente fueron bárbaras como su época, pero que han progresado; que en cada nueva existencia traen lo que han adquirido en las existencias anteriores; que, por consiguiente, las almas de los tiempos civilizados no son almas creadas más perfectas, sino que se perfeccionaron por sí mismas con el transcurso del tiempo, y entonces tendremos la única explicación admisible de la causa del progreso social. (Véase El libro de los Espíritus, Libro II, Capítulos IV y V.)


Emigraciones e inmigraciones de los Espíritus
En el intervalo entre sus existencias corporales, los Espíritus se encuentran en estado de erraticidad y forman la población espiritual del ambiente del globo.

Es preciso considerar los flagelos destructores y los cataclismos como ocasiones de llegadas y partidas colectivas, recursos providenciales para renovar la población corporal del globo, que se robustece mediante la introducción de nuevos elementos espirituales más purificados.

Las renovaciones rápidas, casi instantáneas, que se producen en el elemento espiritual de la población a consecuencia de los flagelos destructores, aceleran el progreso social; si no fuera por las emigraciones e inmigraciones que de tiempo en tiempo vienen a darle un impulso violento, ese progreso sólo se realizaría con extrema lentitud.

Es de notar que las grandes calamidades que diezman a las poblaciones están seguidas invariablemente por una era de progreso en el orden físico, intelectual o moral y, por consiguiente, en el estado social de las naciones en las que estas se verifican. Eso se debe a que tienen por finalidad producir una transformación en la población espiritual, que es la población normal y activa del globo.

Esa transfusión que ocurre entre la población encarnada y la desencarnada de un mismo globo, se efectúa también entre los mundos, ya sea individualmente en las condiciones normales, o de forma masiva en circunstancias especiales. Hay, pues, emigraciones e inmigraciones colectivas de un mundo hacia otro, de donde resulta la introducción, en la población de un globo, de elementos absolutamente nuevos. Nuevas razas de Espíritus, que vienen a mezclarse con las existentes, constituyen nuevas razas de hombres. Ahora bien, como los Espíritus no pierden nunca lo que han conquistado, llevan consigo la inteligencia y la intuición de los conocimientos que poseen y, por consiguiente, imprimen su carácter a la raza corporal que van a animar. Para eso no necesitan que se creen nuevos cuerpos exclusivamente para su uso. La especie corporal existe, de modo que siempre encuentran cuerpos listos para recibirlos. Por lo tanto, apenas son nuevos habitantes. A su llegada a la Tierra integran primero la población espiritual, para después encarnar como los demás.


Raza adámica
De acuerdo con la enseñanza de los Espíritus, fue una de esas importantes inmigraciones, o si se prefiere, una de esas colonias de Espíritus provenientes de otra esfera, la que dio origen a la raza simbolizada en la persona de Adán, la cual por esa razón se denomina raza adámica. A su llegada a la Tierra, el planeta ya estaba poblado desde tiempos inmemoriales, como América cuando llegaron a ella los europeos.

Más adelantada que las que la habían precedido en este planeta, la raza adámica es, en efecto, la más inteligente, la que impulsa el progreso de las demás. El Génesis nos la muestra industriosa desde sus comienzos, apta para las artes y las ciencias, sin que haya pasado aquí por la infancia intelectual, lo que no sucede con las razas primitivas, pero que concuerda con la opinión de que estaba compuesta por Espíritus que ya habían alcanzado cierto progreso. Todo prueba que la raza adámica no es antigua en la Tierra, y nada se opone al hecho de que habita en ella desde hace apenas unos miles de años, lo que no estaría en contradicción ni con los hallazgos geológicos ni con las investigaciones antropológicas, sino que, por el contrario, tendería a confirmarlas.

La doctrina según la cual el género humano en su totalidad proviene de un solo individuo desde hace seis mil años es inadmisible en el estado actual de los conocimientos. Las principales consideraciones que la refutan, apoyadas tanto en el orden físico como en el moral, se resumen en los siguientes enunciados:

Desde el punto de vista fisiológico, algunas razas presentan tipos particulares característicos que no permiten atribuirles un origen común. Hay diferencias que evidentemente no se deben al efecto del clima, puesto que los blancos que se reproducen en los países de los negros no se vuelven negros, y viceversa. El calor del sol tuesta y oscurece la epidermis, pero nunca ha convertido a un blanco en negro, ni le ha achatado la nariz, ni cambió sus rasgos fisonómicos, ni le convirtió en crespo ni lanoso el cabello lacio y sedoso. Hoy se sabe que el color del negro proviene de un tejido subcutáneo particular, característico de la especie. 

Debemos entonces considerar que las razas negra, mongólica y caucásica tuvieron orígenes propios y nacieron simultánea o sucesivamente en diferentes partes del globo. Su cruzamiento produjo las razas mixtas secundarias. Los caracteres fisiológicos de las razas primitivas constituyen un indicio evidente de que provienen de tipos especiales. Las mismas consideraciones se aplican, por consiguiente, tanto para los hombres como para los animales, en lo que respecta a la pluralidad de los troncos.

Adán y sus descendientes están representados en el Génesis como hombres esencialmente inteligentes, puesto que desde la segunda generación construyen ciudades, cultivan la tierra y forjan los metales. Sus progresos en las artes y en las ciencias son rápidos y duraderos. No se podría concebir, por lo tanto, que ese tronco haya tenido como ramas numerosos pueblos tan atrasados, de inteligencia tan rudimentaria, al tal punto que en nuestros días aún rozan la animalidad, además de que han perdido todo rastro e incluso hasta el mínimo recuerdo tradicional de lo que hacían sus padres. Una diferencia tan radical en las aptitudes intelectuales y en el desarrollo moral constituye una prueba, no menos evidente, de que existe una diferencia de origen.

Independientemente de los descubrimientos geológicos, la prueba de la existencia del hombre en la Tierra antes de la época determinada por el Génesis se extrae de la población del globo.

Sin aludir a la cronología china, que según algunos se remonta a treinta mil años atrás, documentos de probada autenticidad muestran que Egipto, la India y otros países ya estaban poblados y florecientes como mínimo tres mil años antes de la Era Cristiana, por lo tanto, mil años después de la creación del primer hombre, según la cronología bíblica. Documentos y observaciones recientes no parecen dejar ninguna duda en cuanto a las relaciones que han existido entre América y los antiguos egipcios, de donde se deduce que esa región ya estaba poblada en aquella época. Sería preciso, entonces, admitir que en mil años la posteridad de un solo hombre fue capaz de poblar la mayor parte de la Tierra. Ahora bien, semejante fecundidad estaría en flagrante contradicción con todas las leyes antropológicas. El propio Génesis no atribuye a los primeros descendientes de Adán una fecundidad anormal, puesto que hace su recuento nominal hasta Noé.

Esa imposibilidad se vuelve aún más evidente cuando se admite, de acuerdo con el Génesis, que el diluvio destruyó a todo el género humano, con excepción de Noé y su familia, que no era numerosa, en el año 1656 del mundo, es decir, 2348 años antes de Jesucristo. En ese caso, la población de la Tierra apenas se remontaría a Noé. Ahora bien, hacia esa época, la historia designa a Menes como rey de Egipto. Cuando los hebreos se establecieron en ese país, 642 años después del diluvio, Egipto ya era un poderoso imperio, y habría sido poblado –sin mencionar otras regiones–, en menos de seis siglos, tan sólo por los descendientes de Noé, lo cual no es admisible.

Observemos, asimismo, que los egipcios recibieron a los hebreos como extranjeros. Sería sorprendente que aquellos hubiesen perdido el recuerdo de un origen común tan cercano, cuando conservaban religiosamente los monumentos de su historia.

Así pues, una rigurosa lógica, corroborada por los hechos, demuestra de la manera más categórica que el hombre está en la Tierra desde un lapso indeterminado, muy anterior a la época que señala el Génesis. Ocurre lo mismo con la diversidad de los troncos primitivos, dado que demostrar la falsedad de una proposición equivale a demostrar la proposición contraria. Si la geología descubriera rastros auténticos de la presencia del hombre antes del gran período diluviano, la demostración sería aún más completa.


Doctrina de los ángeles caídos y del paraíso perdido
La palabra ángel, como tantas otras, tiene varias acepciones. Se la emplea indistintamente en sentido bueno o malo, porque se dice: “los ángeles buenos” y “los ángeles malos”, “el ángel de la luz” y “el ángel de las tinieblas”; de donde se sigue que, en su acepción general, significa simplemente Espíritu.

Los ángeles no son seres aparte de la humanidad, creados perfectos, sino Espíritus que alcanzaron la perfección, como todas las criaturas, mediante sus esfuerzos y su mérito. Si los ángeles fueran seres creados perfectos, dado que rebelarse contra Dios es un signo de inferioridad, los que se rebelaron no podrían ser ángeles. La rebelión contra Dios es inconcebible en seres que Él creó perfectos, mientras que es posible por parte de seres aún atrasados.

La palabra ángel, según la etimología (del griego ággelos), significa enviado, mensajero. Ahora bien, no es racional suponer que Dios haya elegido a sus mensajeros entre seres suficientemente imperfectos para rebelarse contra Él.



El Libro de los Espíritus de Allan Kardec

ACERCA DE LOS ESPÍRITUS
Origen y naturaleza de los Espíritus.
¿Qué definición se puede dar de los Espíritus?
“Se puede decir que los Espíritus son los seres inteligentes de la creación. Pueblan el universo fuera del mundo material.”

NOTA. La palabra Espíritu es empleada aquí para designar a las individualidades de los seres extracorporales, y no al elemento inteligente universal.

Los Espíritus, ¿son seres distintos de la Divinidad, o sólo serían emanaciones o porciones de ella, razón por la cual se los llama hijos o criaturas de Dios?
“¡Dios mío! Son su obra, exactamente como lo es una máquina hecha por el hombre. Esa máquina es obra del hombre y no él mismo. Tú sabes que cuando el hombre hace una cosa bella, útil, la llama su criatura, su creación. Pues bien, lo mismo ocurre con Dios: somos sus hijos puesto que somos su obra.”

Los Espíritus, ¿han tenido un principio, o son eternos como Dios?
“Si los Espíritus no hubiesen tenido principio serían iguales a Dios. En cambio, son su creación y se hallan sometidos a su voluntad. Dios es eterno, eso es incontestable. Pero acerca de cuándo y cómo nos creó, nada sabemos. Puedes decir que no hemos tenido principio, si entiendes por eso que Dios, por ser eterno, debió crear sin descanso. No obstante, cuándo y cómo fue hecho cada uno de nosotros, te lo repito, nadie lo sabe: allí está el misterio.”

Puesto que hay dos elementos generales en el universo: el elemento inteligente y el elemento material, ¿podría decirse que los Espíritus están formados por el elemento inteligente, así como los cuerpos inertes están formados por el elemento material?
“Es evidente. Los Espíritus son la individualización del principio inteligente, así como los cuerpos son la individualización del principio material. Lo que se desconoce es la época y el modo en que se produjo esa formación.”

La creación de los Espíritus, ¿es permanente o sólo tuvo lugar en el origen de los tiempos?
“Es permanente; quiere decir que Dios nunca dejó de crear.”

Los Espíritus, ¿se forman espontáneamente o proceden unos de otros?
“Dios los crea, como al resto de las criaturas, mediante su voluntad. No obstante, una vez más lo repito, su origen es un misterio.”

¿Es exacto decir que los Espíritus son inmateriales?
“¿Cómo se puede definir algo cuando se carece de términos de comparación y con un lenguaje insuficiente? ¿Puede un ciego de nacimiento definir la luz? Inmaterial no es la palabra; incorporal sería más exacto, pues debes comprender que el Espíritu, al ser una creación, debe ser algo. Se trata de una materia quintaesenciada, pero sin analogía para vosotros, y tan etérea que no puede ser captada por vuestros sentidos.”

Decimos que los Espíritus son inmateriales porque su esencia difiere de todo lo que conocemos con el nombre de materia. Un pueblo de ciegos no dispondría de términos para expresar la luz y sus efectos. El ciego de nacimiento cree que todas las percepciones se obtienen a través del oído, el olfato, el gusto y el tacto. No comprende las ideas que el sentido que le falta le proporcionaría. Asimismo, con respecto a la esencia de los seres sobrehumanos, nosotros somos verdaderos ciegos. Sólo podemos definirlos mediante comparaciones que siempre son imperfectas, o por un esfuerzo de nuestra imaginación.

Los Espíritus, ¿tienen fin? Se comprende que el principio del que emanan sea eterno, pero lo que preguntamos es si su individualidad tiene término y si, en un momento dado, más o menos distante, el elemento que los forma no se disemina y retorna a la masa, como sucede con los cuerpos materiales. Es difícil comprender que algo que tuvo comienzo pueda no tener fin.
“Hay muchas cosas que vosotros no comprendéis, porque vuestra inteligencia es limitada, lo cual no es una razón para rechazarlas. El niño no comprende todo lo que es comprensible para su padre, ni el ignorante comprende lo mismo que el sabio. Te decimos que la existencia de los Espíritus no tiene fin. Es todo lo que podemos decir por ahora.”

El alma, ¿tiene en el cuerpo una sede determinada y circunscrita?
“No, pero en los grandes genios, en los que piensan mucho, reside más particularmente en la cabeza; y en el corazón en los que poseen sentimientos elevados y cuyas acciones benefician a la humanidad.”


AMOR, CARIDAD y TRABAJO








No hay comentarios:

Publicar un comentario