LIBRE ALBEDRÍO
El libre albedrío es la libertad
moral del hombre; facultad que posee de guiarse según su voluntad en el
cumplimiento de sus actos.
Los Espíritus nos enseñan que la
alteración de las facultades mentales, por una causa accidental o natural, es
el único caso en que el hombre se ve privado de su libre albedrío; fuera de
esto, es siempre dueño de hacer o de no hacer.
Goza de libertad en su estado de Espíritu y
es en virtud de esta facultad que elige libremente la existencia y las pruebas
que cree apropiadas a su adelanto, en función al grado de evolución que haya
alcanzado; libertad que conserva en su estado corporal para poder luchar contra
esas mismas pruebas.
Progresión de los Espíritus
¿Por qué algunos Espíritus han
seguido el camino del bien y otros el del mal?
“¿Acaso no tienen libre
albedrío? Dios no creó Espíritus malos; los creó simples e ignorantes, es
decir, con tanta aptitud para el bien como para el mal. Los que son malos
llegaron a serlo por su voluntad.”
Los Espíritus, ¿son creados
iguales en cuanto a sus facultades intelectuales?
“Son creados iguales, pero al no
saber de dónde provienen es preciso que el libre albedrío siga su curso. Progresan
con mayor o menor rapidez, tanto en inteligencia como en moralidad.”
Los Espíritus que siguen desde
el principio el camino del bien no son por eso Espíritus perfectos. Si bien no
tienen malas tendencias, no están eximidos de adquirir la experiencia y los
conocimientos necesarios para alcanzar la perfección. Podemos compararlos con
niños que, sea cual fuere la bondad de sus instintos naturales, tienen
necesidad de desarrollarse, de instruirse, y no llegan sin transición de la
infancia a la edad madura. Así como hay hombres que son buenos y otros que son
malos desde la infancia, de igual modo hay Espíritus que son buenos o malos desde
el principio, con la diferencia capital de que el niño tiene instintos
completamente formados, mientras que el Espíritu, en su creación, no es ni malo
ni bueno; tiene todas las tendencias, y toma una u otra dirección en virtud de
su libre albedrío.
Elección de las pruebas
En el estado errante, antes de comenzar una nueva existencia
corporal, ¿tiene el Espíritu conciencia y previsión de lo que habrá de
sucederle durante la vida?
“Él mismo escoge la clase de pruebas
que quiere sufrir. En eso consiste su libre albedrío.”
¿De qué modo el Espíritu, que en
su origen es simple, ignorante y carece de experiencia, puede elegir una
existencia con conocimiento de causa, y ser responsable de esa elección?
“Dios suple su inexperiencia al
señalarle el camino que debe seguir, como haces tú con un niño desde la cuna.
No obstante, poco a poco lo deja ser dueño de elegir, a medida que su libre
albedrío se desarrolla. En ese caso, si no escucha los consejos de los
Espíritus buenos, suele extraviarse y seguir el camino del mal. A esto se lo
puede llamar la caída del hombre.”
Fatalidad
¿Existe una fatalidad en los acontecimientos de la vida,
conforme al sentido que se da a esa palabra? Es decir, todos los acontecimientos,
¿están determinados con antelación? En ese caso, ¿qué sucede con el libre
albedrío?
“La fatalidad sólo existe en la
elección de sufrir tal o cual prueba, que el Espíritu ha hecho al encarnar. Al
elegirla, el Espíritu se traza una especie de destino, que es la consecuencia
misma de la situación en que se encontrará. Me refiero a las pruebas físicas,
porque con respecto a las pruebas morales y a las tentaciones, dado que el
Espíritu conserva su libre albedrío acerca del bien y del mal, siempre es dueño
de ceder o de resistir. Un Espíritu bueno, al verlo flaquear, puede acudir en
su ayuda, pero no puede influir en él hasta el punto de adueñarse de su
voluntad. Un Espíritu malo, es decir, inferior, al mostrarle y exagerarle un
peligro físico, puede hacerlo vacilar y atemorizarlo. No obstante, la voluntad
del Espíritu encarnado no deja por ello de estar libre de todo obstáculo.”
El hombre que cometió un
asesinato, ¿sabía, cuando eligió su existencia, que se convertiría en un
asesino?
“No. Sabía que si optaba por una
vida de lucha tendría la posibilidad de matar a uno de sus semejantes, pero
ignoraba si lo haría, porque el hombre casi siempre delibera antes de cometer
el crimen. Ahora bien, el que delibera acerca de algo siempre es libre de
hacerlo o no. Si el Espíritu supiera por anticipado que, como hombre, habrá de
cometer un asesinato, estaría predestinado a ello. Sabed, pues, que nadie está
predestinado al crimen, y que todo crimen, así como cualquier otro acto, es en
todos los casos el resultado de la voluntad y del libre albedrío.
”Además, vosotros siempre
confundís dos cosas muy distintas: los acontecimientos materiales de la vida y
los actos de la vida moral. Si a veces existe la fatalidad, es en esos
acontecimientos materiales, cuya causa es ajena a vosotros, y que son
independientes de vuestra voluntad. En cuanto a los actos de la vida moral,
emanan siempre del propio hombre, quien, por consiguiente, siempre tiene la
libertad de elección. En relación con esos actos, pues, nunca existe la
fatalidad.”
Así pues, la fatalidad que
parece presidir los destinos materiales de nuestra vida, ¿sería también un
efecto de nuestro libre albedrío?
“Tú mismo has elegido tu prueba.
Cuanto más ruda sea y cuanto mejor la soportes, tanto más te elevarás. Los que
pasan su vida en la abundancia y la felicidad humana son Espíritus cobardes que
permanecen estacionarios. Así, el número de infortunados es muy superior al de
los dichosos de la Tierra, dado que la inmensa mayoría de los Espíritus buscan
la prueba que les será más fructífera. Conocen demasiado bien la insignificancia
de vuestras grandezas y placeres. Además, hasta la vida más feliz
inevitablemente es agitada y desordenada: incluso en ausencia del dolor.”
Libre albedrío
El hombre, ¿tiene el libre albedrío de sus actos?
“Dado que tiene la libertad de pensar,
tiene la de obrar. Sin libre albedrío, el hombre sería una máquina.”
El hombre, ¿goza de libre albedrío desde el nacimiento?
“Tiene la libertad de obrar tan pronto
como tiene voluntad de hacer. En las primeras etapas de la vida, la libertad es
casi nula. Se desarrolla y cambia de objeto junto con las facultades. Dado que
el niño tiene pensamientos acordes con las necesidades propias de su edad,
aplica su libre albedrío a las cosas que necesita.”
Las predisposiciones instintivas que el hombre trae al
nacer, ¿no son un obstáculo para el ejercicio del libre albedrío?
“Las predisposiciones instintivas son
las del Espíritu antes de su encarnación. Según sea él, más o menos adelantado,
pueden incitarlo a cometer actos reprensibles, y en eso será secundado por los
Espíritus que simpatizan con esas disposiciones. Sin embargo, no hay
incitación que sea irresistible cuando se tiene la voluntad de resistir.
Recordad que querer es poder.”
La organización (manera
en que se hallan dispuestos los órganos que componen un ser vivo), ¿influye
en los actos de la vida? Si ejerce una influencia, ¿lo hace a expensas del
libre albedrío?
“No cabe duda de que la materia ejerce
una influencia en el Espíritu y puede obstaculizar sus manifestaciones. Por
eso, en los mundos donde los cuerpos son menos materiales que en la Tierra, las
facultades se desarrollan con mayor libertad. Con todo, el instrumento no
confiere la facultad. Por lo demás, aquí es preciso distinguir las facultades
morales de las intelectuales. Si un hombre tiene un instinto homicida, con toda
seguridad es su propio Espíritu el que lo posee y el que se lo confiere, pero
no sus órganos. Aquel que anula su pensamiento para ocuparse sólo de la
materia, se vuelve semejante al animal, y peor aún, porque ya no piensa en
precaverse contra el mal, y en esto comete una falta, puesto que obra así por
su voluntad.”
La perturbación de las facultades, ¿quita al hombre el libre
albedrío?
“Aquel cuya inteligencia se encuentra
perturbada por alguna causa, ya no es dueño de su pensamiento y, por
consiguiente, no tiene libertad. Esa perturbación suele ser un castigo para el
Espíritu, que en una existencia anterior ha sido vano y orgulloso, y empleó mal
sus facultades. Entonces podrá renacer en el cuerpo de un idiota, así como el
déspota en el de un esclavo y el mal rico en el de un mendigo. No obstante, el
Espíritu sufre con esa coacción, de la que tiene perfecta conciencia. En eso
radica la acción de la materia.”
La perturbación de las facultades intelectuales a causa de
la embriaguez, ¿excusa los actos reprensibles?
“No, porque el ebrio se ha privado
voluntariamente de la razón para satisfacer pasiones brutales. En vez de una
falta, comete dos.”
En el hombre en estado salvaje, ¿cuál es la facultad
dominante: el instinto o el libre albedrío?
“El instinto, lo que no le impide que
obre con completa libertad en algunas cosas. Con todo, así como el niño, aplica
esa libertad a sus necesidades, y ella se desarrolla con la inteligencia. Por
consiguiente, tú, que eres más instruido que un salvaje, eres también más
responsable que él por lo que haces.”
La posición social, ¿no es a
veces un obstáculo para la completa libertad de acción?
“El mundo tiene, sin duda, sus
exigencias. Dios es justo: toma en cuenta todo, pero os deja la responsabilidad
de los escasos esfuerzos que hacéis para superar los obstáculos.”
Resumen teórico del
móvil de las acciones del hombre
La cuestión del libre albedrío puede resumirse así: el hombre
no es fatalmente conducido al mal; los actos que realiza no están escritos de
antemano; los crímenes que comete no son el resultado de una sentencia del
destino. El hombre puede, como prueba o expiación, elegir una existencia en la
que sufrirá las incitaciones del crimen, ya sea por el medio en que se
encuentre, o por las circunstancias que sobrevengan. No obstante, siempre es
libre de obrar o de no obrar. Así pues, el libre albedrío existe, en el estado
de Espíritu, en la elección de la existencia y de las pruebas; y en el estado
corporal, en la facultad de ceder o resistir a las incitaciones a que nos hemos
sometido voluntariamente. Compete a la educación combatir esas malas
tendencias. Y lo hará con provecho cuando se base en el estudio profundo de la
naturaleza moral del hombre. Mediante el conocimiento de las leyes que rigen a
esa naturaleza moral se llegará a modificarla, así como se modifica la
inteligencia mediante la instrucción, y el temperamento mediante la higiene.
El Espíritu, desprendido de la materia y en el estado
errante, elige sus futuras existencias corporales según el grado de
perfección que ha alcanzado, y en eso sobre todo consiste –como hemos dicho–
su libre albedrío. Esa libertad no queda anulada por la encarnación. Si el
Espíritu cede a la influencia de la materia es porque sucumbe ante las pruebas
que él mismo eligió, y para que lo ayuden a superarlas puede invocar la
asistencia de Dios y de los Espíritus buenos.
Sin el libre albedrío el hombre no tiene culpa por el mal ni
mérito por el bien. Esto es a tal punto admitido, que en el mundo siempre se
censura o se elogia la intención, es decir, la voluntad. Ahora bien, quien dice
voluntad está diciendo libertad. Por lo tanto, el hombre no puede buscar una
excusa para sus malas acciones achacándolas a su organismo, sin abdicar de su
razón y de su condición de ser humano, para equipararse al animal. Si es así
para el mal, lo mismo será para el bien. No obstante, cuando el hombre hace el
bien pone mucho cuidado en que se le reconozca el mérito a él mismo, y se
abstiene de atribuírselo a sus órganos, lo cual prueba que instintivamente no
renuncia, a pesar de lo que opinan algunos sistemáticos, al más bello
privilegio de su especie: la libertad de pensar.
La fatalidad, tal como se la entiende vulgarmente, supone la
decisión previa e irrevocable de todos los acontecimientos de la vida,
cualquiera que sea su importancia. Si ese fuera el orden de las cosas, el
hombre sería una máquina sin voluntad. Dado que se hallaría invariablemente
dominado en todos sus actos por el poder del destino, ¿para qué le serviría la
inteligencia? Tal doctrina, en caso de ser cierta, implicaría la destrucción de
toda libertad moral. Ya no habría responsabilidad para el hombre y, por
consiguiente, dejarían de existir el bien y el mal, los crímenes y las
virtudes. Dios, soberanamente justo, no podría castigar a su criatura por
faltas cuya realización no dependería de ella, así como tampoco podría recompensarla
por virtudes cuyo mérito no tendría. Semejante ley sería, además, la negación
de la ley del progreso, pues el hombre que esperase todo de la suerte no
intentaría nada para mejorar su posición, puesto que esta no sería ni mejor ni
peor.
La fatalidad no es, con todo, una palabra vana. Existe en la
posición que el hombre ocupa en la Tierra y en las funciones que desempeña en
ella, como consecuencia del tipo de existencia que su Espíritu eligió, ya sea
una prueba, una expiación o una misión. El
hombre sufre fatalmente todas las vicisitudes de esa existencia y todas las tendencias, buenas o malas, que le son
inherentes; pero la fatalidad se detiene allí, porque depende de su voluntad
que ceda o no a esas tendencias. El
detalle de los acontecimientos está subordinado a las circunstancias que el
propio hombre provoca con sus actos, y en los cuales pueden influir los
Espíritus mediante los pensamientos que le sugieren.
La fatalidad está, pues, en los acontecimientos que se
presentan, dado que ellos son la consecuencia de la elección de la existencia
que ha hecho el Espíritu. Tal vez no esté en el resultado de esos
acontecimientos, pues del hombre depende modificar el curso de los mismos con
su prudencia. Nunca hay fatalidad en los
actos de la vida moral.
En la muerte el hombre sí se halla sometido de manera
absoluta a la inexorable ley de la fatalidad, pues no puede librarse de la sentencia
que fija el término de su existencia, ni del tipo de muerte que debe
interrumpir su curso.
Según la doctrina vulgar,
el hombre extrae de sí mismo todos sus instintos. Estos proceden de su organización
física, de la cual él no es responsable; o de su propia naturaleza, en la que
encuentra una excusa ante sus propios ojos diciendo que no es culpa suya ser
como es. La doctrina espírita es,
evidentemente, más moral. Admite en el hombre el libre albedrío en toda su
plenitud. Al decirle que si hace el mal cede a una mala sugestión extraña, le
deja la responsabilidad completa, puesto que reconoce en él el poder de resistir,
lo cual es evidentemente más fácil que si tuviera que luchar contra su propia
naturaleza. Así, según la doctrina espírita, no hay incitación irresistible: el
hombre puede siempre cerrar los oídos a la voz oculta que lo incita al mal en
su fuero interior, así como puede cerrarlos a la voz material de quien le
habla. Puede hacerlo mediante su voluntad, pidiéndole a Dios la fuerza
necesaria y reclamando con ese fin la asistencia de los Espíritus buenos. Eso
es lo que nos enseña Jesús en la sublime plegaria de La oración dominical, cuando nos hace decir: “No
nos dejes caer en la tentación, más líbranos del mal”
Esta teoría de la causa excitante de nuestros actos resulta evidentemente
de toda la enseñanza que imparten los Espíritus. No sólo es sublime en cuanto a
su moralidad, sino que –agregamos– eleva al hombre ante sí mismo. Lo muestra libre
de sacudirse un yugo obsesor, así como es libre de cerrar su casa a los
inoportunos. Ya no es una máquina que funciona mediante un impulso independiente
de su voluntad, sino un ser de razón, que escucha, juzga y elige libremente
entre dos consejos. Añadamos que, a pesar de esto, el hombre no se halla
privado de su iniciativa; no deja de obrar por su propio impulso, puesto que en
definitiva no es más que un Espíritu encarnado que conserva, bajo la envoltura corporal,
las cualidades y los defectos que tenía como Espíritu. Por consiguiente, la
causa principal de las faltas que cometemos está en nuestro propio Espíritu,
que todavía no alcanzó la superioridad moral que tendrá algún día, aunque no
por eso carece de libre albedrío. La vida corporal le fue otorgada para que
purgue sus imperfecciones mediante las pruebas que sufre en ella, y son precisamente
esas imperfecciones las que lo tornan más débil y más accesible a las
sugestiones de los otros Espíritus imperfectos, que se aprovechan de ellas para
tratar de hacerlo sucumbir en la lucha que ha emprendido. Si sale victorioso de
esa lucha, se eleva. Si fracasa, sigue siendo lo que era, ni mejor ni peor. Se
trata de una prueba que deberá recomenzar, y eso puede durar mucho tiempo. Cuanto
más se purifica, tanto más disminuyen sus puntos débiles y menos motivos da a
los que lo incitan al mal. Su fuerza moral crece a causa de su elevación, y los
Espíritus malos se alejan de él.
Todos los Espíritus, más o menos
buenos, cuando están encarnados, constituyen la especie humana. Y como la
Tierra es uno de los mundos menos adelantados, en ella se encuentran más
Espíritus malos que buenos, por eso vemos aquí tanta perversidad. Esforcémonos,
pues, para no tener que volver a este mundo después de la actual estancia, y para
que merezcamos ir a descansar en un mundo mejor, en uno de esos mundos
privilegiados en los que el bien reina con exclusividad y donde sólo
recordaremos nuestro paso por la Tierra como un período de exilio.
Bibliografía:
El libro de los Espíritus de Allan Kardec
AMOR, CARIDAD y TRABAJO
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