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Acción de los espíritus sobre la materia

 





ACCIÓN DE LOS ESPÍRITUS 
SOBRE LA MATERIA







Una vez que ha sido dejada de lado la opinión materialista, puesto que la razón y los hechos la condenan por igual, todo se resume a saber si el alma, después de la muerte, puede manifestarse a los vivos. Reducida así a su más simple expresión, la cuestión queda singularmente despejada. En primer lugar, podríamos preguntar por qué seres inteligentes, que en cierto modo viven en nuestro medio, aunque invisibles por su naturaleza, no podrían atestiguar su presencia de alguna manera. La simple razón afirma que eso no tiene nada de imposible, lo que ya es algo. Por otra parte, esa creencia tiene a su favor la adhesión de todos los pueblos, pues la encontramos en todas partes y en todas las épocas. Ahora bien, una intuición no podría haberse generalizado tanto, ni sobrevivir al tiempo, si no se apoyara en algo.

 

No obstante, estas no son más que consideraciones morales. En una época tan positiva como la nuestra, en que se intenta comprenderlo todo, en que se quiere saber el porqué y el cómo de cada cosa, una causa ha contribuido de modo especial a afianzar la duda. Esa causa es la ignorancia de la naturaleza de los Espíritus y de los medios por los cuales pueden manifestarse. Una vez que se ha adquirido ese conocimiento, el hecho de las manifestaciones ya no tienen nada de sorprendente, e ingresa en el orden de los hechos naturales.

 

La idea que las personas se forman acerca de los Espíritus vuelve a primera vista incomprensible el fenómeno de las manifestaciones. Como esas manifestaciones no pueden ocurrir sin la acción del Espíritu sobre la materia, los que consideran que el Espíritu es la ausencia absoluta de materia se preguntan, con cierta apariencia de razón, cómo puede obrar materialmente. Ahora bien, ahí está el error, pues el Espíritu no es una abstracción, sino un ser definido, limitado y circunscripto. El Espíritu encarnado en el cuerpo constituye el alma. Cuando lo abandona, en ocasión de la muerte, no sale de él desprovisto de toda envoltura. Todos los Espíritus nos dicen que conservan la forma humana y, en efecto, cuando se nos aparecen, los reconocemos con esa forma. Observémoslos con atención en el instante en que acaban de dejar la vida. Se encuentran en un estado de turbación: todo es confuso alrededor suyo. Ven su cuerpo, entero o mutilado, según el tipo de muerte que han sufrido. Por otra parte, se reconocen y se sienten vivos. Algo les dice que ese cuerpo les pertenece, y no comprenden cómo pueden estar separados de él. Continúan viéndose con la forma que tenían antes de morir, y esa visión produce en algunos de ellos, durante cierto lapso, una singular ilusión: la de creerse todavía vivos. Les falta la experiencia del nuevo estado en que se encuentran, para convencerse de la realidad. Cuando se ha superado ese primer momento de turbación, el cuerpo pasa a ser para ellos una vestimenta inútil, de la que se han desembarazado y que no echan de menos. Se sienten más livianos y como si se hubieran liberado de un fardo. No experimentan ya los dolores físicos, y se consideran dichosos de poder elevarse y surcar el espacio, como tantas veces lo hicieron en sus sueños, cuando estaban vivos.(1) No obstante, a pesar de que les falta el cuerpo, constatan su personalidad; tienen una forma, pero que no les molesta ni les incomoda. Por último, conservan la conciencia de su yo y de su individualidad. ¿Qué conclusión extraeremos de ello? Que el alma no deja todo en la tumba, sino que algo se lleva consigo.

 (1) Quien desee remitirse a lo que dijimos en El Libro de los Espíritus sobre los sueños y el estado del Espíritu durante el dormir (§§ 400 a 418), comprenderá que esos sueños, que casi todas las personas tenemos, en los que nos vemos transportados a través del espacio, como si voláramos, no son sino el recuerdo de la sensación que experimenta el Espíritu cuando, durante el sueño, abandona momentáneamente su cuerpo material, y sólo lleva consigo su cuerpo fluídico, el mismo que conservará después de la muerte. Esos sueños pueden, pues, darnos una idea del estado en que se encontrará el Espíritu cuando se haya despojado de las trabas que lo retienen en el suelo. (N. de Allan Kardec).

Numerosas observaciones y hechos irrefutables, de los que hablaremos más adelante, nos han llevado a la conclusión de que hay en el hombre tres componentes: 1.º, el alma o Espíritu, principio inteligente en el cual reside el sentido moral; 2.º, el cuerpo, envoltura densa, material, que recubre transitoriamente al alma para el cumplimiento de ciertos designios providenciales; 3.º, el periespíritu, envoltura fluídica, semimaterial, que sirve de vínculo entre el alma y el cuerpo. La muerte es la destrucción o, mejor dicho, la disgregación de la envoltura densa, que el alma abandona. La otra se desprende del cuerpo y acompaña al alma, que de esta manera queda siempre con una envoltura. Esta última, aunque fluídica, etérea, vaporosa, e invisible para nosotros en su estado normal, no deja de ser materia, aunque hasta el presente no hayamos podido aprehenderla y someterla a análisis.

 

Así pues, esta segunda envoltura del alma, o periespíritu, existe durante la vida corporal. Es la intermediaria de todas las sensaciones que el Espíritu percibe, y mediante la cual transmite su voluntad hacia el exterior y actúa sobre los órganos del cuerpo. Para valernos de una comparación material, es el hilo conductor eléctrico que sirve para la recepción y la transmisión del pensamiento. Es, en suma, ese agente misterioso, inaprensible, que se designa con el nombre de fluido nervioso, que desempeña un muy importante papel en la economía del organismo, y que todavía no se toma demasiado en cuenta en los fenómenos fisiológicos y patológicos. La medicina, puesto que en la apreciación de los hechos solamente considera el elemento material ponderable, se priva de una causa incesante de acción. Con todo, no corresponde aquí analizar esa cuestión. Sólo haremos notar que el conocimiento del periespíritu constituye la clave de una cantidad de problemas que hasta hoy no tenían explicación. El periespíritu no es una de esas hipótesis a las que suele recurrir la ciencia para explicar un hecho. Su existencia no ha sido revelada solamente por los Espíritus, pues constituye el resultado de observaciones, conforme tendremos oportunidad de demostrar. Por el momento, y para no anticipar los hechos que más adelante relataremos, nos limitaremos a decir que, sea durante su unión con el cuerpo, o bien después de haberse separado de él, el alma nunca está separada de su periespíritu.

 

Se ha dicho que el Espíritu es una llama, una chispa. Esto debe entenderse en relación con el Espíritu propiamente dicho, como principio intelectual y moral, al cual no sería posible atribuir una forma determinada. Sin embargo, sea cual fuere el grado en que se encuentre, el Espíritu siempre se halla revestido de una envoltura o periespíritu, cuya naturaleza se hace cada vez más etérea a medida que el Espíritu se purifica y se eleva en la jerarquía espiritual. De modo que, para nosotros, la idea de forma es inseparable de la idea de Espíritu, y no podemos concebir una sin concebir la otra. Por consiguiente, el periespíritu es parte integrante del Espíritu, así como el cuerpo es parte integrante del hombre. No obstante, el periespíritu, de por sí, no es el Espíritu, de la misma manera que el cuerpo, separadamente, no es el hombre, pues el periespíritu no piensa. El periespíritu es para el Espíritu lo que el cuerpo es para el hombre: el agente o instrumento de su acción.

 

La forma del periespíritu es la forma humana. Cuando se nos aparece, por lo general lo hace con la forma con que conocimos al Espíritu durante su vida en la Tierra. De acuerdo con eso, se podría creer que el periespíritu, una vez desprendido de todas las partes del cuerpo, se moldea en cierto modo sobre la base de este y conserva sus caracteres; pero no parece que sea así. Aunque con pequeñas diferencias en cuanto a los detalles, y salvo las modificaciones orgánicas exigidas por el medio donde el ser está llamado a vivir, la forma humana se encuentra en los habitantes de todos los mundos. Eso es, al menos, lo que los Espíritus manifiestan. Esa es también la forma de todos los Espíritus no encarnados, que sólo tienen el periespíritu. Es la forma con la que han sido representados los ángeles o Espíritus puros, en todos los tiempos. De ahí debemos inferir que la forma humana es la forma típica de todos los seres humanos en todos los mundos, sea cual fuere el grado de adelanto al que pertenezcan. Con todo, la materia sutil del periespíritu no posee la tenacidad ni la rigidez de la materia compacta del cuerpo. Es, si así podemos expresarlo, flexible y expansible, razón por la cual la forma que adopta, aunque esté calcada de la del cuerpo, no es absoluta. Se somete a la voluntad del Espíritu, que puede imprimirle la apariencia que más le convenga, mientras que la envoltura sólida le ofrece una resistencia que no puede vencer. Libre del obstáculo que lo comprimía, el periespíritu se expande o se contrae, se transforma. En una palabra, se presta a todas las metamorfosis, de acuerdo con la voluntad que actúa sobre él. Como consecuencia de esa propiedad de su envoltura fluídica, el Espíritu que quiere darse a conocer puede, en caso necesario, adoptar la apariencia exacta que tenía cuando estaba vivo, e inclusive con los defectos corporales que sirven de señales para que lo reconozcan.

 

Así pues, como se advierte, los Espíritus son seres semejantes a nosotros, que constituyen alrededor nuestra una población que es invisible en el estado normal. Y decimos en el estado normal porque, según veremos, esa invisibilidad no es absoluta.

 

Regresemos a la naturaleza del periespíritu, porque es esencial para la explicación que vamos a dar. Hemos dicho que, aunque fluídico, el periespíritu no deja de ser una especie de materia, y eso resulta del hecho de las apariciones tangibles, acerca de las cuales volveremos a hablar. Bajo la influencia de ciertos médiums, se ven manos que aparecen con todas las propiedades de las manos vivas: están dotadas de temperatura, se pueden palpar, ofrecen la resistencia de un cuerpo sólido, estrechan a los presentes y, de repente, se desvanecen como una sombra. La acción inteligente de esas manos, que evidentemente obedecen a una voluntad cuando ejecutan ciertos movimientos, tocando incluso melodías en un instrumento, prueba que ellas son la parte visible de un ser inteligente invisible. El hecho de que sean tangibles, su temperatura, en suma, la impresión que causan en los sentidos –pues se ha visto que dejan marcas en la piel, que dan golpes dolorosos o acarician con delicadeza–, prueba que esas manos son algún tipo de materia. Su desaparición instantánea prueba, además, que esa materia es eminentemente sutil, y que se comporta como ciertas sustancias que pueden, alternativamente, pasar del estado sólido al estado fluídico, y viceversa.

 

La naturaleza íntima del Espíritu propiamente dicho, es decir, del ser pensante, nos resulta por completo desconocida. Él se nos revela por sus acciones, y esas acciones sólo pueden impresionar nuestros sentidos materiales a través de un intermediario material. Así pues, el Espíritu necesita materia para actuar sobre la materia. Su instrumento directo es el periespíritu, como para el hombre lo es el cuerpo. Ahora bien, según acabamos de ver, su periespíritu es materia. A continuación, le sirve de agente intermediario el fluido universal, especie de vehículo sobre el cual actúa, como nosotros actuamos sobre el aire para producir determinados efectos con la ayuda de la dilatación, la compresión, la propulsión o las vibraciones. Considerada de ese modo, la acción del Espíritu sobre la materia se concibe fácilmente. Se comprende, entonces, que todos los efectos que de ahí derivan pertenecen al orden de los hechos naturales, y no tienen nada de maravilloso. Sólo aparentaban ser sobrenaturales porque no se conocía su causa. Conocida esta, lo maravilloso desaparece, y esa causa se halla enteramente en las propiedades semimateriales del periespíritu. Se trata de un nuevo orden de hechos que una nueva ley viene a explicar, y de los cuales, dentro de algún tiempo, nadie más se sorprenderá, como nadie se sorprende hoy de mantener correspondencia con otra persona a gran distancia, en pocos minutos, por medio de la electricidad.

 

Tal vez alguien se pregunte de qué modo el Espíritu, con la ayuda de una materia tan sutil, puede actuar sobre cuerpos pesados y compactos, levantar mesas, etc. Por cierto, no será un hombre de ciencia quien plantee semejante objeción. Porque, sin aludir a las propiedades desconocidas que ese nuevo agente puede poseer, ¿no tenemos a la vista ejemplos análogos? ¿No es en los gases más rarificados, en los fluidos imponderables, donde encuentra la industria sus más poderosos motores? Cuando vemos que el aire derriba edificios, que el vapor desplaza enormes masas, que la pólvora gasificada levanta rocas, que la electricidad destroza árboles y traspasa paredes, ¿qué hay de extraño en admitir que el Espíritu, con la ayuda de su periespíritu, pueda levantar una mesa, sobre todo si se sabe que ese periespíritu puede hacerse visitable, tangible, y comportarse como un cuerpo sólido?


Textos extraídos de:
El Libro de los Médiums de Allan Kardec

AMOR, CARIDAD y TRABAJO







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