EL CIELO, LIMBO, PURGATORIO e INFIERNO
El Cielo
Juan Pablo II en el verano de 1999 manifestó que el Cielo existe, pero no en un lugar físico entre las nubes.
En general, la palabra cielo designa al espacio indefinido que circunda la Tierra y, más particularmente, a la parte que se encuentra por encima de nuestro horizonte. Procede del latín coelum, y este del griego koilos, que significa “hueco”, “cóncavo”, porque el cielo aparece a la vista como una inmensa concavidad. Los antiguos creían en la existencia de muchos cielos superpuestos, hechos de materia sólida y transparente, que formaban esferas concéntricas cuyo centro era la Tierra.
Esta teoría, oriunda de la deficiencia de los conocimientos astronómicos, fue la de todas las teogonías que convirtieron a los cielos, así escalonados, en los diferentes grados de beatitud. El último cielo era la morada de la suprema felicidad. Según la opinión más generalizada, había siete cielos, y de ahí la expresión: estar en el séptimo cielo, para aludir a la dicha perfecta.
Las diferentes doctrinas acerca de la morada de los bienaventurados se basan todas en el doble error de considerar que la Tierra es el centro del universo y que la región de los astros tiene límites. Todas han ubicado la morada dichosa, donde reside el Todopoderoso, más allá de ese límite imaginario. ¡Singular anomalía que coloca al Autor de todas las cosas, a Aquel que las gobierna a todas, en los confines de la creación, en vez de instalarlo en el centro desde donde la irradiación de su pensamiento podría abarcarlo todo!
La ciencia, con la lógica inexorable de los hechos y de la observación, llevó su luz hasta las profundidades del espacio, y demostró la nulidad de todas esas teorías. La Tierra ya no es el centro del universo, sino uno de los astros más pequeños que giran en la inmensidad; el mismo Sol es apenas el centro de un torbellino planetario; las estrellas son otros tantos e innumerables soles, en torno a los cuales circulan mundos incontables, separados por distancias a las que sólo el pensamiento puede acceder, aunque parezcan tocarse.
Las ideas del hombre se corresponden con lo que sabe. Como todos los descubrimientos importantes, el de la formación de los mundos habría de imprimirles otro curso. Bajo la influencia de esos nuevos conocimientos, las creencias se modificaron: el Cielo debía ser cambiado de lugar, pues la región de las estrellas, que era ilimitada, ya no le servía. ¿Dónde está el Cielo entonces? Ante esta pregunta todas las religiones enmudecen.
El espiritismo ha venido a resolverla mediante la demostración de cuál es el verdadero destino del hombre.
El hombre está compuesto por el cuerpo y el Espíritu. El Espíritu es el ser principal, racional, inteligente. El cuerpo es la envoltura material que reviste al Espíritu en forma transitoria, para el cumplimiento de su misión en la Tierra y para la ejecución del trabajo necesario para su adelanto. El cuerpo, cuando se ha consumido, se destruye, pero el Espíritu sobrevive a su destrucción. Sin el Espíritu, el cuerpo sólo es materia inerte, como un instrumento privado del brazo que lo acciona. Sin el cuerpo, el Espíritu lo es todo: la vida y la inteligencia. Al dejar el cuerpo, regresa al mundo espiritual de donde había salido para encarnar.
Existen, por lo tanto, dos mundos: el mundo corporal, compuesto por los Espíritus encarnados, y el mundo espiritual, constituido por los Espíritus desencarnados. Los seres del mundo corporal, debido justamente a su envoltura material, están ligados a la Tierra o a alguno de los planetas similares. El mundo espiritual se encuentra por todas partes, alrededor nuestro y en el espacio, y no se le ha trazado ningún límite.
Los Espíritus son creados simples e ignorantes, pero con aptitudes para progresar y alcanzar la perfección, en virtud de su libre albedrío. Mediante el progreso conquistan nuevos conocimientos, nuevas facultades, nuevas percepciones y, por consiguiente, nuevos goces que son ignorados por los Espíritus inferiores. Ven, oyen, sienten y comprenden lo que los Espíritus atrasados no pueden ver ni oír, lo que no pueden sentir ni comprender. La felicidad guarda relación con el progreso realizado; de manera que, de dos Espíritus, uno de ellos puede no ser tan feliz como el otro, por el solo hecho de que no consiguió el mismo adelanto intelectual y moral, sin que por eso precisen estar cada uno en un lugar distinto. Aunque estén juntos, uno puede estar en medio de tinieblas, en tanto que alrededor del otro todo resplandece, así como un ciego y alguien dotado de la vista pueden tomarse de la mano, y este último percibe la luz de la cual el primero no recibe la mínima impresión. El mundo espiritual tiene esplendores por todas partes, armonías y sensaciones que los Espíritus inferiores, todavía sometidos a la influencia de la materia, no llegan a vislumbrar, y que sólo son accesibles a los Espíritus purificados. Dado que la felicidad de los Espíritus es inherente a sus cualidades, ellos pueden encontrarla dondequiera que estén, sea en la superficie de la Tierra, en medio de los encarnados, o en el espacio.
El progreso de los Espíritus es fruto de su propio trabajo. No obstante, como son libres, trabajan a favor de su adelanto con mayor o menor diligencia, con mayor o menor desidia, según su voluntad. De ese modo, apresuran o retrasan su progreso y, por consiguiente, su felicidad. Mientras algunos avanzan rápidamente, otros permanecen detenidos por largos siglos en las categorías inferiores. Ellos son, pues, los artífices de su propia situación, sea dichosa o desventurada, en coincidencia con estas palabras de Cristo: “A cada uno según sus obras”. El Espíritu que se demora sólo puede quejarse de sí mismo, así como el que progresa posee el mérito exclusivo de su esfuerzo, y por eso aprecia más la felicidad conquistada.
La felicidad suprema sólo es patrimonio de los Espíritus perfectos, es decir, de los Espíritus puros, que sólo la consiguen después de que han progresado en inteligencia y en moralidad. El progreso intelectual y el progreso moral raramente marchan juntos; pero lo que el Espíritu no consigue en un cierto lapso, lo logra en otro, de manera que ambos progresos terminan por alcanzar el mismo nivel. Por esa razón vemos, a menudo, hombres inteligentes e instruidos que poseen un escaso adelanto moral, y viceversa.
La encarnación es necesaria para el progreso moral e intelectual del Espíritu: para el progreso intelectual, por la actividad que se ve obligado a desplegar mediante el trabajo; para el progreso moral, por la necesidad que los hombres tienen unos de otros. La vida social es la piedra de toque de las buenas y de las malas cualidades. Para el hombre que vive aislado no existen los vicios ni las virtudes. Si bien mediante el aislamiento se preserva del mal, por otro lado, anula las posibilidades de hacer el bien.
Es evidente que una sola existencia corporal resulta insuficiente para que el Espíritu pueda adquirir todo el bien que le falta y se deshaga de todo el mal que hay en él. En cada nueva existencia el Espíritu lleva consigo lo que adquirió en las anteriores, en aptitudes, conocimientos intuitivos, inteligencia y moralidad. Cada existencia constituye, de ese modo, un paso adelante en el camino del progreso.
En el intervalo que existe entre las existencias corporales, el Espíritu permanece en el mundo espiritual durante un lapso más o menos prolongado, y allí es feliz o desdichado de conformidad con el bien o el mal que haya hecho. El estado espiritual es el estado normal del Espíritu, porque ese será su estado definitivo, y porque el cuerpo espiritual no muere.
El Espíritu progresa también en la erraticidad, mientras no reencarna, donde adquiere conocimientos especiales que no podría obtener en la Tierra, y modifica sus ideas. El estado corporal y el estado espiritual representan para él la fuente de dos tipos de progreso solidarios entre sí. Por esa razón el Espíritu atraviesa alternadamente esos dos modos de existencia.
La reencarnación puede producirse en la Tierra o en otros mundos. Hay mundos más avanzados que otros, donde la existencia presenta condiciones menos penosas que en la Tierra, tanto física como moralmente, pero donde sólo son admitidos los Espíritus que han llegado a un grado de perfección acorde al estado de esos mundos.
La vida en los mundos superiores constituye de por sí una recompensa, dado que en ellos nos encontramos exentos de los males y de las vicisitudes a los que estamos expuestos en la Tierra. Los cuerpos, menos materiales, casi fluídicos, no están sujetos a las molestias, a las enfermedades, ni a las necesidades propias de la Tierra.
La felicidad de los Espíritus bienaventurados no consiste en la ociosidad contemplativa. Por el contrario, la vida espiritual es, en todos sus grados, una actividad constante, pero exenta de cansancio. La dicha suprema consiste, pues, en el goce de todos los esplendores de la creación, a los que ningún lenguaje humano podría describir, y que la imaginación más fecunda sería incapaz de concebir. Consiste en el conocimiento y la penetración de todas las cosas; en la ausencia de aflicciones físicas y morales; en una satisfacción íntima, una imperturbable serenidad del alma. Consiste también en el amor puro que une a todos los seres, debido a que no se producen los roces propios del contacto con los inferiores. Por encima de todo, consiste en la comprensión de los misterios de Dios, que son revelados a los más dignos. Los Espíritus puros son los mesías o mensajeros de Dios que transmiten y ejecutan su voluntad. Los Espíritus del orden más elevado son los únicos que participan de los secretos de Dios, porque se inspiran en su pensamiento y son sus representantes directos.
Las atribuciones de los Espíritus son proporcionales a su progreso, a sus capacidades, a su experiencia y al grado de confianza que inspiran al soberano Señor. Para Él no existen privilegios, ni favores que no sean el premio al mérito; todo se mide y se pesa en la balanza de la estricta justicia. Las misiones más importantes sólo son confiadas a aquellos que Dios juzga capaces de cumplirlas e incapaces de fallar o de ponerlas en riesgo. Mientras que los más dignos componen, ante la mirada misma de Dios, el consejo supremo, a los jefes superiores se les atribuye el comando de los torbellinos planetarios, y a otros se les confía el de mundos específicos. Después siguen, en orden de adelanto y subordinación jerárquica, las atribuciones más restringidas de los que tienen a su cargo la marcha de los pueblos, la protección de las familias y los individuos, el estímulo de cada rama del progreso, las diversas operaciones de la naturaleza, y hasta los más ínfimos detalles de la creación. En ese vasto y armonioso conjunto, hay ocupaciones para todas las capacidades, aptitudes y propósitos de buena voluntad; ocupaciones aceptadas con júbilo, solicitadas con entusiasmo, puesto que son un medio de adelanto para los Espíritus que aspiran a elevarse.
Junto a las grandes misiones confiadas a los Espíritus superiores, hay otras misiones de importancia relativa en todos los grados, que se conceden a los Espíritus de todas las categorías. De ahí que podamos afirmar que cada encarnado tiene la suya, es decir, que tiene deberes que cumplir en bien de sus semejantes, desde el padre de familia, responsable de hacer que sus hijos progresen, hasta el hombre de genio que siembra en la sociedad nuevos elementos de progreso. En esas misiones secundarias a menudo se verifican debilidades y fracasos, incumplimientos del deber y renuncias, que, si bien perjudican al individuo, no afectan al conjunto.
Todas las inteligencias cooperan, pues, en la obra general, sea cual fuere el grado que hayan alcanzado, y cada una lo hace en la medida de sus fuerzas: algunas en el estado de encarnación, otras en el de Espíritu. En todas partes hay actividad, desde la base hasta el punto más alto de la escala. Todos se instruyen, se ayudan mutuamente y se dan las manos para alcanzar la cima.
Así se establece la solidaridad entre el mundo espiritual y el mundo corporal; en otras palabras, entre los hombres y los Espíritus, entre los Espíritus libres y los cautivos. Así se perpetúan y consolidan, a través de la purificación y la continuidad de las relaciones, las verdaderas simpatías, los más sublimes afectos.
En todas partes hay vida y movimiento. Ningún rincón del infinito se halla despoblado, no hay región que no sea recorrida incesantemente por innumerables legiones de seres radiantes, invisibles para los sentidos groseros de los encarnados, pero cuya vista deslumbra de alegría y admiración a las almas desprendidas de la materia. En todas partes, en fin, hay una felicidad acorde a cada progreso, a cada deber cumplido. Cada uno es portador de los elementos necesarios para su propia dicha, según la categoría donde se coloca de acuerdo con su grado de adelanto.
La felicidad depende de las virtudes propias de cada individuo, y no del estado material del ambiente en que se encuentra. Existe, por lo tanto, en todos los lugares donde hay Espíritus capaces de gozarla. No se le asigna ningún lugar determinado en el universo. Dondequiera que se encuentren, los Espíritus puros pueden contemplar la majestad divina, porque Dios está en todas partes
Sin embargo, la felicidad no es individual. Si sólo la poseyéramos en nosotros mismos y no pudiéramos compartirla con los demás, sería egoísta y sombría. También la encontramos en la comunión de pensamientos que une a los seres que sienten mutua simpatía. Los Espíritus felices, atraídos unos a otros por la similitud de ideas, gustos y sentimientos, forman numerosos grupos, familias homogéneas, en el seno de las cuales cada individualidad irradia sus cualidades propias, y se llena de los efluvios serenos y benéficos que emanan del conjunto. Los miembros de ese conjunto pueden dispersarse para consagrarse a su misión, o bien se reúnen en un punto determinado del espacio para intercambiar noticias acerca del trabajo realizado, o se congregan alrededor de un Espíritu más elevado para recibir instrucciones y consejos.
Aunque los Espíritus estén por todas partes, los mundos son los lugares de preferencia donde se reúnen, en virtud de la analogía que existe entre ellos y quienes viven allí. En torno a los mundos adelantados abundan los Espíritus superiores, mientras que alrededor de los mundos atrasados pululan los Espíritus inferiores. La Tierra se encuentra todavía entre los mundos atrasados. Así pues, cada mundo posee, de alguna manera, su propia población de Espíritus encarnados y desencarnados, alimentada en gran parte mediante la encarnación y la desencarnación de esos mismos Espíritus. Desde los mundos superiores, verdaderos focos de luz y felicidad, los Espíritus se dirigen hacia los mundos inferiores a fin de sembrar en ellos los gérmenes del progreso, llevarles consuelo y esperanza, y levantar los ánimos abatidos por las pruebas de la vida. En ocasiones también encarnan allí para cumplir su misión con mayor eficacia.
En esa inmensidad sin límites, ¿dónde está el Cielo? Por todas partes: nada lo circunda ni le marca límites. Los mundos felices son las últimas paradas del camino que conduce hasta él, cuyo acceso es franqueado por las virtudes y obstruido por los vicios.
Ante ese cuadro grandioso que puebla todos los rincones del universo, que otorga a todos los objetos de la creación una finalidad y una razón de ser, ¡qué pequeña y mezquina es la doctrina que circunscribe a la humanidad a un punto imperceptible del espacio, que nos la muestra comenzando en un instante dado, para acabar un día igualmente junto con el mundo que la contiene, sin extenderse más de un minuto en la eternidad! ¡Qué amarga, fría y decepcionante es esa doctrina cuando nos muestra el resto del universo, antes, durante y después de la humanidad terrenal, sin vida ni movimiento, como un inmenso desierto sumergido en el silencio! ¡Qué desesperante es la imagen de los elegidos, dedicados a la contemplación perpetua, en tanto que la mayoría de las criaturas está condenada a padecimientos sin fin! ¡Qué dolorosa es para los corazones que aman, la idea de esa barrera interpuesta entre los muertos y los vivos! “Las almas felices –alegan– sólo piensan en su dicha, así como las almas desdichadas sólo piensan en sus dolores.” En ese caso, ¿sería para sorprendernos que el egoísmo reine en la Tierra, cuando nos muestran que también lo hace en el Cielo? ¡Oh! ¡Qué mezquina nos parece esa idea de la magnitud, el poder y la bondad de Dios!
Por el contrario, ¡qué sublime es la idea que el espiritismo nos ofrece acerca del Cielo! ¡Cuánto acrecienta esa doctrina las ideas y amplía el pensamiento! Pero ¿quién dice que está acertada? En primer término, la razón; después, la revelación, y, por último, la concordancia con los progresos de la ciencia. Entre dos doctrinas, si una desprecia los atributos de Dios y la otra los enaltece; si una está en discordancia y la otra en armonía con el progreso; si una se queda en la retaguardia mientras la otra se dirige hacia adelante, el buen sentido dice de qué lado está la verdad. Por consiguiente, al confrontarlas, cada uno consulte a sus aspiraciones, y una voz interior responderá. Las aspiraciones son la voz de Dios, que no engaña a los hombres.
“Pero –replicarán– ¿por qué Dios no les reveló desde el principio toda la verdad?” Por la misma razón según la cual no se enseña a los niños lo mismo que a los adultos. La revelación limitada fue suficiente en cierto período de la humanidad, y Dios la proporciona de acuerdo con la capacidad del Espíritu. Quienes reciben hoy una revelación más completa son los mismos Espíritus que en épocas pasadas ya recibieron parte de ella, y que desde entonces crecieron en inteligencia.
Antes de que la ciencia revelara a los hombres las fuerzas vivas de la naturaleza, la constitución de los astros, el verdadero papel de la Tierra y su formación, ¿hubiesen ellos podido comprender la inmensidad del espacio, la pluralidad de los mundos? Antes de que la geología comprobara cómo se formó la Tierra, ¿hubiesen podido los hombres desalojar al Infierno de sus entrañas, y comprender el sentido alegórico de los seis días de la creación? Antes de que la astronomía descubriera las leyes que rigen el universo, ¿hubiesen podido comprender que no hay arriba ni abajo en el espacio, que el cielo no está por encima de las nubes ni limitado por las estrellas? Antes de los progresos de la ciencia psicológica, ¿hubieran podido los hombres identificarse con la vida espiritual? ¿Habrían sido capaces de concebir que después de la muerte hay una vida feliz o desdichada que no transcurre en un lugar circunscrito y con características materiales? De ningún modo. El hombre comprendía más con los sentidos que con el pensamiento, de modo que el universo era demasiado vasto para su cerebro. Era preciso restringirlo primero a su punto de vista, para ampliarlo después. Una revelación parcial tenía su utilidad, y si bien resultó adecuada para aquella época, hoy es insuficiente. El error proviene de los que, sin darse cuenta del progreso de las ideas, pretenden gobernar a hombres maduros como si se tratara de niños.
Los limbos
Hasta el 20 de abril de 2007, fecha en que la Iglesia Católica elimina el limbo, admitía una posición especial en ciertos casos particulares. Los niños que habían muerto a corta edad, como no habían hecho mal alguno, no podían ser condenados al fuego eterno. Pero, por otro lado, como tampoco habían hecho el bien, no le cabían el derecho a la felicidad suprema. La Iglesia manifestaba hasta entonces, que las almas de esos niños permanecían en los limbos, situación intermedia que nunca fue definida, en la cual, si bien no sufrían, tampoco gozaban de la perfecta felicidad. No obstante, dado que su destino había sido determinado irremediablemente, quedaban privadas de la dicha por toda la eternidad. Esa privación equivalía, pues, a un suplicio eterno inmerecido, puesto que no dependía de esas almas que los hechos sucedieran de ese modo. Lo mismo ocurría en el caso de los salvajes que, por no haber recibido la gracia del bautismo ni las luces de la religión, pecaban por ignorancia, entregados a sus instintos naturales, sin que les cupiera la culpa ni el mérito de quienes obran con conocimiento de causa. La simple lógica rechazaba semejante doctrina en nombre de la justicia de Dios, que se halla contenida por completo en estas palabras de Cristo: “A cada uno según sus obras”. Es preciso entender que Jesús alude a obras buenas o malas, llevadas a cabo libremente, voluntariamente, pues estas son las únicas que implican responsabilidad. Ese no es el caso del niño, ni el del salvaje, ni el de quien no ha tenido la oportunidad de ser ilustrado.
El Purgatorio
El Papa Benedicto XVI en una audiencia en el Vaticano el miércoles 12/01/2011, afirmó que:
"El purgatorio no es un elemento de las entrañas de la Tierra, no es un fuego exterior, sino interno. Es el fuego que purifica las almas en el camino de la plena unión con Dios".
Su antecesor, Juan Pablo II, coincidió con Ratzinger en que el purgatorio existe, pero que no es "un lugar" o "una prolongación de la situación terrenal" después de la muerte, sino "el camino hacia la plenitud a través de una purificación completa".
El Evangelio no hace mención alguna del Purgatorio, que fue admitido por la Iglesia a partir del año 593. Se trata, sin duda, de un dogma más racional y acorde con la voluntad de Dios que el del Infierno, puesto que establece penas menos rigurosas, que pueden ser expiadas en los casos de faltas de menor gravedad.
Sin embargo, la noción del Purgatorio es forzosamente incompleta. Eso se debe a que, como sólo conocen la pena del fuego, los hombres hicieron de ese lugar un Infierno en miniatura. Las almas también padecen allí por efecto de las llamas, aunque el fuego es de menor intensidad. Puesto que el dogma de las penas eternas es incompatible con el progreso, las almas del Purgatorio no salen de él por obra de su adelanto, sino en virtud de las plegarias que se hacen o que se mandan hacer con ese fin.
Si bien la primera intención fue buena, no se puede decir lo mismo de sus consecuencias, debido a los abusos a que dio lugar. Las oraciones pagadas transformaron el Purgatorio en un negocio más rentable que el Infierno(1).
(1) El
Purgatorio dio origen al comercio escandaloso de las indulgencias, por
intermedio de las cuales se vendía la entrada al Cielo. Este abuso fue la causa
principal de la Reforma, y condujo a Lutero a rechazar el Purgatorio. (N. de
Allan Kardec.)
La ubicación del Purgatorio, así como la naturaleza de las penas que allí se sufren, nunca fueron determinados ni definidos claramente.
Cada existencia constituye una oportunidad para que el alma dé un paso adelante. Depende de su voluntad la mayor o menor extensión de ese paso, que le permitirá ascender varios peldaños o bien permanecer en el mismo lugar. En este último caso, de nada le habrá servido el sufrimiento y, como tarde o temprano se impone inevitablemente el pago de sus deudas, deberá volver a empezar una nueva existencia en condiciones todavía más penosas, porque se sumará una nueva mancha a la que aún no ha sido borrada.
Así pues, en las encarnaciones sucesivas el alma se despoja poco a poco de sus imperfecciones. En una palabra, se purga hasta que esté suficientemente pura para que merezca dejar los mundos de expiación por otros más venturosos y, más tarde, pueda dejar estos para gozar de la felicidad suprema.
De ese modo, el purgatorio no es una idea vaga e incierta. Es una realidad material que vemos, palpamos y sufrimos. Existe en los mundos de expiación, y la Tierra es uno de esos mundos. En ella los hombres expían el pasado y el presente en bien del porvenir. No obstante, en contraposición a la idea que se tiene, depende de cada uno abreviar o prolongar su permanencia aquí, según el grado de adelanto y de purificación alcanzado mediante el trabajo consigo mismo. De la Tierra sólo se sale por mérito propio, y no porque haya concluido el tiempo o por los méritos ajenos, en concordancia con estas palabras de Cristo: “A cada uno según sus obras”, palabras que resumen en forma integral la justicia de Dios.
Quien sufre en esta vida, debe estar convencido de que eso sucede porque no se purificó suficientemente en su existencia anterior, y que, si no lo hace en esta, deberá sufrir más aún en la siguiente, lo cual es equitativo y lógico al mismo tiempo. Como el sufrimiento es inherente a la imperfección, tanto más tiempo sufriremos cuanto más imperfectos seamos, de la misma forma que una enfermedad persiste tanto más tiempo cuanto mayor sea la demora en tratarla. Así, mientras el hombre sea orgulloso, sufrirá las consecuencias del orgullo; mientras sea egoísta, sufrirá las consecuencias del egoísmo.
Conforme a su grado de imperfección, el Espíritu culpable sufre primero en la vida espiritual, y después se le concede la vida corporal como medio de reparación. Es por eso por lo que en la nueva existencia se vuelve a encontrar junto a las personas a las que ha ofendido, o en ambientes semejantes a aquellos en los que hizo el mal, o en la situación opuesta a la de su vida precedente, como, por ejemplo, en la miseria si fue un mal rico, o en una condición humillante si fue orgulloso.
La expiación, primero en el mundo de los Espíritus y después en la Tierra, no constituye un doble castigo para el Espíritu. Se trata de la misma expiación, que se continúa en la Tierra como un complemento, con vistas a facilitarle el progreso mediante un trabajo efectivo. De él depende aprovecharlo. ¿No será preferible que el Espíritu vuelva a la Tierra con la posibilidad de alcanzar el Cielo, a que sea condenado sin remisión si deja este mundo definitivamente? Esa libertad que se le concede es una prueba de la sabiduría, la bondad y la justicia de Dios, que quiere que el hombre deba todo a sus propios esfuerzos y sea el artífice de su porvenir. Si es desdichado, y si lo es por más o menos tiempo, sólo podrá quejarse de sí mismo, dado que el camino del progreso siempre está abierto.
Si se considera cuánto sufren los Espíritus culpables en el mundo invisible, cuán terrible es la situación de algunos de ellos, cuántas ansiedades los dominan, y de qué forma ese estado se agrava aún más por la imposibilidad de prever su término, podría decirse que se encuentran en el Infierno, en caso de que esa palabra no implicase la idea de un castigo eterno y material. No obstante, gracias a la revelación de los Espíritus, y a los ejemplos que nos ofrecen, sabemos que la duración de la expiación está subordinada al mejoramiento del culpable.
El espiritismo no viene, pues, para negar las penas futuras; viene, por el contrario, a confirmarlas. Lo que él destruye es el Infierno localizado, con sus hornos y sus penas irremediables. Tampoco niega el Purgatorio, pues demuestra que nos encontramos en él. Al definirlo con precisión, y al explicar la causa de las miserias terrenales, orienta hacia la creencia a aquellos que lo niegan.
¿Rechaza las oraciones por los difuntos? Todo lo contrario. Dado que los Espíritus sufridores las solicitan, las eleva a un deber de caridad y demuestra su eficacia para conducirlos al bien y, de esa manera, abreviar sus tormentos. Al hablar a la inteligencia, ha devuelto la fe a los incrédulos, y la plegaria a quienes la menospreciaban. Con todo, lo que el espiritismo sostiene es que la eficacia de la plegaria reside en el pensamiento y no en las palabras, y que las mejores plegarias son las del corazón y no las de los labios, son las que cada uno hace personalmente, y no las que se encargan con dinero. ¿Quién, entonces, osaría censurarlo?
Sea cual fuere su duración, y dondequiera que ocurra – en la vida espiritual o en la Tierra–, el castigo tiene siempre un término, próximo o remoto. En realidad, el Espíritu sólo cuenta con dos alternativas: castigo temporario graduado según la culpa, y recompensa graduada según el mérito. El espiritismo rechaza la tercera alternativa: la condena eterna. El Infierno queda reducido a la figura simbólica de los padecimientos mayores, cuyo término no se conoce. El Purgatorio es, en efecto, la realidad.
La palabra purgatorio sugiere la idea de un lugar circunscripto. Por eso se aplica más naturalmente a la Tierra, considerada como un lugar de expiación, que al espacio infinito donde los Espíritus que sufren se mantienen errantes, sobre todo porque la naturaleza de la expiación terrestre es la de una verdadera expiación.
Cuando los hombres hayan mejorado, sólo aportarán al mundo invisible Espíritus buenos; y estos, cuando encarnen, sólo proveerán a la humanidad corporal elementos perfeccionados. Entonces, la Tierra dejará de ser un mundo de expiación, y los hombres ya no sufrirán las miserias que son la consecuencia de sus imperfecciones. Esa transformación, que se produce en este momento, elevará a la Tierra en la jerarquía de los mundos.
El Infierno
Hasta el siglo III la Iglesia Católica nunca defendió la doctrina de la eternidad del infierno, sin embargo, desde el siglo XV defendía que el castigo del infierno destinado a los pecadores es “eterno”, idea iniciada en el siglo VI con San Agustín. En el 2015 el Papa Francisco revisa dicha doctrina católica afirmando que la Iglesia “no condena para siempre”.
Según Francisco, en el DNA de la Iglesia de Cristo, no existe un castigo para siempre, sin retorno inapelable.
El Papa Juan Pablo II aseguró durante su Pontificado que tanto el paraíso como el infierno no son lugares físicos, sino estados del espíritu.
En todos los tiempos el hombre ha creído, por intuición, que la vida futura debía ser dichosa o desgraciada, en proporción al bien o al mal que hizo en la Tierra. La idea o cuadro que de ella se forma está en relación con el desarrollo de su sentido moral y de las nociones más o menos exactas que tiene del bien y del mal; las penas y los premios son el reflejo de los instintos predominantes.
Al no poder comprender más que lo que vio, el hombre primitivo calcó naturalmente su porvenir en el presente. Para comprender otros tipos distintos de los que tenía a la vista, necesitaba de un desarrollo intelectual que debía conseguirse con el tiempo. Por tanto, el cuadro que se imagina de los castigos de la vida futura no es más que el reflejo de los males de la Humanidad, pero en mayor extensión. Reúne en él todos los tormentos, todos los suplicios, todas las aflicciones que sufren en la Tierra. De este modo, en los climas abrasadores, imaginó un infierno de fuego, y en las regiones boreales, un infierno de hielo. No habiendo desarrollado todavía el sentido que debía hacerle comprender el mundo espiritual sólo podía concebir penas materiales. He aquí la razón por la que, con algunas diferencias en la forma, el infierno de todas las religiones se asemeja.
Las mismas consideraciones que entre los antiguos habían hecho localizar el reino de la felicidad, hicieron circunscribir la zona de los suplicios. Dado que los hombres colocaron al primero en las regiones superiores, era natural que reservaran al segundo las regiones inferiores, es decir, el centro de la Tierra, con el convencimiento de que ciertas cavidades sombrías, de aspecto terrible, les servían de acceso. De modo que, durante mucho tiempo, también los cristianos ubicaron allí la morada de los condenados.
Pese a que no se sabe en qué lugar del espacio está ubicado ese Infierno, hay santos que lo han visto. No han ido allí con la lira en la mano, como Orfeo; o empuñando la espada, como Ulises, sino transportados en Espíritu. Santa Teresa está entre ellos.
”De acuerdo con el relato de la santa, en el Infierno hay ciudades. Ella vio, al menos, una especie de callejuela larga y angosta, como las que existen en las ciudades antiguas. La recorrió horrorizada, pisando un suelo fangoso y fétido, en el que abundaban reptiles monstruosos. Con todo, una muralla que obstruía la callejuela impidió su avance, de modo que se refugió en un nicho de la muralla, sin que supiera explicar cómo había llegado hasta allí. Se trataba –manifestó– del lugar que le estaría reservado en caso de que en su vida abusara de las gracias que Dios le concedía en su celda de Ávila.
”A pesar de la asombrosa facilidad con que penetró en el nicho de piedra, en él no podía sentarse, acostarse ni permanecer de pie. Tampoco podía salir. Esas paredes horrorosas se abalanzaban sobre ella, la rodeaban y la aprisionaban como si estuviesen animadas. Le parecía que la asfixiaban, que la estrangulaban, al mismo tiempo que la desollaban viva y la descuartizaban. Sintió que se quemaba, y entonces experimentó toda clase de angustias. No tenía esperanza alguna de que la socorrieran. Si bien alrededor suyo todo era tinieblas, a través de ellas podía ver la hedionda callejuela donde se encontraba y sus inmundos alrededores. Ese espectáculo le resultaba tan intolerable como la estrechez de la prisión(2).
(2) En esta visión se reconocen
todas las características de las pesadillas, y probablemente lo sucedido a
santa Teresa pertenezca a esta clase de fenómenos. (N. de Allan Kardec.)
Nos preguntamos cómo es posible que algunos hombres hayan podido ver esas cosas en estado de éxtasis, si de hecho no existen. No corresponde explicar aquí el origen de las imágenes fantásticas, que tantas veces se reproducen con todas las apariencias de la realidad. Sólo diremos que una prueba de esas fantasías radica en el hecho de que el éxtasis es la menos confiable de todas las revelaciones, porque ese estado de sobreexcitación no siempre implica un desprendimiento del alma tan completo como podría suponerse, y porque muchas veces contiene el reflejo de las preocupaciones de la víspera. Las ideas con que se nutre el Espíritu, de las cuales el cerebro –o mejor, la envoltura periespiritual correspondiente al cerebro– conserva la impresión, se reproducen ampliadas como en un espejo, con formas vaporosas que se cruzan, se confunden y componen conjuntos extraños. Los extáticos, sea cual fuere su culto, siempre han visto cosas relacionadas con la fe que abrazaron. Por consiguiente, no debe sorprendernos que las personas que, como santa Teresa, se encuentran saturadas de ideas infernales –como las que están contenidas en las descripciones verbales o escritas, así como en las pinturas–, hayan tenido visiones que sólo son, hablando con propiedad, la reproducción de esas ideas, y que producen el efecto de una pesadilla.
NOTAS:
No es que Dios personalmente imponga, premie, castigue, etc., no, son figuras alegóricas. Él tiene sus leyes, y si las incumplimos, la culpa es nuestra. Por consiguiente, los castigos son el resultado de infringir sus leyes, sirviéndose de diversos instrumentos para castigar a los que las incumplimos. Las enfermedades, y a menudo la muerte, son la consecuencia de las infracciones que cometemos contra las leyes de Dios, ya que toda acción tiene su reacción por la Ley de Causa y Efecto.
Perpetuo es sinónimo de eterno. Se dice: ‘el límite de las nieves perpetuas’; ‘el hielo eterno de los polos’. También se dice: ‘el secretario perpetuo de la Academia’, lo que no significa que lo sea para siempre, sino únicamente por un tiempo ilimitado. Eterno y perpetuo se emplean, pues, en el sentido de indeterminado. En esta acepción, se puede afirmar que las penas son eternas si con ello se quiere expresar que no tienen una duración limitada. Son eternas para el Espíritu que no les ve un término. (N. de Allan Kardec.)
Bibliografía:
El Cielo y el Infierno de Allan kardec
AMOR, CARIDAD y TRABAJO
No hay comentarios:
Publicar un comentario