DESEDUCAR LA MENTE
En esta explicación no se pretende juzgar si la manera en que los adultos enseñamos o educamos a los
niños es correcta o no. Sólo se pretende describir y explicar cómo es el
proceso mediante el cual la mente aprende a ir de un contenido a otro de forma
casi constante, y cómo así se favorece la aparición del sentido de mí, de
egoencia (1),
de identificación que, a la postre, es lo que nos hace sufrir durante la vida.
La mayoría de nosotros tenemos la
experiencia de ver a los niños jugar, mirar, tocar y moverse continuamente.
Ellos en sus primeros años de edad utilizan muy poco la mente, puesto que aún
no la tienen desarrollada del mismo modo que la tienen los mayores. Es como lo
que pone en algunas páginas web: “está en construcción”.
Cuando los niños actúan, se
entregan totalmente a aquello que están haciendo puesto que su mente aún no
interfiere de forma constante como sucede en los adultos. Así, podemos ver que
cuando un niño se hace daño con algo, basta mostrarle otra cosa y deja de
llorar, puesto que al atender tan intensamente aquello que le mostramos el
dolor desaparece de su campo de percepción.
Podemos cambiarle un juguete por
otro y él empieza a jugar con el nuevo, puesto que el anterior ya no está en su
mundo. Ahora es el juguete que le ofrecemos el que ocupa toda su atención y lo
que no hace, es recordar y pensar en el anterior, sino que su actividad
continúa sin ningún planteamiento mental.
Entonces nace la pregunta: Si
cuando somos pequeños sabemos actuar correctamente y nuestra mente actúa de
forma educada ¿Cómo nos deseducamos?
Es desde este punto de donde
deberíamos partir para poder entender el proceso de construcción de la mente,
de aprendizaje de un modelo y de des- educación de la mente.
Cuando educamos a los niños en
aras de que aprendan y sean como nosotros, empezamos a intervenir en su mundo
de forma que se van acostumbrando a interrumpir aquello que están haciendo para
atendernos, con el agravante de que si no nos atienden podemos incluso llegar a
castigarles.
Así, empezamos poniéndoles un
nombre que los identifica como diferentes de los demás y a través del cual,
cada vez que los llamamos, los obligamos a dejar lo que están haciendo para
atendernos, y en caso de que no lo hagan les corregimos.
Otra actitud que consideramos
normal los mayores para con los niños, es estar hablándoles constantemente,
interrumpiéndoles cuando miran o tocan, obligándoles a dejar de hacer lo que
hacen para atendernos. Esto podemos verlo reflejado cuando están enfrascados en
un simple juego y cómo intervenimos para explicarles cómo “deben” hacerlo una y
otra vez, sin dejar que sean ellos quienes vayan aprendiendo. Cada vez que les
interrumpimos para darles instrucciones, estamos parando el proceso de actuar
correctamente para favorecer el de pensar, dudar y, en definitiva, la
fluctuación de la mente.
Así, actos como interrumpirles en
sus juegos; forzarles a dibujar, jugar o pintar de una determinada manera;
obligarles a jugar con amigos que no quieren; no dejarles tocar, mirar o hablar
cuando necesitan; despertarlos cuando duermen para que alguien les vea;
obligarles a que den besos de forma forzada; obligarles a estarse quietos por
nuestro interés cuando su naturaleza les impele al movimiento; obligarles a
atender unas normas que no recuerdan ni pueden recordar a su edad; repetirles y
hacerles repetir su nombre para que lo aprendan y se sepan diferentes de los
demás; crear diferencias entre ellos y los demás…. entre muchísimas otras
actuaciones que tenemos con los niños, y que a los mayores nos parece que es
“educarlos”, en realidad lo que favorecen es la intervención de la mente, el
sentido de movimiento y de egoencia que más tarde regirá e intervendrá en todos
y cada uno de nuestros actos, tanto a nivel individual como colectivo.
Y todo esto, sin tener en cuenta
que, en muchos casos, con pocas semanas los colocamos en una guardería, lejos
de la protección del hogar y los padres, donde deberán afrontar muchas
circunstancias para las que no tienen ningún tipo de preparación, y recibirán
montones de instrucciones que a menudo están muy lejos de sus necesidades.
En el intento de que sean
inteligentes, se les incita a hacer cosas antes de tiempo, enseñándoles mil
cosas sin sentido para su edad y que únicamente sirve de entrenamiento para que
su mente intervenga constantemente y cree el hábito de interrumpir aquello que
se hace.
Ello no quiere decir que no
podamos jugar con ellos e interactuar en todo lo necesario, y que no se les
pueda hablar, explicar o enseñar. Lo que aquí se dice es que interrumpirlos
cuando no es momento favorece que dejen de actuar para atendernos y por tanto
se promueve y se instala el hábito de cortar cada vez más frecuentemente lo que
se está haciendo. Este hábito que, como todos, se refuerza a base de
repetición; con el tiempo tendrá cada vez más inercia y ganará cada vez más
terreno hasta imponerse y hacerse con el control del sistema.
Cuando nuestros niños tienen 7, 8
ó 9 años, su cabeza ya tiene mucha fuerza y en gran parte ya les es muy difícil
mantenerse atentos a lo que están haciendo, puesto que la mente ya interviene
constantemente en su proceso de actuar. Estos procesos podrían explicar por qué
estamos hablando de niños con déficit de atención, puesto que con ello queremos
decir que un niño no puede estar un tiempo mínimo atento a un evento o
circunstancia que está sucediendo, como suele ser la escuela, una charla, un
ejercicio... por poner algún ejemplo; sino que su mente se va constantemente a
otros mundos que no forman parte de lo que allí se está haciendo.
Aquí deberíamos aclarar que la
atención no se pierde, dado que siempre hay atención. Otra cosa es que la
atención se vaya a pensamientos o mundos que no forman parte del presente y
que, por lo tanto, generan dificultades en las personas para atender a aquello
que se quiere hacer o que queremos que los demás hagan. Pero la atención
siempre es existente. Ella no se pierde. No hay déficit de atención.
Es pues en estas épocas cuando
empezamos a deseducar la mente, cuando ella empieza a acostumbrarse a actuar
fuera de oportunidad, de lugar y tiempo, interviniendo cuando no corresponde.
Una vez deseducada y acostumbrada
a interrumpir inadecuadamente en todos los eventos de la vida, no es tarea
fácil reconducirla y re-enseñarla para que atienda aquello que se está
haciendo, puesto que la inercia que ya tiene le da fuerza para intervenir e
interrumpir constantemente.
(1) Egoencia es abandonar la creencia de que uno es "uno mismo", y
nada más. No, "cada uno es un
todo". Pero tampoco me disuelvo en
el todo, porque no hay un todo, siempre "falta uno": yo-mismo.
BIBLIOGRAFÍA:
Educar la mente de Josep Mª Virgili i Cullell
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