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Método

 




MÉTODO







El deseo de hacer partidarios es, en los adeptos del espiritismo, muy natural y loable, y nunca estará de más estimularlo. Con la intención de facilitarles la tarea, aquí nos proponemos analizar el camino que nos parece más seguro para alcanzar ese objetivo, a fin de ahorrarles esfuerzos inútiles.

Hemos dicho que el espiritismo es toda una ciencia, toda una filosofía. Por lo tanto, quien quiera conocerlo seriamente debe, como primera condición, predisponerse a un estudio serio, y convencerse de que esta ciencia no puede, al igual que ninguna otra, aprenderse como si fuera un juego. Asimismo, hemos manifestado que al espiritismo atañen todas las cuestiones que son de interés para la humanidad. Su campo es inmenso, y es conveniente abordarlo sobre todo desde sus consecuencias. La creencia en los Espíritus constituye, sin duda, su base, pero esta creencia no es suficiente para convertir a alguien en un espírita ilustrado, como tampoco alcanza con la creencia en Dios para que alguien llegue a ser teólogo. Veamos, pues, de qué manera es conveniente proceder con la enseñanza del espiritismo, a fin de que las personas sean conducidas a la convicción con mayor seguridad.

Los adeptos no tienen que asustarse con la palabra enseñanza. La enseñanza no sólo es aquella que se imparte desde el púlpito o desde la tribuna. La simple conversación también lo es. La persona que intenta persuadir a otra ya sea mediante explicaciones o experiencias, está enseñando. Lo que deseamos es que su esfuerzo sea fructífero, y por eso consideramos que es preciso darle algunos consejos, que serán también de utilidad para quienes deseen instruirse por sí mismos. Aquí hallarán el medio de alcanzar el objetivo con mayor seguridad y prontitud.

Por lo general, se cree que para convencer basta con mostrar los hechos. Ese pareciera, en efecto, el camino más lógico. Sin embargo, la experiencia demuestra que no es siempre el mejor, porque muchas veces encontramos personas que no se dejan convencer ni siquiera por los hechos más patentes. ¿A qué se debe esto? Es lo que vamos a tratar de demostrar. En la enseñanza del espiritismo, la cuestión de los Espíritus es secundaria, es una consecuencia. Considerarlos el punto de partida es, precisamente, el error en que caen muchos adeptos, y eso los conduce al fracaso en relación con ciertas personas. Dado que los Espíritus no son otra cosa que las almas de los hombres, el verdadero punto de partida es la existencia del alma. Ahora bien, ¿cómo habrá de admitir el materialista la existencia de seres que viven fuera del mundo material, si él mismo cree que sólo es materia? ¿Cómo podrá creer en la existencia de Espíritus alrededor suyo, cuando no cree que tenga uno dentro de sí? En vano se acumularán ante sus ojos las pruebas más palpables; las rechazará todas, dado que no admite el principio. Una enseñanza metódica debe ir de lo conocido a lo desconocido. Para el materialista, lo conocido es la materia. Partid, pues, de la materia, y tratad ante todo de convencerlo, mediante la observación de la materia, de que en él existe algo que escapa a las leyes de la materia. En una palabra, antes de convertirlo en ESPÍRITA, tratad de hacerlo ESPIRITUALISTA. No obstante, a tal efecto se requiere otro orden de hechos, una enseñanza muy especial que se debe suministrar por otros medios. Hablarle de los Espíritus antes de que esté convencido de que posee un alma, es comenzar por donde se debe concluir, pues no podrá aceptar la conclusión sin haber admitido las premisas. Por consiguiente, antes de que intentemos convencer a un incrédulo, incluso mediante los hechos, conviene que nos aseguremos de su opinión respecto del alma, es decir, si cree en su existencia, en su supervivencia al cuerpo y en su individualidad después de la muerte. Si la respuesta fuera negativa, hablarle de los Espíritus sería perder el tiempo. Esa es la regla. No decimos que no haya excepciones, pero en ese caso probablemente exista otra causa que lo haga menos intransigente.

Entre los materialistas hay que distinguir dos clases. En la primera incluimos a los materialistas por sistema. En ellos no cabe la duda, sino la negación absoluta, razonada a su modo. Consideran que el hombre es simplemente una máquina que funciona mientras está en buen estado, pero que se descompone y, después de la muerte, sólo queda de ella el esqueleto. Por fortuna, la cantidad de los que piensan así es muy restringida y en ninguna parte constituyen una escuela confesada abiertamente. No es necesario que insistamos acerca de los deplorables efectos que resultarían, para el orden social, de la divulgación de semejante doctrina. Ya nos hemos extendido lo suficiente sobre el asunto en El Libro de los Espíritus (Véase el § 147 y la “Conclusión”, § III).

Cuando dijimos que la duda de los incrédulos se desvanece ante una explicación racional, debimos exceptuar a estos materialistas, que niegan la existencia de alguna fuerza o de algún principio inteligente fuera de la materia. La mayoría se obstina en esa opinión por orgullo. Su amor propio los obliga a que persistan a pesar de las pruebas en contrario, porque no quieren quedar en desventaja. Con esas personas no hay nada que hacer. Ni siquiera se debe tomar en cuenta el falso tono de sinceridad de los que dicen “hacedme ver y creeré”. Otros son más francos y declaran decididamente: “aunque viera, no creería”.

La segunda clase de materialistas, mucho más numerosa que la primera –porque el verdadero materialismo es un sentimiento antinatural–, abarca a los que son materialistas por indiferencia y, se podría decir, por falta de algo mejor. No lo son en forma deliberada, y lo que más desean es creer, pues la incertidumbre los atormenta. Existe en ellos una vaga aspiración hacia el porvenir, pero ese porvenir les fue presentado con colores que su razón rehúsa aceptar. De ahí la duda y, como consecuencia de la duda, la incredulidad, que para ellos no constituye un sistema. En cuanto se les ofrece algo racional, lo aceptan con celeridad. Por consiguiente, los materialistas de esta clase pueden comprendernos, porque están más cerca de nosotros de lo que ellos mismos imaginan. A los de la primera clase –los materialistas por sistema– no les habléis de la revelación, ni de los ángeles, ni del paraíso, pues no os comprenderían. Ubicaos en su propio terreno y demostradles primero que las leyes de la fisiología son impotentes para explicarlo todo; el resto vendrá más tarde. La situación es absolutamente diferente cuando la incredulidad no está preconcebida, porque entonces la creencia no es del todo nula: existe un germen latente de ella, sofocado por las malas hierbas, pero que una chispa puede reavivar. Es como el ciego al que se le devuelve la vista y se siente dichoso porque ve la luz de nuevo, o como el náufrago al que se le lanza una tabla de salvación.

Al lado de los materialistas propiamente dichos hay una tercera clase de incrédulos que, aunque se consideran espiritualistas, al menos de nombre, son tan refractarios como aquellos: se trata de los incrédulos por mala voluntad. A estos les molesta creer, porque eso perturbaría su tranquilidad ante los placeres materiales. Temen toparse con la condenación de sus ambiciones, de su egoísmo y de las vanidades humanas con las que se deleitan. Cierran los ojos para no ver, y se tapan los oídos para no escuchar. Sólo es posible tenerles lástima.

Apenas para no dejar de mencionarla, hablaremos de una cuarta categoría, a la que denominaremos incrédulos interesados o de mala fe. Estos saben muy bien a qué atenerse en relación con el espiritismo, pero lo condenan en forma ostensiva por motivos de interés personal. No tenemos nada para decir, como tampoco nada para hacer respecto a ellos. Si el materialista puro se equivoca, tiene al menos la disculpa de la buena fe. Podemos sacarlo de su equivocación si le demostramos su error. En cambio, en este otro caso hay un prejuicio contra el cual chocan todos los argumentos. El tiempo se encargará de abrirles los ojos y de mostrarles, tal vez en detrimento de sí mismos, dónde estaban sus verdaderos intereses, pues al no poder impedir la expansión de la verdad, serán arrastrados por el torrente, junto con los intereses que pretendían resguardar.

Además de estas diversas categorías de opositores, existe una infinidad de graduaciones, entre las que se puede incluir a los incrédulos por cobardía, que tendrán valor cuando vean que los demás no se queman. También están los incrédulos por escrúpulos religiosos, quienes mediante un estudio profundo aprenderán que el espiritismo se apoya en las bases fundamentales de la religión, que respeta todas las creencias, y que uno de sus efectos es inspirar sentimientos religiosos en quienes no los poseen, así como fortalecerlos en los que vacilan. Vienen a continuación los incrédulos por orgullo, por espíritu de contradicción, por negligencia, por frivolidad, etc., etc.

No podemos omitir una categoría a la que denominaremos incrédulos por decepciones. Incluye a los que pasaron de la confianza exagerada a la incredulidad, porque sufrieron desengaños. Entonces, desanimados, abandonaron todo y todo lo rechazaron. Se encuentran en el caso de quien niega la buena fe porque ha sido defraudado. Esto es consecuencia de un estudio incompleto del espiritismo, y de la falta de experiencia. Si alguien es engañado por los Espíritus, se debe a que les pregunta lo que ellos no deben o no pueden responder, o porque no se halla lo suficientemente ilustrado sobre el asunto, para distinguir la verdad de la impostura. Muchos, por otra parte, sólo ven en el espiritismo un nuevo medio de adivinación, y se imaginan que los Espíritus existen para decir la buenaventura. Ahora bien, los Espíritus frívolos y burlones no pierden ocasión para divertirse a costa de los incrédulos de este tipo. Así, anunciarán maridos a las solteras, y honores, herencias, tesoros ocultos, etc., a los ambiciosos. De ahí resultan a menudo ingratas decepciones, de las que el hombre serio y prudente sabe siempre preservarse.

Una clase muy numerosa, incluso la más numerosa de todas, pero que no podría ser incluida entre las de los opositores, es la de los indecisos. En general, son espiritualistas por principio. La mayoría tiene una vaga intuición de las ideas espíritas, una aspiración hacia algo que no llegan a definir. Sólo les falta coordinar y enunciar sus pensamientos. Para ellos el espiritismo es como un rayo de luz, como la claridad que disipa las tinieblas. Por eso mismo lo adoptan con prisa, porque los libra de las angustias de la incertidumbre.

Si nos detenemos ahora ante las diversas categorías de creyentes, encontraremos, en primer lugar, a los que son espíritas sin saberlo. Para decirlo correctamente, constituyen una variedad o un matiz de la clase anterior. Sin que jamás hayan oído hablar de la doctrina espírita, tienen el sentimiento innato de los grandiosos principios que la conforman, y ese sentimiento se refleja en algunos pasajes de sus escritos y sus discursos, a tal punto que quienes los escuchan suponen que ya están perfectamente iniciados. Hallamos numerosos ejemplos de esos casos tanto entre los escritores sagrados como entre los profanos, así como también entre los poetas, los oradores, los moralistas y los filósofos, sean antiguos o modernos. 

Entre los que se han convencido a través del estudio directo del espiritismo, podemos distinguir:

1.º Los que creen pura y simplemente en las manifestaciones. El espiritismo es para ellos nada más que una ciencia de observación, una serie de hechos relativamente curiosos. Los denominaremos espíritas experimentadores.

2.º Los que ven en el espiritismo algo más que hechos. Comprenden su aspecto filosófico, admiran la moral que de ahí deriva, pero no la practican. La influencia de la doctrina sobre su carácter es insignificante o nula. No modifican en nada sus hábitos, ni se privan de uno solo de sus placeres. El avaro continúa siendo mezquino; el orgulloso no deja de pensar en sí mismo; el envidioso y el celoso son invariablemente hostiles. Consideran que la caridad cristiana es sólo una hermosa máxima. Son los espíritas imperfectos.

3.º Los que no se conforman con admirar la moral espírita, sino que la practican y aceptan todas sus consecuencias. Persuadidos de que la existencia terrenal es una prueba pasajera, tratan de aprovechar sus breves instantes para avanzar en la senda del progreso: la única que puede elevarlos en la jerarquía del mundo de los Espíritus. Se esfuerzan por hacer el bien y reprimir sus malas inclinaciones. Sus relaciones son siempre firmes, porque poseen una convicción que los aparta de todo pensamiento del mal. La caridad es, en todo, su norma de conducta. Son los verdaderos espíritas o, mejor dicho, los espíritas cristianos.

4.º Están, para finalizar, los espíritas exaltados. La especie humana sería perfecta si eligiera siempre el lado bueno de las cosas. La exageración es perjudicial en todo. En el caso del espiritismo, suscita una confianza demasiado ciega y a menudo pueril en los fenómenos del mundo invisible, y conduce a que se acepte con mucha facilidad y sin control alguno aquello que la reflexión y el análisis demostrarían que es absurdo e imposible. No obstante, el entusiasmo no conduce a la reflexión, sino que deslumbra. Esta especie de adeptos es más nociva que útil a la causa del espiritismo. Son los menos aptos para convencer a quienquiera que sea, porque todos desconfían, y con razón, de su juicio. Gracias a la buena fe que los anima, son engañados por los Espíritus impostores y por los hombres que tratan de explotar su credulidad. Si sólo ellos debieran sufrir las consecuencias, el mal sería menor. Lo peor es que, aun sin quererlo, proporcionan armas a los incrédulos, que buscan ocasiones para mofarse más que para convencerse, y no dejan de atribuir a todos el ridículo de algunos. Sin duda, esto no es justo ni racional. Sin embargo, como se sabe, los adversarios del espiritismo sólo reconocen como de buena calidad a su propia razón, y poco les preocupa conocer a fondo aquello de lo que hablan.

Los medios de convencimiento varían enormemente según los individuos. Lo que persuade a unos no produce nada en otros. Algunos se convencieron al observar determinadas manifestaciones materiales; otros lo hicieron por medio de comunicaciones inteligentes, y la mayor parte a través del razonamiento. Podemos incluso afirmar que, para la mayoría de los que no se preparan mediante el razonamiento, los fenómenos materiales tienen poco peso. Cuanto más extraordinarios son esos fenómenos, cuanto más se apartan de las leyes conocidas, tanto mayor es la oposición que encuentran, y eso se debe a una razón muy simple: la de que todos nos vemos inducidos naturalmente a dudar de un hecho que no ha recibido la aprobación racional. Cada uno lo considera desde su punto de vista y lo explica a su modo: el materialista lo atribuye a una causa puramente física, o a un engaño; el ignorante y el supersticioso creen que se debe a una causa diabólica o sobrenatural. En cambio, una explicación previa produce el efecto de destruir las ideas preconcebidas, y muestra, si no la realidad, al menos la posibilidad del fenómeno, que de ese modo es comprendido antes de que haya sido presenciado. Ahora bien, desde el momento en que se reconoce la posibilidad de un hecho, las tres cuartas partes de la convicción están garantizadas.

¿Es útil hacer el intento de convencer a un incrédulo obstinado? Ya hemos dicho que eso depende de las causas y de la naturaleza de su incredulidad. Muchas veces, nuestra insistencia lo lleva a creer en su importancia personal, lo que constituye una razón para que se obstine más todavía. En cuanto al que no se convenció por el razonamiento ni por los hechos, aún le corresponde sufrir la prueba de la incredulidad. Es preciso dejar a la Providencia la tarea de generar circunstancias que le resulten más propicias. Muchas son las personas que desean recibir la luz. ¿Por qué perder tiempo con quienes la rechazan? Dirigíos, pues, a los hombres de buena voluntad, que son más numerosos de lo que se supone, y su ejemplo, al multiplicarse, vencerá las resistencias con mayor facilidad que las palabras. El verdadero espírita jamás dejará de hacer el bien. Hay corazones afligidos por aliviar, consuelos para brindar, desesperaciones que calmar, reformas morales por lograr. Esa es su misión, y ahí encontrará la auténtica satisfacción. El espiritismo está en el aire. Se difunde por la fuerza de los hechos, y porque hace felices a quienes lo profesan. Cuando sus adversarios sistemáticos lo escuchen resonar alrededor suyo, entre sus propios amigos, comprenderán el aislamiento en que se encuentran y se verán forzados a callarse, o a rendirse.

Para proceder a la enseñanza del espiritismo, como se haría en relación con las ciencias ordinarias, sería preciso pasar revista a toda la serie de los fenómenos que pueden producirse, comenzando por los más simples, para llegar sucesivamente a los más complejos. Ahora bien, esto no es posible, porque no se puede hacer un curso de espiritismo experimental del mismo modo que se hace un curso de física o de química. En las ciencias naturales se actúa sobre la materia bruta, que se manipula a voluntad, y casi siempre se tiene la certeza de poder regular sus efectos. En el caso del espiritismo tenemos que tratar con inteligencias que gozan de libertad y que nos demuestran, a cada instante, que no están sometidas a nuestros caprichos. Es preciso, pues, observar, aguardar los resultados y captarlos cuando se producen. Por eso afirmamos, a viva voz, que cualquiera que se envanezca de obtenerlos a voluntad sólo puede ser un ignorante o un impostor. Esta es la razón por la cual el VERDADERO espiritismo nunca se ofrecerá en un espectáculo, ni se presentará jamás en los escenarios. Incluso resulta un poco ilógico suponer que los Espíritus acudan a exhibirse y se sometan a investigaciones, como si fueran objetos de curiosidad. Puede suceder que los fenómenos no se produzcan cuando más lo necesitamos, o que se presenten en un orden muy diferente del que nos gustaría. Agreguemos además que, para obtenerlos, se requiere la intervención de personas dotadas de facultades especiales, y que esas facultades varían hasta lo infinito, de conformidad con la aptitud de los individuos. Ahora bien, como es en extremo raro que una misma persona tenga todas las aptitudes, eso aumenta la dificultad, pues precisaríamos tener siempre a mano una verdadera colección de médiums, y eso no es posible.

El modo de evitar ese inconveniente es muy simple. Hay que comenzar por la teoría. En ella todos los fenómenos son estudiados y explicados; se comprende su posibilidad, y se sabe en qué condiciones pueden producirse, así como los obstáculos que es posible encontrar. Entonces, sea cual fuere el orden en que según las circunstancias esos fenómenos aparezcan, nada en ellos será sorprendente. Este camino ofrece todavía una ventaja más: la de ahorrar una infinidad de decepciones al experimentador, pues este, prevenido acerca de las dificultades, sabrá mantenerse en guardia, y no tendrá que adquirir experiencia a costa de sí mismo.

Desde que nos ocupamos con el espiritismo, sería difícil calcular la cantidad de personas que vinieron a consultarnos; cuántas entre ellas se mantuvieron indiferentes o incrédulas ante los hechos más patentes, y sólo más tarde se han convencido mediante una explicación racional; cuántas otras se predispusieron a la convicción por medio del razonamiento; cuántas, por último, se han persuadido sin haber visto nada, únicamente porque comprendieron. Hablamos, pues, por experiencia, y por eso afirmamos que el mejor método de enseñanza espírita es el que se dirige a la razón, no a los ojos. Es el método que seguimos en nuestras lecciones, y del cual sólo tenemos que congratularnos(1).
(1) Nuestra enseñanza teórica y práctica es siempre gratuita. (N. de Allan Kardec.)

El estudio previo de la teoría presenta otra ventaja: la de mostrar de inmediato la magnitud del objetivo y el alcance de esta ciencia. Aquel que comienza por ver que una mesa gira o golpea, se siente más inclinado a la burla, porque difícilmente imaginará que de una mesa pueda surgir una doctrina regeneradora de la humanidad. Hemos observado siempre que los que creen antes de haber visto, sólo porque leyeron y comprendieron, lejos de ser superficiales son, por el contrario, los que más reflexionan. Como muestran mayor interés por el fondo que por la forma, para ellos la parte filosófica es lo principal, y los fenómenos propiamente dichos son accesorios. Llegan incluso a manifestar que, si esos fenómenos no existieran, no por eso esta filosofía dejaría de ser la única que resuelve todos los problemas que hasta hoy eran insolubles; que sólo ella ofrece la teoría más racional acerca del pasado y el porvenir del hombre. Prefieren una doctrina que realmente explica antes que aquellas que no explican nada o que explican mal. Quienquiera que reflexione, comprende muy bien que se podrían dejar de lado las manifestaciones, sin que la doctrina dejase de subsistir. Las manifestaciones corroboran y confirman el espiritismo, pero no constituyen su base esencial. El observador serio no las rechaza, sino todo lo contrario, pero aguarda las circunstancias propicias que le permitan ser testigo de ellas. La prueba de esto es que un gran número de personas, antes de haber oído hablar de las manifestaciones, tenían ya la intuición de esa doctrina, que no ha hecho más que dar un cuerpo, un conjunto a sus ideas.

Por otra parte, no sería exacto que afirmáramos que los que comienzan por la teoría se ven privados de las observaciones prácticas. Por el contrario, hay fenómenos que para ellos tienen más peso que los que pudieran llegar a producirse en su presencia. Nos referimos a los numerosos hechos de las manifestaciones espontáneas, de los que hablaremos en los capítulos siguientes. Pocas son las personas que no los conocen, al menos por haber oído acerca de ellos, y muchas los observaron sin haberles prestado la atención que merecían. La teoría les da una explicación, y sostenemos que esos hechos tienen gran peso cuando se apoyan en testimonios irrecusables, porque no se puede suponer que hayan sido preparados o que se deban a complicidades. Aunque los fenómenos provocados no existieran, los espontáneos no dejarían de producirse por esa razón, y ya sería bastante que el espiritismo sólo sirviera para darles una solución racional. Por eso, la mayoría de los que leen previamente, recuerdan esos hechos, que son para ellos una confirmación de la teoría.

Se engañaría rotundamente en cuanto a nuestra manera de ver, quien supusiera que nosotros aconsejamos que se menosprecien los hechos, pues a través de los hechos hemos llegado a la teoría. Es cierto que para eso debimos llevar a cabo un trabajo asiduo, que requirió muchos años y miles de observaciones. Con todo, puesto que los hechos nos han servido y nos sirven a diario, seríamos inconsecuentes con nosotros mismos si negáramos su importancia, sobre todo ahora, cuando preparamos un libro para darlos a conocer. Decimos solamente que sin el razonamiento los hechos no bastan para generar la convicción. Además, una explicación previa, que pone fin a las prevenciones y muestra que los hechos no contradicen la razón, predispone a aceptarlos. Tan cierto es esto que, de diez personas completamente novatas que asistan a una sesión experimental, aunque esta sea de las más satisfactorias según la opinión de los adeptos, nueve saldrán de ahí sin haberse convencido, y algunas saldrán más incrédulas que antes, porque las experiencias no respondieron a sus expectativas. Sucederá todo lo contrario con quienes puedan comprender los hechos mediante un conocimiento teórico previo. Para estas personas ese conocimiento es un medio de control, pero nada las sorprende, ni siquiera el fracaso, porque saben en qué condiciones se producen los hechos, y que no hay que exigirles lo que no pueden dar. Así pues, la comprensión previa de los hechos no sólo las pone en condiciones de percibir las anomalías, sino que también les permite captar una infinidad de detalles, de matices con frecuencia muy sutiles, que les sirven como elementos de convicción, y que escapan al observador ignorante. Estos son los motivos por los que sólo admitimos en nuestras sesiones experimentales a las personas que poseen nociones preparatorias suficientes para comprender lo que ahí se hace, pues estamos convencidos de que los otros perderían su tiempo, o nos harían perder el nuestro.

A los que deseen adquirir esos conocimientos preliminares mediante la lectura de nuestras obras, les aconsejamos que las lean en el orden siguiente:

1.º ¿Qué es el Espiritismo? – Este ensayo, de un centenar de páginas solamente, es una exposición sumaria de los principios de la doctrina espírita, una visión general que permite abarcar el conjunto dentro de un marco restringido. En pocas palabras se percibe su objetivo y es posible evaluar su alcance. Además, en él se encuentran las respuestas a las principales preguntas u objeciones que los novatos están naturalmente dispuestos a formular. Esta primera lectura, que demanda poco tiempo, constituye una introducción que facilita un estudio de mayor profundidad.

2.º El Libro de los Espíritus – Contiene la doctrina completa, dictada por los Espíritus mismos, con toda su filosofía y todas sus consecuencias morales. Es la revelación del destino del hombre, la iniciación en el conocimiento de la naturaleza de los Espíritus y en los misterios de la vida de ultratumba. Al leerlo se comprende que el espiritismo tiene un objetivo serio y que no constituye un frívolo pasatiempo.
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3.º El Libro de los Médiums – Está destinado a orientar en la práctica de las manifestaciones, mediante el conocimiento de los medios más adecuados para comunicarse con los Espíritus. Es una guía, tanto para los médiums como para los evocadores, y constituye el complemento de El Libro de los Espíritus.

4.º Revista Espírita – Se trata de una variada colección de hechos, explicaciones teóricas y fragmentos aislados que completan lo dicho en las dos obras precedentes, y que representan, en cierto modo, su aplicación. La lectura de esta revista puede hacerse al mismo tiempo que la de aquellas obras, aunque resultará más provechosa y, sobre todo, más inteligible, si se hace después de leer El Libro de los Espíritus. Esto, en cuanto a lo que nos concierne. Quienes desean conocer por completo una ciencia deben necesariamente leer todo lo que se haya escrito sobre la materia o, al menos, las cosas principales, y no limitarse a un solo autor. Deben asimismo leer los pros y los contras, las críticas tanto como las apologías, e iniciarse en los diferentes sistemas, a fin de que puedan juzgar por comparación. En ese aspecto, no preconizamos ni criticamos ninguna obra, pues no queremos influir de modo alguno en la opinión que puedan formarse de ella. Al aportar nuestra piedra al edificio, nos ubicamos junto al resto de los investigadores. No nos corresponde ser juez y parte, como tampoco abrigamos la ridícula pretensión de ser los únicos distribuidores de la luz. Compete al lector separar lo bueno de lo malo, lo verdadero de lo falso.


Texto extraído de:
El Libro de los Médiums de Allan Kardec (Nociones preliminares – Capítulo III)


AMOR, CARIDAD y TRABAJO








Lo maravilloso y lo sobrenatural

 






Lo maravilloso y lo sobrenatural







Si la creencia en los Espíritus y en sus manifestaciones fuese una concepción aislada, producto de un sistema, podría, con aparente razón, ser atribuida a una ilusión; que nos digan entonces por qué se la encuentra tan viva entre todos los pueblos, antiguos y modernos, y en los libros sagrados de todas las religiones conocidas. Algunos críticos dicen que eso se debe a que en todas las épocas el hombre ha sido aficionado a lo maravilloso. –Pero ¿qué es para vosotros lo maravilloso? –«Lo que es sobrenatural». –¿Qué entendéis por sobrenatural? –«Lo que es contrario a las leyes de la Naturaleza». –¿Conocéis, pues, tan perfectamente esas leyes que os es posible poner un límite al poder de Dios? ¡Pues bien! Entonces probad que la existencia de los Espíritus y de sus manifestaciones es contraria a las leyes de la Naturaleza; que no es ni puede ser una de esas leyes. Estudiad la Doctrina Espírita y veréis que se eslabona con todos los caracteres de una admirable ley. El pensamiento es uno de los atributos del Espíritu; la posibilidad que éste tiene de actuar sobre la materia, de impresionar nuestros sentidos y, por consecuencia, de transmitirnos su pensamiento proviene –si así podemos expresarnos– de su constitución fisiológica: por lo tanto, en este hecho no hay nada de sobrenatural ni de maravilloso.

Entretanto –dirán–, vosotros admitís que un Espíritu pueda levantar una mesa y mantenerla suspendida en el espacio sin un punto de apoyo; ¿no es esto una derogación de la ley de gravedad? –De la ley conocida, sí; pero la Naturaleza ¿ha dicho su última palabra? Antes de que se hicieran experimentos con la fuerza ascensional de ciertos gases, ¿quién hubiera dicho que una máquina pesada, cargada con varias personas, podría vencer la fuerza de atracción? A los ojos del vulgo, ¿esto no le parecería algo maravilloso o diabólico? Aquel que un siglo atrás se hubiera propuesto a transmitir un telegrama a 500 leguas de distancia, y a recibir la respuesta en algunos minutos, habría sido tenido por loco. Si lo hubiese conseguido, todos habrían creído que el diablo estaba a sus órdenes, porque por entonces sólo el diablo era considerado capaz de andar tan de prisa. ¿Por qué, pues, un fluido desconocido no podría tener, en determinadas circunstancias, la propiedad de contrabalancear el efecto de la gravedad, así como el hidrógeno contrabalancea el peso del globo aerostático? De paso, observemos que esta es una comparación y no una equiparación, y únicamente la hacemos para mostrar, por analogía, que el hecho no es físicamente imposible. Ahora bien, al observar esa especie de fenómenos, los científicos se equivocaron justamente cuando quisieron proceder en términos de equiparación. Además, el hecho está ahí, y no hay negación alguna que pueda hacer que él deje de existir, porque negar no es probar. Para nosotros, no hay nada de sobrenatural: es todo lo que podemos decir por el momento.

Si el hecho está comprobado –dirán–, lo aceptamos; incluso aceptamos la causa que acabáis de señalar: la de un fluido desconocido. Pero ¿quién prueba la intervención de los Espíritus? He aquí lo maravilloso, lo sobrenatural.

En este caso haría falta una demostración completa, que no es posible hacer aquí y que, por otra parte, sería una repetición, porque resalta de todas las otras partes de la enseñanza. Sin embargo, para resumirla en pocas palabras, diremos que, desde el punto de vista teórico, la intervención de los Espíritus se basa en el siguiente principio: todo efecto inteligente debe tener una causa inteligente; y desde el punto de vista práctico, se basa en la observación de que los fenómenos llamados espíritas, al haber dado pruebas de inteligencia, debían tener una causa inteligente más allá de la materia. Más aún, que esa inteligencia, al no ser la de los asistentes –cosa que la experiencia ha demostrado–, debía ser ajena a ellos; puesto que no se veía al ser en acción, debía tratarse por lo tanto de un ser invisible. Así, de observación en observación, se llegó a reconocer que este ser invisible, al que se ha dado el nombre de Espíritu, no es otro sino el alma de los que han vivido corporalmente, a quienes la muerte ha despojado de su grosera envoltura visible, dejándoles una envoltura etérea, que en su estado normal es invisible. Por lo tanto, he aquí lo maravilloso y lo sobrenatural reducidos a su más simple expresión. Una vez comprobada la existencia de seres invisibles, su acción sobre la materia resulta de la naturaleza de su envoltura fluídica; esta acción es inteligente, porque al morir sólo perdieron su cuerpo, pero han conservado la inteligencia, que es su esencia: ahí se encuentra la clave de todos esos fenómenos que erróneamente son considerados sobrenaturales. Por lo tanto, la existencia de los Espíritus no es, de manera alguna, un sistema preconcebido, una hipótesis imaginada para explicar los hechos; es el resultado de observaciones y la consecuencia natural de la existencia del alma; negar esta causa, es negar el alma y sus atributos. Los que crean que pueden hallar una solución más racional para esos efectos inteligentes, sobre todo teniendo en cuenta la razón de todos los hechos, tengan la bondad de hacerlo, y entonces podremos discutir el mérito de cada opinión.

Los que consideran que la materia es el único poder de la Naturaleza piensan que todo lo que no puede ser explicado mediante las leyes de la materia es maravilloso o sobrenatural; ahora bien, maravilloso es sinónimo de superstición. Si fuese así, la religión, que está basada en la existencia de un principio inmaterial, constituiría una serie de supersticiones; no se atreven a manifestarlo en voz alta, pero lo dicen por lo bajo, y creen que salvan las apariencias al conceder que hace falta una religión para el pueblo y para que los niños se porten bien. Una de dos: el principio religioso es verdadero, o es falso. Si es verdadero, lo es para todo el mundo. Si es falso, no es mejor para los ignorantes que para las personas ilustradas.

Por lo tanto, los que atacan al Espiritismo en nombre de lo maravilloso se apoyan, por lo general, en el principio materialista, ya que al negar todo efecto extra material niegan, por eso mismo, la existencia del alma; sondead el fondo de su pensamiento, examinad bien el sentido de sus palabras y veréis casi siempre ese principio, si no categóricamente formulado, al menos cubierto bajo las apariencias de una pretendida filosofía racional. Si abordáis decididamente la cuestión al preguntarles si creen que tienen un alma, tal vez no se atrevan a decir que no, pero responderán que nada saben al respecto o que no están seguros. Al atribuir a lo maravilloso todo lo derivado de la existencia del alma, son, pues, consecuentes consigo mismos; al no admitir la causa, no pueden admitir sus efectos. De ahí que sustenten una opinión preconcebida, que los vuelve incompetentes para juzgar sanamente al Espiritismo, porque parten del principio de la negación de todo lo que no sea material. En cuanto a nosotros, el hecho de que admitamos los efectos que son la consecuencia de la existencia del alma, ¿implica que aceptemos todos los hechos calificados de maravillosos, que seamos los paladines de todos los soñadores, los adeptos de todas las utopías y de todas las excentricidades sistemáticas? Pensar de ese modo sería conocer muy poco al Espiritismo; pero nuestros adversarios no lo tienen en cuenta: la necesidad de conocer aquello que hablan es la menor de sus preocupaciones. Según ellos, lo maravilloso es absurdo; ahora bien, como piensan que el Espiritismo se apoya en hechos maravillosos, llegan a la conclusión de que el Espiritismo es absurdo: esto es para ellos un juicio inapelable. Creen que oponen un argumento sin réplica porque, después de haber realizado eruditas investigaciones acerca de los Convulsionarios de Saint-Médard, de los Camisardos de las Cevenas o de las religiosas de Loudun, han llegado a descubrir hechos patentes de superchería, que nadie refuta; pero esas historias ¿son el Evangelio del Espiritismo? ¿Sus adeptos han negado que el charlatanismo haya explotado ciertos hechos en su propio beneficio, que la imaginación los haya creído y que el fanatismo los haya exagerado? El Espiritismo no se solidariza con las extravagancias que se cometen en su nombre, así como la verdadera Ciencia no es solidaria con los abusos de la ignorancia, ni la verdadera religión para con los excesos del fanatismo. Muchos críticos sólo juzgan al Espiritismo a partir de los cuentos de hadas y de las leyendas populares que constituyen sus ficciones; es como si se quisiera juzgar la Historia sobre la base de las novelas históricas o del género trágico.

Por lógica elemental, para discutirse una cosa es preciso conocerla, porque la opinión de un crítico sólo tiene valor cuando éste habla con perfecto conocimiento de causa. Únicamente entonces su opinión –aunque sea errónea– puede ser tomada en cuenta. Pero ¿qué peso podrá tener la misma cuando se refiere a un asunto que él ignora? El verdadero crítico debe dar pruebas, no sólo de erudición, sino de un saber profundo para con el objeto en examen, así como de un sano juicio y de una imparcialidad a toda prueba, pues de lo contrario el primer músico ambulante que llegase podría arrogarse el derecho de juzgar a Rossini, y un pintor sin talento el de censurar a Rafael.

Por lo tanto, el Espiritismo no acepta, de forma alguna, todos los hechos considerados maravillosos o sobrenaturales; lejos de eso, Él demuestra la imposibilidad de gran número de ellos y lo ridículo de ciertas creencias que –hablando con propiedad– constituyen lo que se denomina supersticiones. Ciertamente que, en lo que admite, hay cosas que para los incrédulos pertenecen a lo puramente maravilloso o, dicho de otro modo, a la superstición; es posible. Pero discutid tan sólo estos puntos, porque sobre los otros no hay nada que decir y estáis predicando en vano. Pero –nos preguntarán–, ¿hasta dónde llega la creencia del Espiritismo? Leed, observad y lo sabréis. Toda Ciencia se adquiere solamente con tiempo y estudio; ahora bien, el Espiritismo, que toca las más graves cuestiones de la filosofía y todas las ramas del orden social, que abarca a la vez al hombre físico y al hombre moral, constituye de por sí toda una ciencia, toda una filosofía que no pueden ser aprendidas en unas pocas horas, como tampoco lo permite ninguna otra Ciencia; sería tan pueril ver todo el Espiritismo en una mesa giratoria, como ver toda la Física en ciertos juegos para niños. El que no quiera detenerse en la superficie, no son horas, sino meses y años que son necesarios para sondear todos sus enigmas. ¡Que por esto se deduzca el grado de saber y el valor de la opinión de aquellos que se asignan el derecho de juzgar, porque han visto una o dos experiencias, casi siempre a modo de distracción y pasatiempo! Sin duda, ellos dirán que no disponen de tiempo necesario para esos estudios: es posible, ya que nada los obliga a ello; pero entonces, quien no tiene tiempo para aprender una materia, debe abstenerse de hablar sobre ella, y menos todavía emitir un juicio a su respecto, si no quiere ser acusado de ligereza. Ahora bien, cuanto más elevada sea la posición que se ocupe en la Ciencia, tanto menos excusable será tratar superficialmente un tema que no se conoce. Resumimos lo expuesto en las siguientes proposiciones:

1ª) Todos los fenómenos espíritas tienen por principio la existencia del alma, su supervivencia al cuerpo, y sus manifestaciones;

2ª) Con base en una ley de la Naturaleza, esos fenómenos nada tienen de maravilloso ni de sobrenatural, en el sentido vulgar de estas palabras;

3ª) Muchos de los hechos son considerados sobrenaturales porque no se conoce su causa. Al atribuirles una causa, el Espiritismo los hace entrar en el dominio de los fenómenos naturales;

4ª) Entre los hechos calificados de sobrenaturales, hay muchos cuya imposibilidad el Espiritismo demuestra, y los incluye en la categoría de las creencias supersticiosas;

5ª) Aunque el Espiritismo reconoce un fondo de verdad en muchas de las creencias populares, no acepta de modo alguno las historias fantásticas creadas por la imaginación;

6ª) Juzgar al Espiritismo por los hechos que no admite es dar prueba de ignorancia y es emitir una opinión sin valor;

7ª) La explicación de los hechos que el Espiritismo admite, así como la de sus causas y sus consecuencias morales, constituyen una verdadera ciencia que requiere un estudio serio, perseverante y profundo;

8ª) El Espiritismo sólo puede considerar como crítico serio a aquel que todo lo haya visto y que todo lo haya estudiado con la paciencia y la perseverancia de un observador concienzudo; que sepa sobre ese asunto tanto como el más esclarecido adepto; que, por consecuencia, no haya obtenido sus conocimientos en las novelas científicas; aquel a quien no se podría oponer ningún hecho que desconozca, ni argumento alguno que no haya meditado; el que refute, no por negaciones, sino con otros argumentos más perentorios; en fin, que pueda atribuir una causa más lógica a los hechos comprobados. Este crítico está aún por aparecer.

No es preciso decir que los que denigran lo maravilloso relegan –con más fuerte razón– los milagros a la categoría de quimeras de la imaginación. Algunas palabras al respecto, aunque extraídas de un artículo anterior, encuentran aquí su lugar natural, y no será inútil recordarlas.

En su acepción primitiva, y por su etimología, la palabra milagro significa cosa extraordinaria, cosa admirable de ver; pero esta palabra, como tantas otras, se ha alejado de su sentido original, y hoy se dice (según la Academia) de un acto del poder divino, contrario a las leyes comunes de la Naturaleza. En efecto, tal es su acepción usual, y sólo por comparación y por metáfora es que se aplica a las cosas vulgares que nos sorprenden y cuya razón es desconocida. De manera alguna tenemos el propósito de examinar si Dios ha juzgado útil, en ciertas circunstancias, derogar las leyes establecidas por Él mismo: nuestro objetivo es únicamente demostrar que los fenómenos espíritas, por más extraordinarios que sean, de ningún modo derogan esas leyes, ni tienen un carácter milagroso, como tampoco son maravillosos o sobrenaturales. El milagro no se explica; los fenómenos espíritas, al contrario, se explican de la manera más racional. Por lo tanto, no son milagros, sino simples efectos que tienen su razón de ser en las leyes generales. El milagro tiene aún otro carácter: el de ser insólito y aislado. Ahora bien, desde el momento en que un hecho se reproduce –por así decirlo– a voluntad y por diversas personas, no puede ser un milagro.

A los ojos de los ignorantes, la Ciencia hace milagros todos los días: he aquí por qué aquellos que en otros tiempos sabían más que el vulgo eran considerados hechiceros; y como se creía que toda Ciencia sobrehumana venía del diablo, ellos eran quemados. Hoy, que se está mucho más civilizado, se contenta con mandarlos a los manicomios.

Si un hombre realmente muerto fuere llamado a la vida por una intervención divina, eso sería un verdadero milagro, porque es un hecho contrario a las leyes de la Naturaleza. Pero si este hombre solamente tuviere las apariencias de la muerte, si todavía hay en él un resto de vitalidad latente, y la Ciencia o una acción magnética consigue reanimarlo, para las personas esclarecidas habrá sucedido un simple fenómeno natural, pero a los ojos del vulgo ignorante, el hecho será considerado milagroso. Si en medio de un campo un físico arroja al aire un barrilete con punta metálica, haciendo que un rayo caiga sobre un árbol, ese nuevo Prometeo será ciertamente considerado como dotado de un poder diabólico. Pero si Josué detuviera el movimiento del Sol, o más bien el de la Tierra, ahí sí que tendríamos un verdadero milagro, porque no conocemos a ningún magnetizador que esté dotado de un poder tan grande como para realizar semejante prodigio. De todos los fenómenos espíritas, uno de los más extraordinarios es, indiscutiblemente, el de la escritura directa, y uno de los que demuestran de la manera más patente la acción de las inteligencias ocultas; pero por el hecho del fenómeno ser producido por seres ocultos, no es más milagroso que todos los otros fenómenos que son debidos a agentes invisibles, porque esos seres ocultos que pueblan los espacios son una de las fuerzas de la Naturaleza, fuerza cuya acción es incesante sobre el mundo material, así como sobre el mundo moral.

El Espiritismo, al esclarecernos sobre esta fuerza, nos da la clave de una multitud de cosas inexplicadas e inexplicables por cualquier otro medio, y que en tiempos remotos han sido considerados prodigios; del mismo modo que el Magnetismo, el Espiritismo revela una ley, que si no es desconocida, por lo menos es mal comprendida; o, dicho de otra manera, se conocían los efectos –porque se producían en todos los tiempos–, pero no se conocía la ley, y ha sido la ignorancia de esta ley que ha engendrado la superstición. Al ser conocida esta ley, lo maravilloso cesa y los fenómenos entran en el orden de las cosas naturales. He aquí por qué los espíritas no producen milagros cuando hacen girar una mesa o cuando los muertos escriben, de la misma forma que el médico no lo hace cuando revive a un moribundo, o el físico cuando hace caer un rayo. Aquel que pretendiese, con la ayuda de esta ciencia, hacer milagros, sería un ignorante de la cuestión o un embaucador.

Los fenómenos espíritas, así como los fenómenos magnéticos, antes que se conociera su causa, han sido considerados prodigios; ahora bien, al igual que los escépticos, los engreídos, es decir, aquellos que –según ellos– tienen el privilegio exclusivo de la razón y del buen sentido, no creen que una cosa sea posible si no la comprenden, y es por eso que todos los hechos considerados como prodigiosos son objeto de sus escarnios; como la religión contiene un gran número de hechos de ese género, no creen en la religión. De ahí a la incredulidad absoluta hay sólo un paso. Al explicar la mayoría de esos hechos, el Espiritismo les da una razón de ser; por lo tanto, Él viene en ayuda de la religión, al demostrar la posibilidad de ciertos hechos que, por no tener más carácter milagroso, no por esto son menos extraordinarios, y Dios no es menor ni menos poderoso por no haber derogado sus leyes. ¿De cuántas burlas no fueron objeto las levitaciones de san Cupertino? Ahora bien, la suspensión etérea de los cuerpos pesados es un hecho demostrado y explicado por el Espiritismo; nosotros mismo hemos sido personalmente testigo ocular de esto, y el Sr. Home, así como otras personas de nuestro conocimiento, han repetido en varias ocasiones el fenómeno producido por san Cupertino. Por lo tanto, ese fenómeno entra en el orden de las cosas naturales.

Al número de los hechos de este género, es preciso colocar en primera línea las apariciones, por ser las más frecuentes. La aparición de La Salette(1), que incluso divide al propio clero, nada tiene de insólita para nosotros. Ciertamente no podemos afirmar que el hecho ha tenido lugar, porque no tenemos la prueba material de este; pero, para nosotros, él es posible, teniendo en cuenta que millares de hechos análogos recientes son de nuestro conocimiento; creemos en ellos no sólo porque su realidad ha sido constatada por nosotros, sino sobre todo porque comprendemos perfectamente la manera por la cual se producen. Téngase a bien remitirse a la teoría que hemos dado sobre las apariciones, y se verá que este fenómeno se vuelve tan simple y plausible como una multitud de fenómenos físicos que solamente son considerados prodigiosos hasta que se les encuentre la clave. En cuanto al personaje que se ha presentado en La Salette, esta es otra cuestión: de modo alguno su identidad está demostrada; constatamos solamente que una aparición puede haber tenido lugar; lo restante no es de nuestra competencia; por lo tanto, que cada uno guarde sus convicciones al respecto, pues el Espiritismo no tiene que ocuparse con eso; nosotros sólo decimos que los hechos producidos por el Espiritismo nos revelan leyes nuevas y nos dan la clave de una multitud de cosas que parecían sobrenaturales. Si algunos de los que eran considerados milagrosos encuentran en la Doctrina Espírita una explicación lógica, es un motivo para no apresurarse más en negar lo que no se comprende.

(1) El autor se refiere a la aparición de la madre de Jesús, en la región francesa de La Salette-Fallavaux, el 19 septiembre de 1846.

Los hechos del Espiritismo son discutidos por ciertas personas, precisamente porque los mismos parecen salir de la ley común y porque no se los entiende. Dadles una base racional, y la duda cesará. Por lo tanto, la explicación, en este siglo en que no se contentan sólo con las palabras, es un poderoso motivo de convicción; también vemos todos los días a personas que no han sido testigos de ningún hecho, que no han visto una mesa girar ni un médium escribir, y que se hallan tan convencidas como nosotros, únicamente porque ellas han leído y comprendido. Si uno debiese creer solamente en lo que ha visto con sus ojos, nuestras convicciones se reducirían a muy poca cosa.


Bibliografía:
El libro de los Médiums de Allan Kardec (Nociones preliminares – Capítulo II)
Revista Espírita - Periódico de Estudios Psicológicos – 1860


AMOR, CARIDAD y TRABAJO








¿Existen los espíritus?









¿Existen los espíritus?












1. La causa principal de la duda relativa a la existencia de los Espíritus radica en la ignorancia de su verdadera naturaleza. Por lo general, las personas imaginan a los Espíritus como seres aparte en la creación, cuya necesidad no está demostrada. Muchas sólo los conocen a través de los relatos fantásticos con que fueron acunadas en la niñez, a semejanza de las que sólo conocen la historia a través de las novelas. No intentan averiguar si esos relatos, despojados de sus accesorios ridículos, encierran algún trasfondo de verdad, y sólo las impresiona el lado absurdo que ellos revelan. Como no se toman el trabajo de quitar la cáscara amarga para descubrir la almendra, rechazan todo, tal como los que, al verse afectados por ciertos abusos en el ámbito religioso, incluyen la totalidad de la religión en una misma censura.

Sea cual fuere la idea que se tenga de los Espíritus, la creencia en ellos se basa, necesariamente, en la existencia de un principio inteligente fuera de la materia. Esa creencia es incompatible con la negación absoluta de dicho principio. Así pues, tomamos como punto de partida la existencia, la supervivencia y la individualidad del alma, de la cual el espiritualismo es su demostración teórica y concluyente, y el espiritismo su demostración patente. Dejemos de lado, por unos instantes, las manifestaciones propiamente dichas, y razonando por inducción veamos a qué consecuencias llegamos.

2. Desde el momento en que se admite la existencia del alma y su individualidad después de la muerte, es necesario admitir también: 1.º, que la naturaleza del alma es diferente de la del cuerpo, puesto que, una vez separada del cuerpo, el alma ya no tiene las propiedades de aquel; 2.º, que el alma tiene conciencia de sí misma, puesto que se le atribuye la alegría o el sufrimiento; de otro modo, sería un ser inerte y de nada nos valdría poseerla. Una vez admitido esto, se sigue de ahí que el alma va a alguna parte. ¿Qué sucede con ella y a dónde va? De acuerdo con la creencia generalizada, el alma va al Cielo o al Infierno. Pero ¿dónde se encuentran el Cielo y el Infierno? Antaño se decía que el Cielo estaba arriba y el Infierno abajo. Pero ¿qué es lo de arriba y lo de abajo en el universo, a partir de que se conoce la redondez de la Tierra y el movimiento de los astros –movimiento que hace que lo que en un determinado momento está en lo alto, se encuentre abajo al cabo de doce horas–, así como lo infinito del espacio, a través del cual nuestra mirada penetra para alcanzar distancias inconmensurables? Es verdad que con la expresión “lugares inferiores” también se designan las profundidades de la Tierra. Pero ¿en qué se convirtieron esas profundidades después de las investigaciones hechas por la geología? ¿En qué se convirtieron, igualmente, esas esferas concéntricas denominadas “cielo de fuego”, “cielo de las estrellas”, después de que se verificó que la Tierra no es el centro de los mundos, que incluso nuestro Sol no es el único, sino que millones de soles brillan en el espacio, y que cada uno de ellos constituye el centro de un torbellino planetario? ¿A qué quedó reducida la importancia de la Tierra, perdida en esa inmensidad? ¿Por qué injustificable privilegio este imperceptible grano de arena que no se distingue por su volumen, ni por su posición, ni por un papel particular, habría de ser el único planeta poblado por seres racionales? La razón se rehúsa a admitir la inutilidad de lo infinito, y todo nos dice que esos mundos están habitados. Ahora bien, si están poblados, aportan también sus contingentes al mundo de las almas. Con todo, una vez más inquirimos, ¿qué sucede con esas almas, puesto que tanto la astronomía como la geología han destruido las moradas que les estaban destinadas y, sobre todo, después de que la teoría tan racional de la pluralidad de los mundos las multiplicó hasta lo infinito? Como la doctrina de la localización de las almas no puede concordar con los datos de la ciencia, otra doctrina más lógica demarca como dominio de ellas, no un lugar determinado y circunscrito, sino el espacio universal. Se trata de todo un mundo invisible en medio del cual vivimos, que nos circunda y se codea con nosotros permanentemente. ¿Acaso hay en eso algo imposible, algo que se oponga a la razón? De ningún modo. Por el contrario, todo indica que no puede ser de otra manera. Pero, entonces, ¿en qué se transforman las penas y las recompensas futuras, si se suprimen los lugares especiales donde se hacen efectivas? Tengamos en cuenta que la incredulidad en lo relativo a esas penas y recompensas está provocada, en general, por el hecho de que tanto unas como otras son presentadas en condiciones inadmisibles. En vez de eso, afirmemos que las almas encuentran en sí mismas su dicha o su desgracia; que su destino se halla subordinado al estado moral de cada una; que la reunión de las almas buenas y afines constituye para ellas una fuente de felicidad; que, conforme al grado de purificación que hayan alcanzado, penetran y entrevén cosas que las almas groseras no captan, y entonces todo el mundo comprenderá sin dificultad. Afirmemos, incluso, que las almas sólo llegan al grado supremo mediante los esfuerzos que realizan para mejorar, y tras una serie de pruebas que son adecuadas para su purificación; que los ángeles son las almas que han llegado al grado más elevado de la escala, grado que todas pueden alcanzar mediante la buena voluntad; que los ángeles son los mensajeros de Dios, encargados de velar por la ejecución de sus designios en todo el universo, y que se sienten felices de desempañar esas misiones gloriosas. De ese modo, habremos dado a su felicidad un fin más útil y atrayente que el que consiste en una contemplación perpetua, que no sería más que una perpetua inutilidad. Digamos, por último, que los demonios son simplemente las almas de los injustos, que todavía no se han purificado, pero que pueden llegar, como las otras, al más alto grado, y esto parecerá más acorde con la justicia y la bondad de Dios que la doctrina que los presenta como seres creados para el mal y para estar perpetuamente dedicados a él. Una vez más, eso es lo que la razón más severa, la lógica más rigurosa, el buen sentido, en suma, puede admitir.  

Ahora bien, esas almas que pueblan el espacio son, precisamente, lo que denominamos Espíritus. Por consiguiente, los Espíritus son las almas de los hombres despojadas de su envoltura corporal. Si los Espíritus fueran seres aparte, su existencia sería más hipotética. En cambio, si se admite que las almas existen, también se debe admitir a los Espíritus, que no son otra cosa sino las almas. Si se admite que las almas están en todas partes, habrá que admitir que los Espíritus también lo están. No se podría, pues, negar la existencia de los Espíritus sin negar la de las almas.


3. Por cierto, esto no deja de ser una teoría, aunque más racional que la otra. Sin embargo, ya es mucho que se trate de una teoría a la cual ni la razón ni la ciencia contradicen. Además, si la corroboran los hechos, tiene a su favor la sanción de la lógica y de la experiencia. Hallamos esos hechos en los fenómenos de las manifestaciones espíritas, que constituyen, de ese modo, la prueba patente de la existencia y la supervivencia del alma. No obstante, la creencia de muchas personas no va más allá de ese punto: admiten la existencia de las almas y, por lo tanto, la de los Espíritus, pero niegan la posibilidad de que nos comuniquemos con ellos, en virtud de que –según dicen– los seres inmateriales no pueden obrar sobre la materia. La duda se debe a que ignoran la verdadera naturaleza de los Espíritus, acerca de los cuales suelen formarse una idea muy falsa, pues erróneamente se supone que son seres abstractos, difusos e indefinidos, lo que no es verdad.

En primer término, imaginemos al Espíritu en su unión con el cuerpo. El Espíritu es el ser principal, puesto que es el ser que piensa y sobrevive. El cuerpo no es más que un accesorio del Espíritu, una envoltura, una vestimenta que abandona cuando está gastada. Además de esa envoltura material, el Espíritu tiene una segunda, semimaterial, que lo une a la primera. Cuando se produce la muerte, el Espíritu se despoja del cuerpo, pero no de la otra envoltura, a la cual damos el nombre de periespíritu. Esa envoltura semimaterial, que adopta la forma humana, constituye para el Espíritu un cuerpo fluídico, vaporoso, pero que, por el hecho de que sea invisible para nosotros en su estado normal, no deja de tener algunas de las propiedades de la materia. Por consiguiente, el Espíritu no es un punto, una abstracción, sino un ser limitado y circunscrito, al que sólo le falta ser visible y palpable para asemejarse a los seres humanos. ¿Por qué, pues, no ejercería una acción sobre la materia? ¿Acaso por el hecho de que su cuerpo es fluídico? Sin embargo, ¿no es entre los fluidos más rarificados, incluso entre los que se consideran imponderables, como la electricidad, donde el hombre encuentra sus más poderosos motores? ¿Acaso la luz, que es imponderable, no ejerce una acción química sobre la materia ponderable? No conocemos la naturaleza íntima del periespíritu. Con todo, imaginemos que está constituido de materia eléctrica, o de otra tan sutil como esa. ¿Por qué razón, si lo dirige una voluntad, no habría de tener la misma propiedad de dicha materia?


4. Dado que la existencia del alma y la existencia de Dios, que son consecuencia una de otra, constituyen la base del edificio, antes de que demos comienzo a un debate espírita es conveniente que sepamos si nuestro interlocutor acepta esa base. Si a estas preguntas:

¿Crees en Dios?
¿Crees que tienes un alma?
¿Crees en la supervivencia del alma después de la muerte?

Él responde en forma negativa, o incluso si contesta simplemente: No sé, desearía que fuese así, pero no estoy seguro –lo que a menudo equivale a una negación encubierta con cortesía, disimulada bajo una forma menos categórica para evitar un choque brusco con lo que denomina prejuicios respetables–, será inútil seguir adelante, tan inútil como pretender demostrar las propiedades de la luz a un ciego que no admite que la luz existe. Porque, en definitiva, las manifestaciones espíritas no son otra cosa que efectos de las propiedades del alma. Por lo tanto, si no queremos perder el tiempo con semejante interlocutor, tendremos que seguir un orden de ideas muy diferente.

En cambio, si la base es aceptada, no como una probabilidad, sino como algo probado e indiscutible, la existencia de los Espíritus se deduce de ahí con la mayor naturalidad.


5. Resta ahora la cuestión de saber si el Espíritu puede comunicarse con el hombre, es decir, si puede intercambiar ideas con él. ¿Por qué no? ¿Qué es el hombre, sino un Espíritu aprisionado en un cuerpo? ¿Por qué un Espíritu libre no podría comunicarse con un Espíritu cautivo, de la misma manera que un hombre libre se comunica con el que está prisionero? Dado que admitimos la supervivencia del alma, ¿será racional que no admitamos la supervivencia de los afectos? Puesto que las almas se encuentran por todas partes, ¿no será natural que creamos que la de un ser que nos ha amado durante su vida se acerque a nosotros, desee comunicarse con nosotros, y se sirva para eso de los medios que estén a su disposición? Mientras se hallaba vivo, ¿no ejercía una acción sobre la materia de su cuerpo? ¿No era él quien dirigía sus movimientos? Así pues, ¿por qué causa no podría, después de su muerte, mediante un acuerdo con otro Espíritu que esté ligado a un cuerpo, valerse de ese cuerpo vivo para manifestar su pensamiento, de la misma manera que un mudo puede servirse de una persona dotada de habla para darse a entender?


6. Dejemos de lado, por unos instantes, los hechos que a nuestro entender hacen indiscutible esa cuestión, y admitamos la comunicación de los Espíritus como una simple hipótesis. Ahora solicitamos a los incrédulos que nos demuestren, no mediante una simple negación, ya que sus opiniones no pueden tomarse como ley, sino por medio de razones concluyentes, que eso no es posible. Nos ubicamos en su propio terreno, y puesto que desean evaluar los hechos espíritas con la ayuda de las leyes de la materia, les pedimos que extraigan de ese arsenal alguna demostración matemática, física, química, mecánica o fisiológica, y prueben, por a más b, siempre a partir del principio de la existencia y la supervivencia del alma:

1º: que el ser pensante que existe en nosotros durante la vida, no debe pensar más después de la muerte;

2º: que, si continúa pensando, no debe pensar más en los que ha amado;

3º: que, si piensa en los que ha amado, ya no debe querer comunicarse con ellos;

4º: que, si puede estar en todas partes, no puede estar a nuestro lado;

5º: que, si está a nuestro lado, no puede comunicarse con nosotros;

6º: que por medio de su envoltura fluídica no puede actuar sobre la materia inerte;

7º: que, si puede actuar sobre la materia inerte, no puede hacerlo sobre un ser animado;

8º: que, si puede actuar sobre un ser animado, no puede guiar su mano para hacer que escriba;

9º: que, si puede hacer que escriba, no puede responder sus preguntas, ni trasmitirle sus pensamientos.

Cuando los adversarios del espiritismo nos hayan demostrado que esto es imposible, por medio de razones tan patentes como las que empleó Galileo para demostrar que no es el Sol el que gira alrededor de la Tierra, entonces podremos decir que sus dudas tienen fundamento. Lamentablemente, hasta el día de hoy toda su argumentación se resume en estas palabras: No lo creo, por consiguiente, es imposible. Sin duda, nos replicarán que nos corresponde a nosotros probar la realidad de las manifestaciones. Pues bien, les damos esa prueba mediante los hechos y mediante el razonamiento. Si no admiten ni una ni otra cosa, si niegan incluso lo que ven, a ellos les corresponde demostrar que nuestro razonamiento es falso y que los hechos son imposibles.


Reflexión:
Somos espíritus de luz reencarnados e inmortales desde nuestra creación, viviendo experiencias terrenales, a fin de ir aprendiendo en base al amor y al trabajo para poder avanzar y evolucionar moral e intelectualmente hasta alcanzar la perfección.

¿Trabajo? Sí, ya que, si sabemos la teoría y no la practicamos a fin de adquirir conocimientos para perfeccionarnos y evolucionar, ¿de qué nos sirve? Toda vez que la espiritualidad nos dice: “El hombre purifica el espíritu por medio del trabajo, y ya sabes que sólo con el trabajo del cuerpo adquiere conocimientos el espíritu.”

Al cesar las referidas experiencias terrenales, normalmente se nos cerrará la puerta del plano terrenal y se nos abrirá la del plano espiritual, nuestro verdadero hogar.



Bibliografía:
El libro de los médiums de Allan Kardec
(Nociones preliminares - Capítulo I)


AMOR, CARIDAD y TRABAJO