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El Cielo, Limbo, Purgatorio e Infierno








EL CIELO, LIMBO, PURGATORIO e INFIERNO 









El Cielo

Juan Pablo II en el verano de 1999 manifestó que el Cielo existe, pero no en un lugar físico entre las nubes.

En general, la palabra cielo designa al espacio indefinido que circunda la Tierra y, más particularmente, a la parte que se encuentra por encima de nuestro horizonte. Procede del latín coelum, y este del griego koilos, que significa “hueco”, “cóncavo”, porque el cielo aparece a la vista como una inmensa concavidad. Los antiguos creían en la existencia de muchos cielos superpuestos, hechos de materia sólida y transparente, que formaban esferas concéntricas cuyo centro era la Tierra. 

Esta teoría, oriunda de la deficiencia de los conocimientos astronómicos, fue la de todas las teogonías que convirtieron a los cielos, así escalonados, en los diferentes grados de beatitud. El último cielo era la morada de la suprema felicidad. Según la opinión más generalizada, había siete cielos, y de ahí la expresión: estar en el séptimo cielo, para aludir a la dicha perfecta.

Las diferentes doctrinas acerca de la morada de los bienaventurados se basan todas en el doble error de considerar que la Tierra es el centro del universo y que la región de los astros tiene límites. Todas han ubicado la morada dichosa, donde reside el Todopoderoso, más allá de ese límite imaginario. ¡Singular anomalía que coloca al Autor de todas las cosas, a Aquel que las gobierna a todas, en los confines de la creación, en vez de instalarlo en el centro desde donde la irradiación de su pensamiento podría abarcarlo todo!

La ciencia, con la lógica inexorable de los hechos y de la observación, llevó su luz hasta las profundidades del espacio, y demostró la nulidad de todas esas teorías. La Tierra ya no es el centro del universo, sino uno de los astros más pequeños que giran en la inmensidad; el mismo Sol es apenas el centro de un torbellino planetario; las estrellas son otros tantos e innumerables soles, en torno a los cuales circulan mundos incontables, separados por distancias a las que sólo el pensamiento puede acceder, aunque parezcan tocarse.

Las ideas del hombre se corresponden con lo que sabe. Como todos los descubrimientos importantes, el de la formación de los mundos habría de imprimirles otro curso. Bajo la influencia de esos nuevos conocimientos, las creencias se modificaron: el Cielo debía ser cambiado de lugar, pues la región de las estrellas, que era ilimitada, ya no le servía. ¿Dónde está el Cielo entonces? Ante esta pregunta todas las religiones enmudecen.

El espiritismo ha venido a resolverla mediante la demostración de cuál es el verdadero destino del hombre.

El hombre está compuesto por el cuerpo y el Espíritu. El Espíritu es el ser principal, racional, inteligente. El cuerpo es la envoltura material que reviste al Espíritu en forma transitoria, para el cumplimiento de su misión en la Tierra y para la ejecución del trabajo necesario para su adelanto. El cuerpo, cuando se ha consumido, se destruye, pero el Espíritu sobrevive a su destrucción. Sin el Espíritu, el cuerpo sólo es materia inerte, como un instrumento privado del brazo que lo acciona. Sin el cuerpo, el Espíritu lo es todo: la vida y la inteligencia. Al dejar el cuerpo, regresa al mundo espiritual de donde había salido para encarnar.

Existen, por lo tanto, dos mundos: el mundo corporal, compuesto por los Espíritus encarnados, y el mundo espiritual, constituido por los Espíritus desencarnados. Los seres del mundo corporal, debido justamente a su envoltura material, están ligados a la Tierra o a alguno de los planetas similares. El mundo espiritual se encuentra por todas partes, alrededor nuestro y en el espacio, y no se le ha trazado ningún límite.

Los Espíritus son creados simples e ignorantes, pero con aptitudes para progresar y alcanzar la perfección, en virtud de su libre albedrío. Mediante el progreso conquistan nuevos conocimientos, nuevas facultades, nuevas percepciones y, por consiguiente, nuevos goces que son ignorados por los Espíritus inferiores. Ven, oyen, sienten y comprenden lo que los Espíritus atrasados no pueden ver ni oír, lo que no pueden sentir ni comprender. La felicidad guarda relación con el progreso realizado; de manera que, de dos Espíritus, uno de ellos puede no ser tan feliz como el otro, por el solo hecho de que no consiguió el mismo adelanto intelectual y moral, sin que por eso precisen estar cada uno en un lugar distinto. Aunque estén juntos, uno puede estar en medio de tinieblas, en tanto que alrededor del otro todo resplandece, así como un ciego y alguien dotado de la vista pueden tomarse de la mano, y este último percibe la luz de la cual el primero no recibe la mínima impresión. El mundo espiritual tiene esplendores por todas partes, armonías y sensaciones que los Espíritus inferiores, todavía sometidos a la influencia de la materia, no llegan a vislumbrar, y que sólo son accesibles a los Espíritus purificados.  Dado que la felicidad de los Espíritus es inherente a sus cualidades, ellos pueden encontrarla dondequiera que estén, sea en la superficie de la Tierra, en medio de los encarnados, o en el espacio.

El progreso de los Espíritus es fruto de su propio trabajo. No obstante, como son libres, trabajan a favor de su adelanto con mayor o menor diligencia, con mayor o menor desidia, según su voluntad. De ese modo, apresuran o retrasan su progreso y, por consiguiente, su felicidad. Mientras algunos avanzan rápidamente, otros permanecen detenidos por largos siglos en las categorías inferiores. Ellos son, pues, los artífices de su propia situación, sea dichosa o desventurada, en coincidencia con estas palabras de Cristo: “A cada uno según sus obras”. El Espíritu que se demora sólo puede quejarse de sí mismo, así como el que progresa posee el mérito exclusivo de su esfuerzo, y por eso aprecia más la felicidad conquistada.

La felicidad suprema sólo es patrimonio de los Espíritus perfectos, es decir, de los Espíritus puros, que sólo la consiguen después de que han progresado en inteligencia y en moralidad. El progreso intelectual y el progreso moral raramente marchan juntos; pero lo que el Espíritu no consigue en un cierto lapso, lo logra en otro, de manera que ambos progresos terminan por alcanzar el mismo nivel. Por esa razón vemos, a menudo, hombres inteligentes e instruidos que poseen un escaso adelanto moral, y viceversa.

La encarnación es necesaria para el progreso moral e intelectual del Espíritu: para el progreso intelectual, por la actividad que se ve obligado a desplegar mediante el trabajo; para el progreso moral, por la necesidad que los hombres tienen unos de otros. La vida social es la piedra de toque de las buenas y de las malas cualidades. Para el hombre que vive aislado no existen los vicios ni las virtudes. Si bien mediante el aislamiento se preserva del mal, por otro lado, anula las posibilidades de hacer el bien.

Es evidente que una sola existencia corporal resulta insuficiente para que el Espíritu pueda adquirir todo el bien que le falta y se deshaga de todo el mal que hay en él. En cada nueva existencia el Espíritu lleva consigo lo que adquirió en las anteriores, en aptitudes, conocimientos intuitivos, inteligencia y moralidad. Cada existencia constituye, de ese modo, un paso adelante en el camino del progreso.

En el intervalo que existe entre las existencias corporales, el Espíritu permanece en el mundo espiritual durante un lapso más o menos prolongado, y allí es feliz o desdichado de conformidad con el bien o el mal que haya hecho. El estado espiritual es el estado normal del Espíritu, porque ese será su estado definitivo, y porque el cuerpo espiritual no muere.

El Espíritu progresa también en la erraticidad, mientras no reencarna, donde adquiere conocimientos especiales que no podría obtener en la Tierra, y modifica sus ideas. El estado corporal y el estado espiritual representan para él la fuente de dos tipos de progreso solidarios entre sí. Por esa razón el Espíritu atraviesa alternadamente esos dos modos de existencia.

La reencarnación puede producirse en la Tierra o en otros mundos. Hay mundos más avanzados que otros, donde la existencia presenta condiciones menos penosas que en la Tierra, tanto física como moralmente, pero donde sólo son admitidos los Espíritus que han llegado a un grado de perfección acorde al estado de esos mundos.

La vida en los mundos superiores constituye de por sí una recompensa, dado que en ellos nos encontramos exentos de los males y de las vicisitudes a los que estamos expuestos en la Tierra. Los cuerpos, menos materiales, casi fluídicos, no están sujetos a las molestias, a las enfermedades, ni a las necesidades propias de la Tierra.

La felicidad de los Espíritus bienaventurados no consiste en la ociosidad contemplativa. Por el contrario, la vida espiritual es, en todos sus grados, una actividad constante, pero exenta de cansancio. La dicha suprema consiste, pues, en el goce de todos los esplendores de la creación, a los que ningún lenguaje humano podría describir, y que la imaginación más fecunda sería incapaz de concebir. Consiste en el conocimiento y la penetración de todas las cosas; en la ausencia de aflicciones físicas y morales; en una satisfacción íntima, una imperturbable serenidad del alma. Consiste también en el amor puro que une a todos los seres, debido a que no se producen los roces propios del contacto con los inferiores. Por encima de todo, consiste en la comprensión de los misterios de Dios, que son revelados a los más dignos. Los Espíritus puros son los mesías o mensajeros de Dios que transmiten y ejecutan su voluntad. Los Espíritus del orden más elevado son los únicos que participan de los secretos de Dios, porque se inspiran en su pensamiento y son sus representantes directos.

Las atribuciones de los Espíritus son proporcionales a su progreso, a sus capacidades, a su experiencia y al grado de confianza que inspiran al soberano Señor. Para Él no existen privilegios, ni favores que no sean el premio al mérito; todo se mide y se pesa en la balanza de la estricta justicia. Las misiones más importantes sólo son confiadas a aquellos que Dios juzga capaces de cumplirlas e incapaces de fallar o de ponerlas en riesgo. Mientras que los más dignos componen, ante la mirada misma de Dios, el consejo supremo, a los jefes superiores se les atribuye el comando de los torbellinos planetarios, y a otros se les confía el de mundos específicos. Después siguen, en orden de adelanto y subordinación jerárquica, las atribuciones más restringidas de los que tienen a su cargo la marcha de los pueblos, la protección de las familias y los individuos, el estímulo de cada rama del progreso, las diversas operaciones de la naturaleza, y hasta los más ínfimos detalles de la creación. En ese vasto y armonioso conjunto, hay ocupaciones para todas las capacidades, aptitudes y propósitos de buena voluntad; ocupaciones aceptadas con júbilo, solicitadas con entusiasmo, puesto que son un medio de adelanto para los Espíritus que aspiran a elevarse.

Junto a las grandes misiones confiadas a los Espíritus superiores, hay otras misiones de importancia relativa en todos los grados, que se conceden a los Espíritus de todas las categorías. De ahí que podamos afirmar que cada encarnado tiene la suya, es decir, que tiene deberes que cumplir en bien de sus semejantes, desde el padre de familia, responsable de hacer que sus hijos progresen, hasta el hombre de genio que siembra en la sociedad nuevos elementos de progreso. En esas misiones secundarias a menudo se verifican debilidades y fracasos, incumplimientos del deber y renuncias, que, si bien perjudican al individuo, no afectan al conjunto. 

Todas las inteligencias cooperan, pues, en la obra general, sea cual fuere el grado que hayan alcanzado, y cada una lo hace en la medida de sus fuerzas: algunas en el estado de encarnación, otras en el de Espíritu. En todas partes hay actividad, desde la base hasta el punto más alto de la escala. Todos se instruyen, se ayudan mutuamente y se dan las manos para alcanzar la cima.

Así se establece la solidaridad entre el mundo espiritual y el mundo corporal; en otras palabras, entre los hombres y los Espíritus, entre los Espíritus libres y los cautivos. Así se perpetúan y consolidan, a través de la purificación y la continuidad de las relaciones, las verdaderas simpatías, los más sublimes afectos.

En todas partes hay vida y movimiento. Ningún rincón del infinito se halla despoblado, no hay región que no sea recorrida incesantemente por innumerables legiones de seres radiantes, invisibles para los sentidos groseros de los encarnados, pero cuya vista deslumbra de alegría y admiración a las almas desprendidas de la materia. En todas partes, en fin, hay una felicidad acorde a cada progreso, a cada deber cumplido. Cada uno es portador de los elementos necesarios para su propia dicha, según la categoría donde se coloca de acuerdo con su grado de adelanto.

La felicidad depende de las virtudes propias de cada individuo, y no del estado material del ambiente en que se encuentra. Existe, por lo tanto, en todos los lugares donde hay Espíritus capaces de gozarla. No se le asigna ningún lugar determinado en el universo. Dondequiera que se encuentren, los Espíritus puros pueden contemplar la majestad divina, porque Dios está en todas partes

Sin embargo, la felicidad no es individual. Si sólo la poseyéramos en nosotros mismos y no pudiéramos compartirla con los demás, sería egoísta y sombría. También la encontramos en la comunión de pensamientos que une a los seres que sienten mutua simpatía. Los Espíritus felices, atraídos unos a otros por la similitud de ideas, gustos y sentimientos, forman numerosos grupos, familias homogéneas, en el seno de las cuales cada individualidad irradia sus cualidades propias, y se llena de los efluvios serenos y benéficos que emanan del conjunto. Los miembros de ese conjunto pueden dispersarse para consagrarse a su misión, o bien se reúnen en un punto determinado del espacio para intercambiar noticias acerca del trabajo realizado, o se congregan alrededor de un Espíritu más elevado para recibir instrucciones y consejos.

Aunque los Espíritus estén por todas partes, los mundos son los lugares de preferencia donde se reúnen, en virtud de la analogía que existe entre ellos y quienes viven allí. En torno a los mundos adelantados abundan los Espíritus superiores, mientras que alrededor de los mundos atrasados pululan los Espíritus inferiores. La Tierra se encuentra todavía entre los mundos atrasados. Así pues, cada mundo posee, de alguna manera, su propia población de Espíritus encarnados y desencarnados, alimentada en gran parte mediante la encarnación y la desencarnación de esos mismos Espíritus. Desde los mundos superiores, verdaderos focos de luz y felicidad, los Espíritus se dirigen hacia los mundos inferiores a fin de sembrar en ellos los gérmenes del progreso, llevarles consuelo y esperanza, y levantar los ánimos abatidos por las pruebas de la vida. En ocasiones también encarnan allí para cumplir su misión con mayor eficacia.

En esa inmensidad sin límites, ¿dónde está el Cielo? Por todas partes: nada lo circunda ni le marca límites. Los mundos felices son las últimas paradas del camino que conduce hasta él, cuyo acceso es franqueado por las virtudes y obstruido por los vicios.

Ante ese cuadro grandioso que puebla todos los rincones del universo, que otorga a todos los objetos de la creación una finalidad y una razón de ser, ¡qué pequeña y mezquina es la doctrina que circunscribe a la humanidad a un punto imperceptible del espacio, que nos la muestra comenzando en un instante dado, para acabar un día igualmente junto con el mundo que la contiene, sin extenderse más de un minuto en la eternidad! ¡Qué amarga, fría y decepcionante es esa doctrina cuando nos muestra el resto del universo, antes, durante y después de la humanidad terrenal, sin vida ni movimiento, como un inmenso desierto sumergido en el silencio! ¡Qué desesperante es la imagen de los elegidos, dedicados a la contemplación perpetua, en tanto que la mayoría de las criaturas está condenada a padecimientos sin fin! ¡Qué dolorosa es para los corazones que aman, la idea de esa barrera interpuesta entre los muertos y los vivos! “Las almas felices –alegan– sólo piensan en su dicha, así como las almas desdichadas sólo piensan en sus dolores.” En ese caso, ¿sería para sorprendernos que el egoísmo reine en la Tierra, cuando nos muestran que también lo hace en el Cielo? ¡Oh! ¡Qué mezquina nos parece esa idea de la magnitud, el poder y la bondad de Dios!

Por el contrario, ¡qué sublime es la idea que el espiritismo nos ofrece acerca del Cielo! ¡Cuánto acrecienta esa doctrina las ideas y amplía el pensamiento! Pero ¿quién dice que está acertada? En primer término, la razón; después, la revelación, y, por último, la concordancia con los progresos de la ciencia. Entre dos doctrinas, si una desprecia los atributos de Dios y la otra los enaltece; si una está en discordancia y la otra en armonía con el progreso; si una se queda en la retaguardia mientras la otra se dirige hacia adelante, el buen sentido dice de qué lado está la verdad. Por consiguiente, al confrontarlas, cada uno consulte a sus aspiraciones, y una voz interior responderá. Las aspiraciones son la voz de Dios, que no engaña a los hombres.

“Pero –replicarán– ¿por qué Dios no les reveló desde el principio toda la verdad?” Por la misma razón según la cual no se enseña a los niños lo mismo que a los adultos. La revelación limitada fue suficiente en cierto período de la humanidad, y Dios la proporciona de acuerdo con la capacidad del Espíritu. Quienes reciben hoy una revelación más completa son los mismos Espíritus que en épocas pasadas ya recibieron parte de ella, y que desde entonces crecieron en inteligencia.

Antes de que la ciencia revelara a los hombres las fuerzas vivas de la naturaleza, la constitución de los astros, el verdadero papel de la Tierra y su formación, ¿hubiesen ellos podido comprender la inmensidad del espacio, la pluralidad de los mundos? Antes de que la geología comprobara cómo se formó la Tierra, ¿hubiesen podido los hombres desalojar al Infierno de sus entrañas, y comprender el sentido alegórico de los seis días de la creación? Antes de que la astronomía descubriera las leyes que rigen el universo, ¿hubiesen podido comprender que no hay arriba ni abajo en el espacio, que el cielo no está por encima de las nubes ni limitado por las estrellas? Antes de los progresos de la ciencia psicológica, ¿hubieran podido los hombres identificarse con la vida espiritual? ¿Habrían sido capaces de concebir que después de la muerte hay una vida feliz o desdichada que no transcurre en un lugar circunscrito y con características materiales? De ningún modo. El hombre comprendía más con los sentidos que con el pensamiento, de modo que el universo era demasiado vasto para su cerebro. Era preciso restringirlo primero a su punto de vista, para ampliarlo después. Una revelación parcial tenía su utilidad, y si bien resultó adecuada para aquella época, hoy es insuficiente. El error proviene de los que, sin darse cuenta del progreso de las ideas, pretenden gobernar a hombres maduros como si se tratara de niños. 


Los limbos
Hasta el 20 de abril de 2007, fecha en que la Iglesia Católica elimina el limbo, admitía una posición especial en ciertos casos particulares. Los niños que habían muerto a corta edad, como no habían hecho mal alguno, no podían ser condenados al fuego eterno. Pero, por otro lado, como tampoco habían hecho el bien, no le cabían el derecho a la felicidad suprema. La Iglesia manifestaba hasta entonces, que las almas de esos niños permanecían en los limbos, situación intermedia que nunca fue definida, en la cual, si bien no sufrían, tampoco gozaban de la perfecta felicidad. No obstante, dado que su destino había sido determinado irremediablemente, quedaban privadas de la dicha por toda la eternidad. Esa privación equivalía, pues, a un suplicio eterno inmerecido, puesto que no dependía de esas almas que los hechos sucedieran de ese modo. Lo mismo ocurría en el caso de los salvajes que, por no haber recibido la gracia del bautismo ni las luces de la religión, pecaban por ignorancia, entregados a sus instintos naturales, sin que les cupiera la culpa ni el mérito de quienes obran con conocimiento de causa. La simple lógica rechazaba semejante doctrina en nombre de la justicia de Dios, que se halla contenida por completo en estas palabras de Cristo: “A cada uno según sus obras”. Es preciso entender que Jesús alude a obras buenas o malas, llevadas a cabo libremente, voluntariamente, pues estas son las únicas que implican responsabilidad. Ese no es el caso del niño, ni el del salvaje, ni el de quien no ha tenido la oportunidad de ser ilustrado.


El Purgatorio
El Papa Benedicto XVI en una audiencia en el Vaticano el miércoles 12/01/2011, afirmó que:

"El purgatorio no es un elemento de las entrañas de la Tierra, no es un fuego exterior, sino interno. Es el fuego que purifica las almas en el camino de la plena unión con Dios".

Su antecesor, Juan Pablo II, coincidió con Ratzinger en que el purgatorio existe, pero que no es "un lugar" o "una prolongación de la situación terrenal" después de la muerte, sino "el camino hacia la plenitud a través de una purificación completa".

El Evangelio no hace mención alguna del Purgatorio, que fue admitido por la Iglesia a partir del año 593. Se trata, sin duda, de un dogma más racional y acorde con la voluntad de Dios que el del Infierno, puesto que establece penas menos rigurosas, que pueden ser expiadas en los casos de faltas de menor gravedad.

Sin embargo, la noción del Purgatorio es forzosamente incompleta. Eso se debe a que, como sólo conocen la pena del fuego, los hombres hicieron de ese lugar un Infierno en miniatura. Las almas también padecen allí por efecto de las llamas, aunque el fuego es de menor intensidad. Puesto que el dogma de las penas eternas es incompatible con el progreso, las almas del Purgatorio no salen de él por obra de su adelanto, sino en virtud de las plegarias que se hacen o que se mandan hacer con ese fin.

Si bien la primera intención fue buena, no se puede decir lo mismo de sus consecuencias, debido a los abusos a que dio lugar. Las oraciones pagadas transformaron el Purgatorio en un negocio más rentable que el Infierno(1).
(1) El Purgatorio dio origen al comercio escandaloso de las indulgencias, por intermedio de las cuales se vendía la entrada al Cielo. Este abuso fue la causa principal de la Reforma, y condujo a Lutero a rechazar el Purgatorio. (N. de Allan Kardec.)

La ubicación del Purgatorio, así como la naturaleza de las penas que allí se sufren, nunca fueron determinados ni definidos claramente.

Cada existencia constituye una oportunidad para que el alma dé un paso adelante. Depende de su voluntad la mayor o menor extensión de ese paso, que le permitirá ascender varios peldaños o bien permanecer en el mismo lugar. En este último caso, de nada le habrá servido el sufrimiento y, como tarde o temprano se impone inevitablemente el pago de sus deudas, deberá volver a empezar una nueva existencia en condiciones todavía más penosas, porque se sumará una nueva mancha a la que aún no ha sido borrada.

Así pues, en las encarnaciones sucesivas el alma se despoja poco a poco de sus imperfecciones. En una palabra, se purga hasta que esté suficientemente pura para que merezca dejar los mundos de expiación por otros más venturosos y, más tarde, pueda dejar estos para gozar de la felicidad suprema. 

De ese modo, el purgatorio no es una idea vaga e incierta. Es una realidad material que vemos, palpamos y sufrimos. Existe en los mundos de expiación, y la Tierra es uno de esos mundos. En ella los hombres expían el pasado y el presente en bien del porvenir. No obstante, en contraposición a la idea que se tiene, depende de cada uno abreviar o prolongar su permanencia aquí, según el grado de adelanto y de purificación alcanzado mediante el trabajo consigo mismo. De la Tierra sólo se sale por mérito propio, y no porque haya concluido el tiempo o por los méritos ajenos, en concordancia con estas palabras de Cristo: “A cada uno según sus obras”, palabras que resumen en forma integral la justicia de Dios.

Quien sufre en esta vida, debe estar convencido de que eso sucede porque no se purificó suficientemente en su existencia anterior, y que, si no lo hace en esta, deberá sufrir más aún en la siguiente, lo cual es equitativo y lógico al mismo tiempo. Como el sufrimiento es inherente a la imperfección, tanto más tiempo sufriremos cuanto más imperfectos seamos, de la misma forma que una enfermedad persiste tanto más tiempo cuanto mayor sea la demora en tratarla. Así, mientras el hombre sea orgulloso, sufrirá las consecuencias del orgullo; mientras sea egoísta, sufrirá las consecuencias del egoísmo.

Conforme a su grado de imperfección, el Espíritu culpable sufre primero en la vida espiritual, y después se le concede la vida corporal como medio de reparación. Es por eso por lo que en la nueva existencia se vuelve a encontrar junto a las personas a las que ha ofendido, o en ambientes semejantes a aquellos en los que hizo el mal, o en la situación opuesta a la de su vida precedente, como, por ejemplo, en la miseria si fue un mal rico, o en una condición humillante si fue orgulloso.

La expiación, primero en el mundo de los Espíritus y después en la Tierra, no constituye un doble castigo para el Espíritu. Se trata de la misma expiación, que se continúa en la Tierra como un complemento, con vistas a facilitarle el progreso mediante un trabajo efectivo. De él depende aprovecharlo. ¿No será preferible que el Espíritu vuelva a la Tierra con la posibilidad de alcanzar el Cielo, a que sea condenado sin remisión si deja este mundo definitivamente? Esa libertad que se le concede es una prueba de la sabiduría, la bondad y la justicia de Dios, que quiere que el hombre deba todo a sus propios esfuerzos y sea el artífice de su porvenir. Si es desdichado, y si lo es por más o menos tiempo, sólo podrá quejarse de sí mismo, dado que el camino del progreso siempre está abierto.

Si se considera cuánto sufren los Espíritus culpables en el mundo invisible, cuán terrible es la situación de algunos de ellos, cuántas ansiedades los dominan, y de qué forma ese estado se agrava aún más por la imposibilidad de prever su término, podría decirse que se encuentran en el Infierno, en caso de que esa palabra no implicase la idea de un castigo eterno y material. No obstante, gracias a la revelación de los Espíritus, y a los ejemplos que nos ofrecen, sabemos que la duración de la expiación está subordinada al mejoramiento del culpable.

El espiritismo no viene, pues, para negar las penas futuras; viene, por el contrario, a confirmarlas. Lo que él destruye es el Infierno localizado, con sus hornos y sus penas irremediables. Tampoco niega el Purgatorio, pues demuestra que nos encontramos en él. Al definirlo con precisión, y al explicar la causa de las miserias terrenales, orienta hacia la creencia a aquellos que lo niegan.

¿Rechaza las oraciones por los difuntos? Todo lo contrario. Dado que los Espíritus sufridores las solicitan, las eleva a un deber de caridad y demuestra su eficacia para conducirlos al bien y, de esa manera, abreviar sus tormentos. Al hablar a la inteligencia, ha devuelto la fe a los incrédulos, y la plegaria a quienes la menospreciaban. Con todo, lo que el espiritismo sostiene es que la eficacia de la plegaria reside en el pensamiento y no en las palabras, y que las mejores plegarias son las del corazón y no las de los labios, son las que cada uno hace personalmente, y no las que se encargan con dinero. ¿Quién, entonces, osaría censurarlo?

Sea cual fuere su duración, y dondequiera que ocurra – en la vida espiritual o en la Tierra–, el castigo tiene siempre un término, próximo o remoto. En realidad, el Espíritu sólo cuenta con dos alternativas: castigo temporario graduado según la culpa, y recompensa graduada según el mérito. El espiritismo rechaza la tercera alternativa: la condena eterna. El Infierno queda reducido a la figura simbólica de los padecimientos mayores, cuyo término no se conoce. El Purgatorio es, en efecto, la realidad.

La palabra purgatorio sugiere la idea de un lugar circunscripto. Por eso se aplica más naturalmente a la Tierra, considerada como un lugar de expiación, que al espacio infinito donde los Espíritus que sufren se mantienen errantes, sobre todo porque la naturaleza de la expiación terrestre es la de una verdadera expiación.

Cuando los hombres hayan mejorado, sólo aportarán al mundo invisible Espíritus buenos; y estos, cuando encarnen, sólo proveerán a la humanidad corporal elementos perfeccionados. Entonces, la Tierra dejará de ser un mundo de expiación, y los hombres ya no sufrirán las miserias que son la consecuencia de sus imperfecciones. Esa transformación, que se produce en este momento, elevará a la Tierra en la jerarquía de los mundos.


El Infierno
Hasta el siglo III la Iglesia Católica nunca defendió la doctrina de la eternidad del infierno, sin embargo, desde el siglo XV defendía que el castigo del infierno destinado a los pecadores es “eterno”, idea iniciada en el siglo VI con San Agustín. En el 2015 el Papa Francisco revisa dicha doctrina católica afirmando que la Iglesia “no condena para siempre”.

Según Francisco, en el DNA de la Iglesia de Cristo, no existe un castigo para siempre, sin retorno inapelable.

El Papa Juan Pablo II aseguró durante su Pontificado que tanto el paraíso como el infierno no son lugares físicos, sino estados del espíritu.

En todos los tiempos el hombre ha creído, por intuición, que la vida futura debía ser dichosa o desgraciada, en proporción al bien o al mal que hizo en la Tierra. La idea o cuadro que de ella se forma está en relación con el desarrollo de su sentido moral y de las nociones más o menos exactas que tiene del bien y del mal; las penas y los premios son el reflejo de los instintos predominantes.

Al no poder comprender más que lo que vio, el hombre primitivo calcó naturalmente su porvenir en el presente. Para comprender otros tipos distintos de los que tenía a la vista, necesitaba de un desarrollo intelectual que debía conseguirse con el tiempo. Por tanto, el cuadro que se imagina de los castigos de la vida futura no es más que el reflejo de los males de la Humanidad, pero en mayor extensión. Reúne en él todos los tormentos, todos los suplicios, todas las aflicciones que sufren en la Tierra. De este modo, en los climas abrasadores, imaginó un infierno de fuego, y en las regiones boreales, un infierno de hielo. No habiendo desarrollado todavía el sentido que debía hacerle comprender el mundo espiritual sólo podía concebir penas materiales. He aquí la razón por la que, con algunas diferencias en la forma, el infierno de todas las religiones se asemeja.

Las mismas consideraciones que entre los antiguos habían hecho localizar el reino de la felicidad, hicieron circunscribir la zona de los suplicios. Dado que los hombres colocaron al primero en las regiones superiores, era natural que reservaran al segundo las regiones inferiores, es decir, el centro de la Tierra, con el convencimiento de que ciertas cavidades sombrías, de aspecto terrible, les servían de acceso. De modo que, durante mucho tiempo, también los cristianos ubicaron allí la morada de los condenados. 

Pese a que no se sabe en qué lugar del espacio está ubicado ese Infierno, hay santos que lo han visto. No han ido allí con la lira en la mano, como Orfeo; o empuñando la espada, como Ulises, sino transportados en Espíritu. Santa Teresa está entre ellos.

”De acuerdo con el relato de la santa, en el Infierno hay ciudades. Ella vio, al menos, una especie de callejuela larga y angosta, como las que existen en las ciudades antiguas. La recorrió horrorizada, pisando un suelo fangoso y fétido, en el que abundaban reptiles monstruosos. Con todo, una muralla que obstruía la callejuela impidió su avance, de modo que se refugió en un nicho de la muralla, sin que supiera explicar cómo había llegado hasta allí. Se trataba –manifestó– del lugar que le estaría reservado en caso de que en su vida abusara de las gracias que Dios le concedía en su celda de Ávila.

”A pesar de la asombrosa facilidad con que penetró en el nicho de piedra, en él no podía sentarse, acostarse ni permanecer de pie. Tampoco podía salir. Esas paredes horrorosas se abalanzaban sobre ella, la rodeaban y la aprisionaban como si estuviesen animadas. Le parecía que la asfixiaban, que la estrangulaban, al mismo tiempo que la desollaban viva y la descuartizaban. Sintió que se quemaba, y entonces experimentó toda clase de angustias. No tenía esperanza alguna de que la socorrieran. Si bien alrededor suyo todo era tinieblas, a través de ellas podía ver la hedionda callejuela donde se encontraba y sus inmundos alrededores. Ese espectáculo le resultaba tan intolerable como la estrechez de la prisión(2)
(2) En esta visión se reconocen todas las características de las pesadillas, y probablemente lo sucedido a santa Teresa pertenezca a esta clase de fenómenos. (N. de Allan Kardec.) 

Nos preguntamos cómo es posible que algunos hombres hayan podido ver esas cosas en estado de éxtasis, si de hecho no existen. No corresponde explicar aquí el origen de las imágenes fantásticas, que tantas veces se reproducen con todas las apariencias de la realidad. Sólo diremos que una prueba de esas fantasías radica en el hecho de que el éxtasis es la menos confiable de todas las revelaciones, porque ese estado de sobreexcitación no siempre implica un desprendimiento del alma tan completo como podría suponerse, y porque muchas veces contiene el reflejo de las preocupaciones de la víspera. Las ideas con que se nutre el Espíritu, de las cuales el cerebro –o mejor, la envoltura periespiritual correspondiente al cerebro– conserva la impresión, se reproducen ampliadas como en un espejo, con formas vaporosas que se cruzan, se confunden y componen conjuntos extraños. Los extáticos, sea cual fuere su culto, siempre han visto cosas relacionadas con la fe que abrazaron. Por consiguiente, no debe sorprendernos que las personas que, como santa Teresa, se encuentran saturadas de ideas infernales –como las que están contenidas en las descripciones verbales o escritas, así como en las pinturas–, hayan tenido visiones que sólo son, hablando con propiedad, la reproducción de esas ideas, y que producen el efecto de una pesadilla.


NOTAS:
No es que Dios personalmente imponga, premie, castigue, etc., no, son figuras alegóricas. Él tiene sus leyes, y si las incumplimos, la culpa es nuestra. Por consiguiente, los castigos son el resultado de infringir sus leyes, sirviéndose de diversos instrumentos para castigar a los que las incumplimos. Las enfermedades, y a menudo la muerte, son la consecuencia de las infracciones que cometemos contra las leyes de Dios, ya que toda acción tiene su reacción por la Ley de Causa y Efecto.

Perpetuo es sinónimo de eterno. Se dice: ‘el límite de las nieves perpetuas’; ‘el hielo eterno de los polos’. También se dice: ‘el secretario perpetuo de la Academia’, lo que no significa que lo sea para siempre, sino únicamente por un tiempo ilimitado. Eterno y perpetuo se emplean, pues, en el sentido de indeterminado. En esta acepción, se puede afirmar que las penas son eternas si con ello se quiere expresar que no tienen una duración limitada. Son eternas para el Espíritu que no les ve un término. (N. de Allan Kardec.)


Bibliografía:
El Cielo y el Infierno de Allan kardec

AMOR, CARIDAD y TRABAJO







Código ético de la vida futura

 






CÓDIGO ÉTICO DE LA VIDA FUTURA









El espiritismo no viene, con su autoridad específica, para formular un código fantasioso. Su ley, en lo que respecta al porvenir del alma, ha sido deducida de la observación de los hechos, y puede resumirse en los siguientes puntos:

1º.) El alma o Espíritu sufre en la vida espiritual las consecuencias de todas las imperfecciones de las que no se desembarazó durante la vida corporal. Su estado, feliz o desdichado, es inherente a su grado de pureza o de imperfección.

2º.) La felicidad absoluta es inherente a la perfección, es decir, a la completa purificación del Espíritu. Toda imperfección es, al mismo tiempo, causa de sufrimiento y de privación de goces, del mismo modo que toda cualidad adquirida es causa de goces y de atenuación de los padecimientos.

3º.) No existe una sola imperfección del alma que no implique consecuencias funestas e inevitables, como no hay ninguna buena cualidad que no sea fuente de un goce. Así, la suma de las penas es proporcional a la suma de las imperfecciones, como la de los goces es proporcional a la suma de las cualidades.

El alma que tiene diez imperfecciones, por ejemplo, sufre más que aquella que sólo tiene tres o cuatro. Cuando de esas diez imperfecciones sólo le queden la mitad o la cuarta parte, sufrirá menos, y cuando hayan desaparecido por completo, no sufrirá más y será absolutamente feliz. Lo mismo sucede en la Tierra: quien tiene varias enfermedades sufre más que quien sólo tiene una o no tiene ninguna. Por la misma razón, el alma que posee diez cualidades tiene más goces que la que tiene menos.

4º.) En virtud de la ley del progreso, toda alma tiene la posibilidad de adquirir el bien que le falta, así como de despojarse de lo que tiene de malo, conforme a su voluntad y a sus esfuerzos. De ahí resulta que el porvenir está abierto a todas las criaturas. Dios no repudia a ninguno de sus hijos: los recibe en su seno a medida que alcanzan la perfección, y así deja a cada uno el mérito de sus obras.

5º.) El sufrimiento es inherente a la imperfección, así como el goce lo es a la perfección, de modo que el alma es portadora de su propio castigo o de su propia recompensa dondequiera que se encuentre, sin necesidad de un lugar circunscripto. El Infierno está donde existen almas que sufren, así como el Cielo se encuentra en todas partes donde hay almas felices.

6º.) El bien y el mal que hacemos son el resultado de las cualidades, buenas o malas, que poseemos. No hacer el bien cuando podemos es, por lo tanto, el resultado de una imperfección. Si toda imperfección es una fuente de sufrimiento, el Espíritu debe sufrir no sólo por el mal que hizo, sino además por todo el bien que habría podido hacer y no hizo durante la vida terrenal.

7º.) El Espíritu sufre por el mal que hizo, de manera que, como su atención se mantiene constantemente dirigida hacia las consecuencias de ese mal, él comprende mejor sus inconvenientes y es impulsado a corregirse.

8º.) Dado que la justicia de Dios es infinita, tanto el bien como el mal son considerados rigurosamente. De ese modo, así como no existe una sola mala acción, un solo pensamiento malo que no dé lugar a consecuencias fatales, tampoco hay una sola acción buena, un solo impulso bondadoso del alma, un solo ínfimo mérito que se pierda, incluso en los seres más perversos, puesto que esas acciones constituyen un indicio de su progreso.

9º.) Toda falta cometida, todo mal realizado constituye una deuda contraída que deberá pagarse. Si no lo es en una existencia, lo será en la siguiente o en las siguientes, pues todas las existencias son solidarias entre sí. Aquel que salda su cuenta en una existencia no tendrá necesidad de pagar una segunda vez.

10º.) El Espíritu sufre la consecuencia de sus imperfecciones, ya sea en el mundo espiritual o en el corporal. Todas las miserias, todas las vicisitudes que se padecen en la vida corporal tienen origen en nuestras imperfecciones, son expiaciones de faltas cometidas tanto en la presente como en anteriores existencias.

Por la naturaleza de los padecimientos y las vicisitudes de la vida corporal, se puede deducir la naturaleza de las faltas cometidas en una existencia anterior, así como las imperfecciones que las originaron.

11º.) La expiación varía según la naturaleza y la gravedad de la falta; de modo que la misma falta puede determinar expiaciones diferentes, según las circunstancias atenuantes o agravantes en que fue cometida.

12º.) No existe una regla absoluta ni uniforme en cuanto a la naturaleza y la duración del castigo. La única ley general es que toda falta será penada y toda buena acción será recompensada según su valor.

13º.) La duración del castigo está subordinada al mejoramiento del Espíritu culpable. No se le prescribe ninguna condena por un tiempo determinado. Lo que Dios exige para poner término a los padecimientos es una mejora auténtica, efectiva, y un sincero regreso al bien.

De ese modo, el Espíritu es siempre el árbitro de su propio destino. Puede prolongar sus padecimientos si persiste en el mal, o atenuarlos y abreviarlos si se esfuerza en la práctica del bien.

Una condena por un tiempo determinado tendría el doble inconveniente de hacer que el Espíritu continúe sufriendo en vano después de que haya mejorado, o de librarlo del sufrimiento cuando todavía permanece en el mal. Dios, que es justo, sólo castiga(1) el mal mientras el mal existe, y suprime el castigo cuando el mal no existe más. O bien, si se prefiere, dado que el mal moral es de por sí la causa del sufrimiento, este persistirá mientras aquel subsista, o disminuirá de intensidad a medida que el mal desaparezca.
(1) No es que Dios personalmente imponga, premie, castigue, etc., no, son figuras alegóricas. Él tiene sus leyes, y si las incumplimos, la culpa es nuestra. Por consiguiente, los castigos son el resultado de infringir sus leyes, sirviéndose de diversos instrumentos para castigar a los que las incumplimos. Las enfermedades, y a menudo la muerte, son la consecuencia de las infracciones que cometemos contra las leyes de Dios, ya que toda acción tiene su reacción por la Ley de Causa y Efecto.

14º.) Dado que la duración del castigo depende del mejoramiento del Espíritu, el culpable que nunca mejorara sufriría para siempre. Para él, la pena sería eterna.

15º.) Una condición inherente a la inferioridad de los Espíritus es que estos no vislumbran la finalización del estado en que se encuentran, y creen que sufrirán para siempre. Eso hace que los castigos les parezcan eternos(2).
(2) Perpetuo es sinónimo de eterno. Se dice: ‘el límite de las nieves perpetuas’; ‘el hielo eterno de los polos’. También se dice: ‘el secretario perpetuo de la Academia’, lo que no significa que lo sea para siempre, sino únicamente por un tiempo ilimitado. Eterno y perpetuo se emplean, pues, en el sentido de indeterminado. En esta acepción, se puede afirmar que las penas son eternas si con ello se quiere expresar que no tienen una duración limitada. Son eternas para el Espíritu que no les ve un término. (N. de Allan Kardec.)

16º.) El arrepentimiento es el primer paso hacia el mejoramiento; pero no es suficiente, pues aún son necesarias la expiación y la reparación.
Arrepentimiento, expiación y reparación son las tres condiciones necesarias para borrar las huellas de una falta y sus consecuencias.

El arrepentimiento atenúa los dolores de la expiación, y abre a través de la esperanza el camino hacia la rehabilitación. No obstante, sólo la reparación puede anular el efecto, al destruir la causa. De lo contrario, el perdón sería una gracia y no una anulación de las faltas cometidas.

17º.) El arrepentimiento puede producirse en todas partes y en cualquier momento. Si es tardío, el culpable sufrirá durante mucho más tiempo.

La expiación consiste en los padecimientos físicos y morales que son la consecuencia de la falta cometida, sea en la vida presente o después de la muerte, en la vida espiritual, o bien en una nueva existencia corporal, hasta que los últimos vestigios de la falta hayan desaparecido.

La reparación consiste en hacer el bien a aquel a quien se había hecho daño. Quien no repara sus errores en esta vida, por debilidad o mala voluntad, en una existencia posterior volverá a ponerse en contacto con las mismas personas a quienes perjudicó, y en condiciones elegidas por él mismo, a fin de demostrarles su dedicación y hacerles tanto bien como mal les haya hecho.

No todas las faltas acarrean un perjuicio directo y efectivo. En ese caso, la reparación se verifica si se lleva a cabo lo que debía hacerse y no se hizo, si se cumplen los deberes que se descuidaron o despreciaron, y las misiones en las que se fracasó; si se practica el bien que compense el mal que se hizo, es decir, cuando se es humilde si se ha sido orgulloso, amable si se ha sido cruel, caritativo si se ha sido egoísta, benévolo si se ha sido perverso, trabajador si se ha sido ocioso, útil si se ha sido inútil, mesurado si se ha sido disoluto, ejemplar si se ha sido rebelde, etc. Así progresa el Espíritu, aprovechando su propio pasado(3).
(3) La necesidad de la reparación es un principio de rigurosa justicia, y se puede considerar como la verdadera ley de rehabilitación moral de los Espíritus. Hasta el momento, es una doctrina que ninguna religión ha proclamado. 
Con todo, algunas personas la rechazan porque encuentran más cómodo librarse de sus malas acciones con un simple arrepentimiento, mediante la ayuda de algunas fórmulas que sólo cuestan unas pocas palabras. Como creen que con eso han cumplido, sólo más adelante verán que no era suficiente. Podríamos preguntarles si el principio del que se valen también ha sido consagrado por la ley humana, y si la justicia de Dios puede ser inferior a la de los hombres. Más aún, les preguntaríamos si se darían por satisfechas en caso de que un individuo que abusó de su confianza se limitara a decirles que lo lamenta infinitamente. ¿Por qué retrocederían ante una obligación que todo hombre honesto se impone como deber, y que cumple en la medida de sus fuerzas?
Cuando la perspectiva de la reparación sea inculcada en la creencia de las masas, constituirá un freno mucho más poderoso que el del Infierno y las penas eternas, porque atañe a la vida en su plena actualidad, y porque el hombre comprenderá la razón de ser de las circunstancias penosas que atraviesa. (N. de Allan Kardec.)

18º.) Los Espíritus imperfectos son excluidos de los mundos felices, en los que perturbarían la armonía. Permanecen en los mundos inferiores, donde expían sus faltas mediante las tribulaciones de la vida, y se purifican de sus imperfecciones hasta que merezcan encarnar en mundos más adelantados, moral y físicamente.

Si se puede concebir un lugar de castigo circunscripto, ese lugar se encuentra en los mundos de expiación como lo es actualmente la Tierra, pues alrededor de esos mundos pululan los Espíritus imperfectos desencarnados, a la espera de nuevas existencias que, al permitirles reparar el mal que han hecho, los ayuden a progresar. 

19º.) Como el Espíritu conserva siempre el libre albedrío, en algunas ocasiones su mejoramiento es lento, y muy tenaz su obstinación en el mal. En ese estado puede persistir durante años y siglos. No obstante, llega por fin un momento en el que su obstinación en desafiar la justicia de Dios se doblega ante el sufrimiento, y en el que reconoce, a despecho de su soberbia, el poder superior que lo domina. Entonces, a partir de que se manifiestan en él los primeros indicios de arrepentimiento, Dios le hace vislumbrar la esperanza.

Ningún Espíritu se halla en la condición de no mejorar nunca. De otro modo, estaría fatalmente destinado a una eterna inferioridad, así como excluido de la ley del progreso, que rige providencialmente a todas las criaturas.

20º.) Sea cual fuere el grado de inferioridad y la perversidad de los Espíritus, Dios nunca los abandona. Todos tienen un ángel de la guarda que vela por ellos, que vigila los movimientos de sus almas y se esfuerza por infundirles buenos pensamientos, así como el deseo de progresar y reparar, en una nueva existencia, el mal que han cometido. Sin embargo, el guía protector a menudo interviene de una manera encubierta, y no ejerce ninguna presión. El Espíritu debe progresar por efecto de su propia voluntad, y no por algún tipo de coacción. Procede bien o mal en virtud de su libre albedrío, sin que sea fatalmente impulsado en un sentido u otro. Si persiste en el mal, sufrirá las consecuencias tanto tiempo como siga en ese camino. A partir del instante en que dé un paso en dirección al bien, experimentará de inmediato sus efectos bienhechores.

OBSERVACIÓN – Sería un error suponer que, en virtud de la ley del progreso, la certeza de que tarde o temprano se alcanzará la perfección y la felicidad podría estimular al Espíritu a perseverar en el mal, toda vez que se arrepintiera posteriormente. En primer lugar, porque el Espíritu inferior no divisa el término de su situación. En segundo lugar, porque el Espíritu, como es el artífice de su propia desdicha, acaba por comprender que de él depende hacerla cesar; que será tanto más desdichado cuanto más tiempo persevere en el mal, y que el sufrimiento nunca cesará si él mismo no le pone un límite. Por consiguiente, aquella suposición constituiría un cálculo equivocado, de cuyas consecuencias el Espíritu sería la primera víctima. Por otra parte, de acuerdo con el dogma de las penas irremisibles, si al Espíritu le está vedada definitivamente toda esperanza, no tendrá ningún interés en retornar al bien, pues no le significaría ningún beneficio.

Ante esa ley fracasa también la objeción basada en la presciencia divina. Es cierto que, al crear un alma, Dios sabe si esta, en virtud de su libre albedrío, elegirá o no el camino del bien, y sabe que será castigada si comete el mal; pero sabe también que ese castigo temporario es un medio para hacer que comprenda su error y para conducirla al camino del bien, al que tarde o temprano ingresará. En cambio, según la doctrina de las penas eternas, Dios sabe que esa alma fracasará, de modo que es condenada por anticipado a torturas que no tendrán fin.

21º.) Cada uno es responsable de sus propias faltas. Nadie padece a consecuencia de las faltas ajenas, a no ser que las haya causado, sea porque las provocó mediante el ejemplo, o porque no las impidió cuando pudo haberlo hecho. 

Así, por ejemplo, el suicida siempre es castigado; pero aquel que, por su crueldad, empujó a alguien a la desesperación y luego al suicidio, sufre una pena aún mayor.

22º.) Aunque la diversidad de las penas sea infinita, hay algunas que son inherentes a la inferioridad de los Espíritus, y cuyas consecuencias, salvo ciertos detalles, conservan alguna similitud.

Sobre todo, para quienes se apegan a la vida material en detrimento del progreso espiritual, la pena más inmediata consiste en la lentitud con que el alma se separa del cuerpo, en la angustia que acompaña a la muerte y al despertar en la otra vida, y en el tiempo que dura la turbación, que puede prolongarse durante meses e incluso años. Por el contrario, en quienes tienen la conciencia limpia, porque desde la vida corporal se identificaron con la vida espiritual y se desligaron de los objetos materiales, la separación es rápida y sin conmociones, el despertar es apacible y la turbación resulta casi nula.

23º.) Un fenómeno muy frecuente entre los Espíritus de cierta inferioridad moral consiste en la creencia de que aún están vivos. Esa ilusión puede prolongarse por años, durante los cuales habrán de experimentar todas las necesidades, todos los tormentos y todas las perplejidades inherentes a la vida corporal.

24º.) Para el criminal, la presencia incesante de sus víctimas y de las circunstancias del crimen constituye un suplicio cruel.

25º.) Algunos Espíritus están sumergidos en densas tinieblas; otros se encuentran en un aislamiento absoluto en el espacio, atormentados por la ignorancia de su situación y del destino que les aguarda. Los más culpables padecen torturas mucho más agudas, debido a que no vislumbran el término de estas. Muchos están privados de ver a los seres que aman. En general, todos soportan con relativa intensidad los males, los dolores y las privaciones que causaron a los demás, hasta que el arrepentimiento y el deseo de reparar atenúen los tormentos y les permitan descubrir la posibilidad de que ellos mismos pongan un término a esa situación.

26º.) Los suplicios son variados. El orgulloso sufre al ver ubicados por encima de él, en la gloria y rodeados de todas las atenciones, a aquellos a quienes había despreciado en la Tierra, mientras que él es relegado a los últimos puestos. El hipócrita se ve traspasado por la luz que devela sus más secretos pensamientos, que todo el mundo lee, sin que él pueda ocultarlos o disimularlos. El sensual siente el acoso de todas las tentaciones, de todos los deseos, sin que pueda saciarlos. El avaro ve cómo es dilapidada su fortuna, sin que pueda impedirlo. El egoísta padece el abandono de quienes lo rodean y sufre lo mismo que otros sufrieron por su culpa: tiene sed, pero nadie le da de beber; tiene hambre, pero nadie le da de comer; no tiene una mano amiga que se acerque a estrechar la suya; ninguna voz compasiva le brinda consuelo. Sólo pensó en sí mismo durante la vida, de modo que nadie piensa en él ni lo extraña después de la muerte.

27º.) La única manera de evitar o atenuar las consecuencias que esos defectos generan en la vida futura consiste en desprenderse de ellos cuanto antes, desde la vida presente, así como en reparar aquí mismo el mal practicado, para no tener que hacerlo más tarde y de manera más difícil. Cuanto más nos demoremos en combatir esos defectos, tanto más penosas serán las consecuencias, y más rigurosa será la reparación que debamos llevar a cabo.

28º.) La situación del Espíritu, a partir de que ingresa a la vida espiritual, es la que él mismo preparó para sí durante la vida corporal. Más tarde se le concederá otra encarnación para que expíe y repare mediante nuevas pruebas. Con todo, el mayor o menor beneficio que extraiga de esa encarnación dependerá de su libre albedrío. Si no supo aprovecharla, tendrá que recomenzar otra, y cada vez en condiciones más penosas. Así pues, podemos decir que quien sufre mucho en la Tierra tenía mucho que expiar. Por su parte, quienes gozan de una felicidad aparente, a pesar de sus vicios y su inutilidad, habrán de pagarla muy caro en una existencia posterior. En ese sentido, Jesús manifestó: “Bienaventurados los afligidos, porque ellos serán consolados”. (Véase El Evangelio según el Espiritismo, capítulo V.)

29º.) No cabe duda de que la misericordia de Dios es infinita, pero no es ciega. El culpable, a quien Él perdona por un tiempo, no ha sido exonerado, de modo que deberá padecer las consecuencias de sus faltas hasta que haya satisfecho a la justicia. Por misericordia infinita debemos entender que Dios no es inexorable, pues siempre deja abierta la puerta que conduce al bien.

30º.) Dado que las penas son temporarias y están subordinadas al arrepentimiento y a la reparación, que dependen de la libre voluntad del hombre, constituyen al mismo tiempo castigos y remedios que ayudan a curar las heridas del mal. Los Espíritus castigados no son, pues, esclavos condenados a trabajos forzados, sino enfermos internados en un hospital, que padecen enfermedades que muchas veces son la consecuencia de su propia negligencia, las cuales requieren tratamientos dolorosos. La curación será tanto más rápida cuanto más estrictamente cumplan las prescripciones del médico que los asiste con solicitud. Si los enfermos, por su propio descuido, permiten que sus padecimientos se prolonguen, el médico nada tendrá que ver con eso.

31º.) A las penas que el Espíritu sufre en la vida espiritual vienen a sumarse las de la vida corporal, que son la consecuencia de las imperfecciones del hombre, de sus pasiones, del mal empleo de sus facultades, y la expiación de sus faltas presentes y pasadas. En la vida corporal, el Espíritu repara el mal que ha realizado en existencias anteriores, y pone en práctica las resoluciones que adoptó en la vida espiritual. Así se explican las miserias y vicisitudes que, a primera vista, parecen carentes de justificación, cuando en realidad son justas, pues han sido determinadas en el pasado y sirven para nuestro adelanto(4).
(4) Véase El Cielo y el Infierno, capítulo V, “El Purgatorio”, § 3 y siguientes; y más adelante, en la Segunda Parte, el capítulo VIII, “Expiaciones Terrestres”. Véase también El Evangelio según el Espiritismo, capítulo V, “Bienaventurados los afligidos”. (N. de Allan Kardec.)
El purgatorio no es una idea vaga e incierta. Es una realidad material que vemos, palpamos y sufrimos. Existe en los mundos de expiación, y la Tierra es uno de esos mundos. En ella los hombres expían el pasado y el presente en bien del porvenir.

32º.) Hay quienes plantean esta pregunta: ¿No habría dado Dios una prueba mayor de amor a sus criaturas si las hubiese creado infalibles y, por consiguiente, exentas de las vicisitudes inherentes a la imperfección?

En ese caso, habría sido necesario que Él creara seres perfectos, que no tuvieran que adquirir nada, tanto en conocimientos como en moralidad. No cabe duda de que Dios habría podido hacerlo, pero si no lo hizo se debe a que, en su sabiduría, dispuso que el progreso constituyera una ley general. 

Los hombres son imperfectos y, como tales, están sujetos a vicisitudes más o menos penosas. Ese es un hecho que debemos admitir, pues es real. Inferir de ahí que Dios no es bueno ni justo significaría rebelarse contra Él.

Sería una injusticia que Dios creara algunos seres privilegiados, más favorecidos que otros, para que gocen sin ningún esfuerzo de la felicidad que estos solamente alcanzan mediante el trabajo, o que nunca alcanzan. En cambio, Su justicia resplandece en la igualdad absoluta que preside la creación de todos los Espíritus. Todos tienen el mismo punto de partida. Ninguno de ellos, en su formación, resulta más favorecido que los otros; ninguno recibe en su marcha ascendente facilidades excepcionales. Los que llegan a la meta han pasado, igual que los demás, por la serie de las pruebas y de la inferioridad.

Admitido esto, ¿qué puede ser más justo que la libertad de acción concedida a cada uno? El camino de la felicidad está abierto para todos. Todos tienen la misma meta, y poseen las mismas condiciones para alcanzarla. La ley, grabada en las conciencias, se les enseña a todos. Dios hizo que la felicidad sea el premio al trabajo y no un favor, a fin de que cada uno tenga su mérito. Todos son libres de trabajar o de no hacer nada en favor de su adelanto. El que trabaja mucho y con rapidez recibe antes la recompensa. El que se extravía en el camino o pierde el tiempo retarda la llegada, y de ello no puede responsabilizar a nadie más que a sí mismo. La acción del bien y la del mal son voluntarias y facultativas. Puesto que es libre, el hombre no es impulsado fatalmente hacia una ni hacia otra.

33º.) A pesar de la diversidad de clases y grados de sufrimiento de los Espíritus, el código penal de la vida futura puede resumirse en estos tres principios:

1. El sufrimiento es inherente a la imperfección.

2. Toda imperfección, así como toda falta que de ella deriva, es portadora de su propio castigo, a través de sus consecuencias naturales e inevitables, así como la enfermedad deriva de los excesos, y el tedio de la ociosidad, sin que haya necesidad de una condena especial para cada falta e individuo.

3. Como todo hombre puede liberarse de las imperfecciones mediante su voluntad, también puede anular los males que derivan de ellas, y de ese modo asegurarse la felicidad futura.

Esta es la justicia divina: a cada uno según sus obras, tanto en el Cielo como en la Tierra.


Bibliografía:
El Cielo y el Infierno de Allan kardec

AMOR, CARIDAD y TRABAJO