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Amad a vuestros enemigos




AMAD A VUESTROS ENEMIGOS

-Retribuir el mal con el bien.
-Los enemigos desencarnados.
-Si alguien te golpea en la mejilla derecha, ofrécele también la otra.

-Instrucciones de los espíritus: La venganza. El odio.



Retribuir el mal con el bien

1. “Habéis oído que se dijo: ‘Amarás a tu prójimo y odiarás a tus enemigos’. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos; haced el bien a los que os odian, y orad por los que os persiguen y calumnian, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los Cielos, que hace que salga el sol sobre los malos y los buenos, y que llueva sobre los justos y los injustos. Porque, si sólo amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen también lo mismo los publicanos? Y si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis con eso más que los otros? ¿No hacen lo mismo los gentiles? - Os digo que si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y los fariseos, no entraréis en el reino de los Cielos.” (San Mateo, 5:43 a 47 y 20.)


2. “Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Puesto que los pecadores también aman a quienes los aman. Si solamente hacéis el bien a los que os lo hacen a vosotros, ¿qué mérito tenéis? Puesto que los pecadores también hacen lo mismo. Si sólo prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir el mismo favor, ¿qué mérito tenéis? Puesto que también los pecadores se prestan ayuda unos a otros, para recibir otro tanto. Mas, en cuanto a vosotros, amad a vuestros enemigos; haced el bien a todos, y prestad sin esperar nada a cambio. Entonces, vuestra recompensa será muy grande, y seréis hijos del Altísimo, porque Él es bueno aun con los ingratos y los malvados. Sed, pues, misericordiosos, como también vuestro Dios es misericordioso.” (San Lucas, 6:32 a 36.)


3. Si el amor al prójimo es el principio de la caridad, amar a los enemigos es su aplicación sublime, porque esa virtud es una de las más grandes victorias obtenidas contra el egoísmo y el orgullo. 

Sin embargo, en esta circunstancia, por lo general se comete una equivocación en cuanto al sentido de la palabra amar. Jesús no pretendió, mediante esas palabras, que tengamos para con el enemigo la misma ternura que para con un hermano o un amigo. La ternura presupone confianza. Ahora bien, no podemos confiar en una persona cuando sabemos que nos quiere mal. No podemos tener para con ella las expansiones de la amistad, porque sabemos que sería capaz de abusar de esa actitud. Entre las personas que desconfían recíprocamente no pueden existir los impulsos de simpatía que hay entre los que mantienen una comunión de pensamientos. En fin, nadie puede experimentar, al encontrarse con un enemigo, el mismo placer que se siente en compañía de un amigo.

Incluso, ese sentimiento es el resultado de una ley física: la de la asimilación y la repulsión de los fluidos. El pensamiento malévolo emite una corriente fluídica cuya impresión es penosa. El pensamiento benévolo nos envuelve en un efluvio agradable. De ahí resulta la diferencia de las sensaciones que se experimentan ante la proximidad de un amigo o de un enemigo. Por lo tanto, no es posible que “amar a los enemigos” signifique que no debemos hacer ninguna diferencia entre ellos y los amigos. Este precepto sólo parece difícil, y aun imposible de practicar, porque se considera falsamente que prescribe dar a ambos, amigos y enemigos, el mismo lugar en el corazón. Si la pobreza de las lenguas humanas nos obliga a servirnos de la misma palabra para expresar los diversos matices de un sentimiento,  corresponde a la razón establecer la diferencia, según los casos.

Amar a los enemigos no significa, pues, dispensarles un afecto que no está en nuestra naturaleza, porque el contacto con un enemigo nos hace latir el corazón de muy diferente modo que el contacto con un amigo. Amar a los enemigos es no sentir por ellos ni odio, ni rencor, ni deseos de venganza; es perdonarles sin segundas intenciones e incondicionalmente el mal que nos hacen; es no poner ningún obstáculo para la reconciliación; es desearles el bien en lugar del mal; es alegrarse, en vez de afligirse, con el bien que les sucede; es tenderles una mano caritativa en caso de necesidad; es abstenerse tanto en palabras como en acciones de todo lo que pudiera perjudicarlos; es, en definitiva, retribuirles el mal con el bien, sin intención de humillarlos. Cualquiera que haga esto reúne las condiciones del mandamiento: “Amad a vuestros enemigos”.


4. Para los incrédulos, amar a los enemigos es un absurdo. Aquel para quien la vida presente lo es todo, sólo ve en su enemigo un ser pernicioso que perturba su tranquilidad, y cree que sólo la muerte puede librarlo de él. De ahí proviene su deseo de venganza. No tiene ningún interés en perdonar, salvo que sea para satisfacer su orgullo ante el mundo. Perdonar, en ciertos casos, le parece incluso una debilidad indigna de él. Si no responde con la venganza, no dejará por eso de guardarle rencor y de alimentar un secreto deseo de perjudicarlo.

Para el creyente, pero sobre todo para el espírita, la manera de ver es muy diferente, porque fija su mirada en el pasado y en el porvenir, entre los cuales la vida presente es apenas un punto. Sabe que, por el destino mismo de la Tierra, no habrá de encontrar en ella más que hombres malvados y perversos; que las maldades a que está expuesto forman parte de las pruebas que debe sufrir, y el punto de vista elevado en que se coloca contribuye a que las vicisitudes le resulten menos amargas, ya sea que estas provengan de los hombres o de las cosas. Si no se queja de las pruebas, tampoco debe quejarse de aquellos que les sirven de instrumento. Si, en vez de quejarse, da gracias a Dios porque lo puso a prueba, también debe dar gracias a la mano que le proporciona la ocasión de demostrar su paciencia y su resignación. Ese pensamiento lo predispone naturalmente al perdón. Siente, además, que cuanto más generoso es, más se engrandece ante sí mismo y se ubica fuera del alcance de los dardos malévolos de su enemigo.

El hombre que en el mundo ocupa una posición elevada no toma como una ofensa los insultos de aquel a quien considera inferior. Lo mismo sucede con el que se eleva, en el mundo moral, por encima de la humanidad material. Comprende que el odio y el rencor lo envilecerían y lo rebajarían. Ahora bien, para que sea superior a su adversario, es preciso que tenga el alma más grande, más noble y generosa.



Los enemigos desencarnados

5. El espírita tiene también otros motivos para ser indulgente con sus enemigos. En primer lugar, sabe que la maldad no es un estado permanente de los hombres, sino que se debe a una imperfección momentánea y que, de la misma manera que el niño se corrige de sus defectos, el hombre malo reconocerá un día sus errores y se volverá bueno.

Sabe además que la muerte sólo lo libera de la presencia material de su enemigo, porque este puede perseguirlo con su odio aun después de que haya dejado la Tierra. Así, la venganza no consigue su objetivo, sino que, por el contrario, tiene por efecto producir una irritación más grande, que puede prolongarse de una existencia a la otra. Correspondía al espiritismo probar, por medio de la experiencia y de la ley que rige las relaciones entre el mundo visible y el mundo invisible, que la expresión extinguir el odio con sangre es radicalmente falsa, y que la verdad, en cambio, es que la sangre alimenta el odio, incluso más allá de la tumba. Correspondía al espiritismo, por consiguiente, dar una razón de ser efectiva y una utilidad práctica tanto al perdón como a la sublime máxima de Cristo: Amad a vuestros enemigos. No hay corazón tan perverso que, aun sin saberlo, no se conmueva ante una buena acción. Con el buen proceder se quita, por lo menos, todo pretexto para las represalias, y de un enemigo se puede hacer un amigo, antes y después de la muerte. Por el contrario, con el mal proceder se irrita al enemigo, que entonces sirve él mismo de instrumento a la justicia de Dios para castigar a quien no ha perdonado.


6. Podemos, pues, tener enemigos entre los encarnados y entre los desencarnados. Los enemigos del mundo invisible manifiestan su malevolencia a través de las obsesiones y las subyugaciones, de las que son víctimas tantas personas, y que representan una variedad en las pruebas de la vida. Tanto estas pruebas, como las otras, contribuyen al adelanto del ser y deben ser aceptadas con resignación y como consecuencia de la naturaleza inferior del globo terrestre. Si no hubiese hombres malos en la Tierra, no habría Espíritus malos alrededor de ella. Así pues, si debemos ser indulgentes y benevolentes para con los enemigos encarnados, del mismo modo debemos proceder en relación con los que están desencarnados.

En el pasado se sacrificaba a víctimas sangrientas para apaciguar a los dioses infernales, que no eran otra cosa que Espíritus malos. A los dioses infernales los han sucedido los demonios, que son lo mismo. El espiritismo viene a probar que esos demonios no son sino las almas de los hombres perversos, que todavía no se han despojado de los instintos materiales; que nadie consigue apaciguarlos a no ser con el sacrificio de su odio, es decir, mediante la caridad; que la caridad no tiene sólo por efecto impedir que hagan el mal, sino conducirlos nuevamente al camino del bien, con lo cual contribuye a su salvación. Por consiguiente, la máxima: Amad a vuestros enemigos no se halla circunscrita al círculo estrecho de la Tierra y de la vida presente, sino que forma parte de la magna ley de la solidaridad y la fraternidad universal.



Si alguno te golpea en la mejilla derecha, ofrécele también la otra

7. “Habéis oído que se dijo: ‘ojo por ojo y diente por diente’. Pues yo os digo que no resistáis al mal que os quieran hacer; sino que, si alguien te ha golpeado en la mejilla derecha, ofrécele también la otra; y si alguien quiere pleitear contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto; y si alguien te obliga a caminar mil pasos junto a él, camina dos mil. Al que te pida, dale; y al que quiera pedirte prestado, no lo rechaces.” (San Mateo, 5:38 a 42.)

8. Los prejuicios del mundo, sobre lo que se convino en denominar pundonor, producen esa susceptibilidad sombría, nacida del orgullo y de la exaltación de la personalidad, que conduce al hombre a devolver una injuria con otra injuria, una herida con otra herida, lo que es considerado justo por aquel cuyo sentido moral no se eleva por encima de las pasiones terrenales. A eso se debe que la ley mosaica prescribiera: “Ojo por ojo, diente por diente”, ley en armonía con la época en que vivió Moisés. Cristo vino y dijo: “Retribuid el mal con el bien”. Y dijo además: “No resistáis al mal que os quieran hacer; si te golpean en una mejilla, preséntale la otra”. Al orgulloso esta máxima le parece una cobardía, pues no comprende que haya más valor en soportar un insulto que en vengarse. Esto le sucede siempre debido a que su vista no llega más allá del presente. Con todo, ¿es preciso tomar literalmente esa máxima? No, como tampoco se debe tomar literalmente la que ordena que nos arranquemos el ojo que ha sido causa de escándalo. Llevada hasta sus últimas consecuencias, aquella máxima equivaldría a condenar toda represión del mal, incluso legal, y dejar el campo libre a los malos, que se verían liberados de todo motivo de temor. Si no se pusiera un freno a las agresiones de los malos, muy pronto los buenos serían sus víctimas. Hasta el instinto de conservación, que es una ley de la naturaleza, impide que pongamos benévolamente el cuello a disposición del asesino. Con esas palabras, pues, Jesús no prohibió la defensa, sino que condenó la venganza. Al decir que presentemos la otra mejilla cuando nos golpean, quiso decir, de otra forma, que no hay que retribuir el mal con el mal; que el hombre debe aceptar con humildad todo lo que tienda a rebajar su orgullo; que es más glorioso para él ser golpeado que golpear, y soportar con paciencia una injusticia que cometerla él mismo; que vale más ser engañado que engañar, ser arruinado que arruinar a los demás. Al mismo tiempo, esto implica la condena del duelo, que no es otra cosa que una manifestación de orgullo. Sólo la fe en la vida futura y en la justicia de Dios, que nunca deja el mal impune, puede infundirnos fuerzas para soportar con paciencia los ataques que se dirigen a nuestros intereses y a nuestro amor propio. Por eso repetimos sin cesar: Dirigid vuestra mirada hacia adelante; cuanto más os elevéis con el pensamiento por encima de la vida material, tanto menos os afligirán las cosas de la Tierra.



INSTRUCCIONES DE LOS ESPÍRITUS
La venganza

9. La venganza es uno de los últimos restos de las costumbres bárbaras que tienden a desaparecer entre los hombres. Constituye, al igual que el duelo, uno de los postreros vestigios de las costumbres salvajes por efecto de las cuales se debatía la humanidad al comienzo de la era cristiana. A eso se debe que la venganza sea un indicio cierto del estado de atraso de los hombres que se entregan a ella, así como de los Espíritus que todavía la inspiran. Por consiguiente, amigos míos, ese sentimiento jamás debe hacer vibrar el corazón de quien se diga y se proclame espírita. Vengarse, bien lo sabéis, es tan contrario a esta prescripción de Cristo: “Perdonad a vuestros enemigos”, que quien rehúsa perdonar no sólo no es espírita sino que tampoco es cristiano. La venganza es una inspiración más funesta aún, porque la falsedad y la bajeza son sus asiduas compañeras. En efecto, aquel que se entrega a esa fatal y ciega pasión casi nunca lo hace a cielo descubierto. Cuando es el más fuerte, se lanza como una fiera sobre el que considera su enemigo, puesto que la presencia de este enciende su pasión, su cólera, su odio. No obstante, la mayoría de las veces asume una apariencia hipócrita, porque oculta en lo más hondo de su corazón los malos sentimientos que lo animan. Elije caminos sesgados, persigue entre las sombras a su enemigo, que no desconfía, y aguarda el momento propicio para atacarlo sin peligro. Se oculta de él, pero lo acecha en forma permanente. Le tiende trampas aborrecibles; y si encontrara la ocasión, vertería veneno en su copa. En el caso de que su odio no llegue a tales extremos, lo ataca entonces en su honor y en sus afectos. No retrocede ante la calumnia, y sus insinuaciones pérfidas, hábilmente desparramadas por todas partes, crecen a su paso. De ese modo, cuando el perseguido se presenta en los lugares por donde pasó el aliento envenenado de su perseguidor, se lleva la sorpresa de encontrar rostros indiferentes donde otras veces lo recibían semblantes amistosos y benévolos, y queda estupefacto cuando las manos que antes se le tendían, ahora se niegan a tomar las suyas. Por último, se siente anonadado cuando verifica que sus más queridos amigos y parientes se apartan y lo evitan. ¡Ah! El cobarde que se venga de esa manera es cien veces más culpable que aquel que enfrenta a su enemigo y lo insulta cara a cara.

¡Acabemos, pues, con esas costumbres salvajes! ¡Acabemos con esos hábitos obsoletos! El espírita que hoy pretendiese ejercer el derecho de vengarse, sería indigno de pertenecer por más tiempo a la falange que eligió para sí esta divisa: ¡Fuera de la caridad no hay salvación! Pero no, no debo detenerme en la idea de que un miembro de la gran familia espírita sea capaz, en lo sucesivo, de ceder al impulso de la venganza, sino, por el contrario, al de perdonar. (Jules Olivier. París, 1862.)



El odio

10. Amaos unos a otros y seréis felices. Procurad, sobre todo, amar a los que os inspiran indiferencia, odio o desprecio. Cristo, a quien debéis considerar vuestro modelo, os dio ese ejemplo de abnegación. Misionero de amor, Él amó hasta dar su sangre y su vida. El sacrificio que os obliga a amar a los que os ultrajan y os persiguen es penoso; pero eso es precisamente lo que os hace superiores a ellos. Si los aborrecieseis, como ellos os aborrecen, no valdríais más que ellos. Amarlos es la hostia sin mancha que ofrecéis a Dios en el altar de vuestros corazones, hostia de agradable aroma cuya fragancia asciende hasta Él. Aunque la ley de amor prescriba que amemos indistintamente a todos nuestros hermanos, no protege al corazón contra los malos procederes. Por el contrario, esa es la prueba más penosa, bien lo sé, pues durante mi última existencia terrenal experimenté esa tortura. Con todo, Dios existe, y castiga tanto en esta vida como en la otra a los que transgreden la ley de amor. No olvidéis, queridos hijos, que el amor os aproxima a Dios, mientras que el odio os aparta de Él. (Fenelón. Burdeos, 1861.)


REFLEXIÓN:
Perdonar verbalmente es cuestión de palabras; mas, quien realmente perdona necesita mover y extraer de su interior pesados fardos.

Además de las deudas que contraemos a causa de la venganza y del odio con nuestros “enemigos”, bien para esta misma vida o para sucesivas, nos podemos generar  enfermedades.


Bibliografía:
El Evangelio según el Espiritismo

AMOR, CARIDAD y TRABAJO







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