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Encarnación de los espíritus

 





ENCARNACIÓN DE LOS ESPÍRITUS









I.- Finalidad de la encarnación

132.- ¿Qué objeto tiene la encarnación de los Espíritus?
-Dios se la impone con el propósito de hacerlos alcanzar la perfección. Para unos constituye una expiación; para otros, una misión. Pero, para llegar a esa perfección deben sufrir todas las vicisitudes de la existencia corporal: en ello reside la expiación. La encarnación tiene asimismo otra finalidad, consiste en poner al Espíritu en condiciones de afrontar la parte que le cabe en la obra de la Creación. Para cumplirla, toma en cada mundo un instrumento de acuerdo con la materia esencial de ese globo a fin de ejecutar, desde ese punto de vista, las órdenes de Dios. De modo que, cooperando a la obra general, progrese él mismo.

La acción de los seres corpóreos es necesaria a la marcha del Universo. Pero con su sabiduría quiso Dios que en esa acción misma aquéllos encontraban un medio de progresar y acercarse a Él. Así, por una ley admirable de su providencia, todo se eslabona, todo es solidario en la Naturaleza.

La doctrina de la reencarnación, esto es, aquella que consiste en admitir para el hombre muchas existencias sucesivas, es la única que responde a la idea que nos formamos de la justicia de Dios para con hombres de una condición moral inferior, la única que puede explicarnos el porvenir y fundamentar nuestras esperanzas, puesto que nos ofrece el medio de rescatar nuestras faltas mediante nuevas pruebas. La razón nos lo indica y los Espíritus así lo enseñan.


133.- Los Espíritus que desde el comienzo siguieron el camino del bien ¿tienen necesidad de la encarnación?
-Todos ellos son creados simples e ignorantes, y se instruyen en las luchas y tribulaciones de la vida corporal. Siendo justo, no podía Dios hacer dichosos a algunos sin penas ni trabajos y, por tanto, sin mérito.


-133a. Pero entonces ¿de qué vale a esos Espíritus haber seguido la senda del bien, si ello no les exime de las penas de la existencia corporal?
-Llegan más pronto a la meta. Además, los pesares de la vida son muchas veces la consecuencia de la imperfección del Espíritu. Cuantas menos imperfecciones tenga, tanto menores serán los tormentos que padezca. Aquel que no es envidioso ni celoso, avaro ni ambicioso, no sufrirá los suplicios que de esos defectos nacen.



Encarnación en diferentes mundos 
(Capítulo IV – Pluralidad de las existencias)

178.- ¿Pueden los Espíritus volver a vivir corporalmente en un mundo relativamente inferior a aquel en que han residido ya?
-Sí, cuando deben realizar una misión para ayudar al progreso, y en tal caso aceptan con alegría las tribulaciones de esa existencia, porque les proporcionan un medio para adelantar.


178a. ¿No puede ocurrir esto también por expiación, y no es posible que Dios envíe a Espíritus rebeldes a mundos inferiores?
-Los Espíritus pueden permanecer estacionarios, pero no retroceden, y entonces su castigo consiste en no seguir adelantando y en recomenzar las existencias mal empleadas en el medio que a su naturaleza conviene.



II.- Del alma

134.- ¿Qué es el alma?
-Un Espíritu encarnado.


-134a. ¿Qué era el alma antes de unirse al cuerpo?
-Espíritu.


134b. En consecuencia, ¿las almas y los Espíritus son la misma cosa?
-En efecto, las almas no son sino los Espíritus. Antes de unirse al cuerpo, el alma es uno de los Seres inteligentes que pueblan el Mundo Invisible y que se revisten temporariamente de una envoltura carnal, para purificarse y esclarecerse.


135.- ¿Hay en el hombre otra cosa fuera del alma y el cuerpo?
-Existe el vínculo o lazo que une el alma con el cuerpo.


135a. ¿Cuál es la naturaleza de ese vínculo?
-Semimaterial, esto es, intermedia entre la naturaleza del Espíritu y el cuerpo. Y ello es necesario para que ambos puedan comunicarse el uno con el otro. Mediante ese lazo obra el Espíritu sobre la materia, y viceversa.

Así pues, el hombre está formado por tres partes esenciales, a saber:

Primera:  El cuerpo, o ser material, análogo al de los animales y animado por el mismo principio vital.

Segunda: El alma, Espíritu encarnado cuya habitación es el cuerpo.

Tercera: El principio intermediario, o periespíritu, sustancia semimaterial que sirve de primera envoltura al Espíritu y une el alma con el cuerpo. Tales son, en un fruto, el germen, el periespermo y la corteza.


136.- ¿Es independiente el alma del principio vital?
-El cuerpo no es sino la envoltura, sin cesar lo estamos repitiendo.


136a. ¿Puede el cuerpo existir sin el alma?
-Si, y, sin embargo, tan pronto el cuerpo cesa de vivir, el alma lo deja. Antes del nacimiento no hay todavía una unión definitiva entre el alma y el cuerpo. Luego que esta unión se ha establecido, la muerte del cuerpo rompe los lazos que lo unen al alma y ésta abandona a aquél. La vida orgánica puede animar un cuerpo sin alma, pero esta última no puede habitar un cuerpo privado de vida orgánica.


136b. ¿Qué sería nuestro cuerpo si no existiera el alma?
- Una masa de carne sin inteligencia, todo lo que queráis, excepto un ser humano.


137.-Un mismo Espíritu ¿puede encarnar en dos cuerpos diferentes a la vez?
-No: el Espíritu es indivisible y no puede animar simultáneamente a dos seres distintos. (Véase, en El libro de los Médiums, el Capítulo “Bicorporeidad y transfiguración”).


138.- ¿Qué pensar de la opinión de aquellos que consideran al alma como el principio de la vida material?
-Es una cuestión de palabras, que no nos interesa. Comenzad por entenderos vosotros mismos.


139.- Ciertos Espíritus, y con anterioridad a ellos algunos filósofos, definieron el alma como “una chispa anímica emanada del Gran Todo”. ¿A qué se debe esta contradicción?
-No hay tal contradicción. Depende del significado de las palabras. ¿Por qué no tenéis un vocablo para cada cosa?

El término “alma” se emplea para expresar cosas muy diferentes. Unos llaman así al principio de la vida, y en esta significación es exacto decir en sentido figurado, que el alma es una chispa anímica emanada del Gran Todo. Estas últimas palabras describen la fuente universal del principio vital, del que cada Ser absorbe una porción y que retorna a la masa después de la muerte. Tal idea no excluye en modo alguno la de un Ser moral distinto, independiente de la materia y que conserva su individualidad. A ese Ser se le denomina igualmente alma, y en esta acepción se puede decir que el alma es un Espíritu encarnado. Al ofrecer diversas definiciones del alma, los Espíritus han hablado conforme a la aplicación que daban a la palabra y según las ideas terrenas de que estaban todavía más o menos imbuidos. Esto proviene de a insuficiencia del lenguaje humano, que no posee un vocablo para expresar cada idea, de ahí el origen de una multitud de errores y de discusiones. He aquí por qué los Espíritus superiores nos recomiendan que nos entendamos primero acerca del significado de las palabras.(1) 

(1) Ver, en la “Introducción al Estudio de la Doctrina Espírita”, párrafo II, la explicación sobre la voz “alma”. [N. de A. Kardec.]
Que resumidamente califica al alma con tres adjetivos: el alma vital para designar el principio de la vida material, el alma intelectual para el principio de la inteligencia y el alma espírita para el principio de nuestra individualidad después de la muerte. Así pues, el alma vital sería común a todos los seres orgánicos: vegetales, animales y hombres. El alma intelectual pertenecería a hombres y animales. Y el alma espírita correspondería al hombre únicamente.


140.- ¿Qué pensar de la teoría que considera al alma subdividida en tantas partes como músculos hay, y presidiendo así cada una de las funciones corporales?
-Ello depende una vez más del sentido que se dé al término alma. Si se entiende por ello al fluido vital, entonces se tiene razón, pero si se entiende por alma al Espíritu encarnado, se está en un error. Ya lo hemos dicho: el Espíritu es indivisible: transmite a los órganos el movimiento sirviéndose para ello del fluido intermediario, sin que por esto se divida.


140 a. Con todo, hay Espíritus que han ofrecido esa definición…
-Los Espíritus ignorantes pueden tomar el efecto por la causa.

El alma obra por intermedio de los órganos y éstos se hallan animados por el fluido vital, que se reparte entre ellos, y con mayor abundancia en aquellos que constituyen los centros o focos del movimiento. Pero esta explicación no conviene al alma, si se la conceptúa como el Espíritu que habita el cuerpo durante la vida y lo deja al sobrevenir la muerte.


141.- ¿Hay algo de verdad en la opinión de quienes piensan que el alma es exterior y circunda al cuerpo?
-El alma no se encuentra encerrada en el cuerpo, como el pájaro en la jaula. Ella irradia y se manifiesta fuera de aquél, al modo de la luz a través de un globo de vidrio, o como el sonido en torno de un centro sonoro. Así pues, se puede decir que el alma es externa, pero no por ello será la envoltura del cuerpo. El alma posee dos envolturas: la primera sutil y leve, que tú llamas periespíritu. La otra grosera, material y pesada, que es el cuerpo. El alma constituye el centro de las dos envolturas, así como la pepita o almendra en el carozo (hueso), según ya manifestamos.


142.- ¿Qué decir de esa otra teoría según la cual el alma, en el niño, se completa en cada período de la vida?
-El Espíritu es sólo uno. Está entero en el niño, así como en el adulto. Los que se desarrollan y se completan son los órganos, o instrumentos de las manifestaciones del alma. Una vez más se confunde el efecto con la causa.


143.- ¿Por qué todos los Espíritus no definen al alma de la misma manera?
-Los Espíritus no están todos igualmente ilustrados acerca de estas materias. Los hay todavía limitados, que no comprenden las cosas abstractas. Sucede lo mismo con los niños, entre vosotros. Existen asimismo Espíritus pedantes o pseudosabios, que hacen ostentación de palabras para imponerse. Y esto también acontece entre vosotros. Por otra parte, los mismos Espíritus esclarecidos pueden expresarse en términos diferentes, que en el fondo tienen el mismo valor, sobre todo cuando se trata de cosas que vuestro lenguaje es incapaz de traducir con claridad. Se requieren metáforas y comparaciones que vosotros tomáis por la realidad.


144.- ¿Qué se ha de entender por “el alma del mundo”?
-Es el principio universal de la vida y de la inteligencia, de donde nacen las individualidades. Pero, quienes se valen de esas palabras muchas veces ni se comprenden a sí mismos. El vocablo alma es tan elástico que cada cual lo interpreta según su fantasía. En ocasiones se ha atribuido asimismo un alma a la Tierra. Hay que entender por esto al conjunto de los Espíritus abnegados que encaminan vuestras acciones por la senda correcta cuando les hacéis caso y que, en cierto modo, son los encargados de la ejecución del pensamiento de Dios en vuestro mundo.


145.- ¿Cómo es que tantos filósofos, antiguos y modernos, han discutido durante tanto tiempo sobre la ciencia psicológica sin haber llegado a la verdad?
-Aquellos hombres fueron los precursores de la Doctrina Espírita eterna. Prepararon el camino. Y puesto que eran seres humanos han podido equivocarse, porque confundieron sus propias ideas con la verdad. Pero sus mismos errores, mostrando lo verdadero y lo falso de sus doctrinas, ponen en evidencia a aquélla. Por lo demás, entre tales errores se encuentran grandes verdades, que un estudio comparativo puede haceros comprender.


146.- ¿Tiene al alma una sede determinada y circunscripta en el cuerpo?
-No, pero reside más particularmente en la cabeza, en los grandes genios, en todos aquellos que piensan mucho, y en el corazón en aquellos otros cuyos sentimientos y acciones son benéficos para la humanidad toda.


146 a. ¿Qué pensar de la opinión de quienes sitúan el alma en un centro vital?
- Equivale a decir que el Espíritu habita más bien esa parte de vuestro organismo, porque allí confluyen todas las sensaciones. Los que la sitúan en lo que consideran el centro de la vitalidad la confunden con el fluido o principio vital. Con todo, se puede afirmar que el asiento del alma reside con más particularidad en los órganos que sirven a las manifestaciones intelectivas y morales.



III.- Materialismo

147.- ¿Por qué los anatomistas, fisiólogos y, en general, aquellos que profundizan las ciencias de la Naturaleza son llevados tan a menudo al materialismo?
-El fisiólogo relaciona todo con lo que ve. Orgullo de los hombres que creen saberlo todo y no admiten que algo pueda exceder a su entendimiento. Su ciencia misma los torna presuntuosos. Piensan que la Naturaleza no puede ocultarles nada.


148.- ¿No es lamentable que el materialismo sea una consecuencia de estudios que debieran, por el contrario, mostrar al hombre la superioridad de la inteligencia que gobierna al mundo? ¿Habrá que concluir de ahí que tales estudios son peligrosos?
-No es cierto que el materialismo sea una consecuencia de esos estudios. Es el hombre el que extrae de ellos falsas conclusiones, porque puede abusar de todo, hasta de las mejores cosas. Además, la nada los aterra más de lo que quieren aparentar, y los “espíritus fuertes”(2) son muchas veces más pedantes que valientes. La mayoría de ellos sólo son materialistas porque no tienen nada con que llenar el vacío de ese abismo que ante ellos se abre. Mostradle una tabla de salvación y se aferrarán a ella con prisa.

(2) Ver la nota que acerca de la expresión francesa “esprit fort” se ha hecho en la respuesta a la pregunta número 9. [N. del T. al cast.]


Por una aberración de la inteligencia hay personas que sólo ven en los seres orgánicos la acción de la materia y relacionan con ella todos nuestros actos. No han visto en el cuerpo humano más que la máquina eléctrica. Sólo estudiaron el mecanismo de la vida en el funcionamiento de los órganos. Han presenciado con frecuencia cómo se extinguía la vida por la ruptura de un hilo y sólo vieron ese hilo… Buscaron, por si quedaba algo, y como no encontraron sino la materia, que se había tornado inerte, no vieron el alma escaparse de aquélla y no pudieron aprehenderla, por lo que concluyeron en que todo residía en las propiedades de la materia y que, por tanto, después de la muerte, el pensamiento se reducía a la nada. Triste conclusión, si así fuera, porque entonces el bien y el mal no tendrían sentido, al hombre le asistiría la razón al no pensar más que en sí mismo y poner por encima de todo la satisfacción de sus goces materiales. Los vínculos sociales se romperían y lo propio sucedería con los más nobles afectos. Felizmente, estas ideas están lejos de ser generales. Incluso se puede afirmar que se hallan muy circunscritas y representan sólo opiniones individuales, porque en ninguna parte han sido erigidas en doctrina. Una sociedad que se basara sobre tales cimientos llevaría en sí misma el germen de su disolución y sus miembros se destrozarían recíprocamente, como bestias feroces.

El ser humano posee por instinto la convicción de que para él no todo termina junto con la vida. La nada le horroriza. En vano se han resistido los hombres al pensamiento del porvenir, pues cuando el supremo instante les llega, pocos dejan de preguntarse qué será de ellos. Porque la idea de dejar la vida para siempre tiene algo de desgarrante. En efecto, ¿quién podría afrontar con indiferencia la perspectiva de una separación absoluta, eterna, de todo lo que amó? ¿Quién sería capaz de ver sin pánico abrirse ante él el inmenso abismo de la nada, adonde irían a sumergirse para siempre todas sus facultades y esperanzas?, y decirse: “¡Y qué! Después de mí, nada, sólo el vacío; pronto no quedará huella alguna de mi paso por la Tierra; incluso el bien que haya realizado será echado al olvido por los ingratos que me lo deben; y ¡nada para compensar todo eso, ninguna otra perspectiva que la de mi cuerpo roído por los gusanos!”

¿No tiene este cuadro algo de horroroso y glacial? La religión nos enseña que no puede ser así y la razón nos lo confirma. Pero esa existencia futura, vaga e indefinida, no posee nada que satisfaga nuestro apego a lo positivo, y es esto lo que en muchas personas engendra la duda. Tenemos un alma, admitido. Pero ¿qué es nuestra alma? ¿Posee ella una forma o apariencia? ¿Es un ser limitado indefinido? Unos dicen que constituye un soplo de Dios, otros que es una chispa, y los hay también que la conceptúan una parte del Gran Todo, principio de la vida y de la inteligencia, pero ¿qué nos enseña todo esto? ¿De qué nos sirve poseer un alma si después de la muerte ella se confundirá en la inmensidad, al modo de las gotas de agua en el océano? ¿Acaso la pérdida de nuestra individualidad no equivale a la nada, para nosotros? Se afirma asimismo que el alma es inmaterial, pero una cosa inmaterial no podría tener proporciones definidas, de modo que para nosotros esto no significa nada. También nos enseña la religión que seremos dichosos o desventurados, según el bien o el mal que hayamos hecho. Pero ¿en qué consiste esa felicidad que en el seno de Dios nos aguarda? ¿Se trata de una beatitud, de una eterna contemplación, sin otra cosa que hacer fuera de entonar loas al Creador? Las llamas del infierno ¿son una realidad o apenas un símbolo? La propia Iglesia las interpreta en esta última significación, mas ¿cuáles son los sufrimientos que allá padeceremos? ¿Dónde está ese lugar de suplicios? En pocas palabras, ¿qué se hace y se ve en ese mundo que a todos nos espera? Dicen que nadie ha vuelto de él para revelárnoslo. Es este un error, y la misión del Espiritismo consiste precisamente en ilustrarnos acerca de ese porvenir, hacer que hasta cierto punto lo toquemos con el dedo y lo veamos con nuestros propios ojos, no mediante el razonamiento, sino por medio de los hechos. Gracias a las comunicaciones espíritas esto no constituye ya una presunción, una probabilidad sobre la cual cada uno de nosotros pueda tejer sus fantasías, y que los poetas hermoseen con sus ficciones o siembren imágenes alegóricas que nos seduzcan: la que se nos muestra es la realidad, porque son los mismos Seres de ultratumba los que acuden a nosotros para describirnos su situación y contarnos lo que están haciendo, permitiéndonos asistir –si así vale decirlo- a todas las peripecias de su nueva vida, y mostrándonos por ese medio la suerte inevitable que nos está reservada, conforme a nuestros méritos o malas acciones. ¿Hay en esto algo de antirreligioso? Muy por el contrario, ya que los incrédulos encuentran en ello la fe y los tibios un acrecentamiento de su fervor y confianza. El Espiritismo es, por tanto, el más poderoso auxiliar de la religión. Y por serlo, Dios lo permite, y lo permite para reanimar nuestras tambaleantes esperanzas y conducirnos a la senda del bien mediante la perspectiva del porvenir(3) .

(3) Pese a que esta afirmación de Kardec ha sido rechazada por los religiosos, tuvo su confirmación histórica: “El Espiritismo es el más valeroso auxiliar de la religión”. Gracias a las pruebas espíritas de la supervivencia del alma y a la explicación racional de los problemas espirituales pudo ser refrendada la ola materialista del siglo XIX. Aun hoy, como se advierte por la obra del padre TEILHARD DE CHARDIN y por la del pastor y teólogo anglicano HARALDUR NIELSSON, así como por la revolución que está sacudiendo a la teología en general, son los principios espíritas los que vuelven a levantar y rehabilitar a las religiones. [N. de J. H. Pires.]


Bibliografía:
El Libro de los Espíritus de Allan Kardec


AMOR, CARIDAD y TRABAJO







Ángeles y demonios





 

ÁNGELES y DEMONIOS








¿Existen ángeles y demonios?
La Doctrina Espírita tiene como pauta principal la fe razonada, ya que su codificador, Allan Kardec, era un científico.

Al principio incrédulo, Kardec quiso poner a prueba los conceptos que estaban siendo diseminados. Eso nos lleva rápidamente al hecho de que la idea de ángeles y demonios parece irreal. Además de eso, siendo Dios “soberanamente justo y bueno”, no parece coherente que Él cree seres más o menos evolucionados. Por tanto, para la Doctrina Espírita, no hay ángeles y demonios, sino Espíritus que tienen características morales compatibles con la descripción de estas criaturas. En otras palabras, hay seres que avanzaron en su jornada evolutiva y tienen las virtudes de «ángeles», así como seres en niveles inferiores de conciencia, pareciéndose a los «demonios».

Sin embargo, vale la pena resaltar que el Espíritu que insiste en el error no está condenado al sufrimiento y al mal eterno. Esto se debe a que todos tienen la oportunidad de elevar su conducta y dejarse apoyar por los benefactores.


¿Cuál es el origen de la creencia en los demonios?
La creencia en los demonios no es de carácter contemporáneo. En el siglo VI a.C. ya existían relatos de un ser llamado Arima, que sería el príncipe de las tinieblas. Sin embargo, en el Antiguo Testamento, el demonio aún no tenía esa denominación macabra. Él era visto como una criatura concebida con el fin de hacer que los hombres paguen por los pecados que cometían contra Dios.


Los demonios, según la Iglesia
De acuerdo con la Iglesia, el demonio, al principio, era un ángel que tenía mucho poder, siendo el preferido de Dios. Sin embargo, esta criatura cuestionó el hecho de nunca obtener el mismo conocimiento y poder de Dios. Así, se rebeló contra el creador que, como castigo, lo expulsó del Cielo y lo condenó a vivir eternamente en un lugar sumamente sucio e incómodo, conocido como Infierno. Desde entonces, el demonio intentaría alcanzar a Dios, desviando a los hombres del camino del bien y haciendo que sufran. Además de eso, la Iglesia se ampara en ese discurso para obtener la obediencia del fiel que, con miedo de acabar destinado al sufrimiento eterno al lado del demonio, opta por seguir los mandamientos de Dios.


Los demonios según el espiritismo
Según el espiritismo, ni los ángeles ni los demonios son seres aparte, puesto que la creación de seres inteligentes es sólo una. Unidos a cuerpos materiales, esos seres constituyen la humanidad que puebla la Tierra y los demás planetas habitados. Cuando se desprenden de esos cuerpos, constituyen el mundo espiritual o de los Espíritus, que pueblan los espacios. Dios los creó perfectibles y les puso como meta la perfección, junto con la felicidad que es consecuencia de ella, pero no les dio la perfección. Quiso que la obtuviesen por su propio esfuerzo, a fin de que tuvieran ese mérito. A partir del momento de su creación, los seres progresan, ya sea en el estado de encarnación o en el estado espiritual. Al llegar a su apogeo, se convierten en Espíritus puros o ángeles, según la expresión vulgar; de manera que, a partir del embrión del ser inteligente hasta el ángel, existe una cadena ininterrumpida, en la que cada uno de los eslabones indica un grado de progreso.

De ahí resulta que existen Espíritus en todos los grados de adelanto moral e intelectual, de conformidad con la posición que ocupan en la escala del progreso. Por consiguiente, los hay en todos los grados de saber y de ignorancia, de bondad y de maldad. En las categorías inferiores se destacan los Espíritus que todavía son muy propensos al mal, y que se complacen en él. A estos se los puede denominar demonios, si así se quiere, pues son capaces de todas las maldades que se atribuyen a estos últimos. El espiritismo no les da ese nombre, porque el término demonio se asocia a la idea de un ser distinto de los del género humano, y cuya naturaleza es esencialmente perversa, consagrados eternamente al mal e incapaces de progresar hacia el bien.

Según la doctrina de la Iglesia, los demonios fueron creados buenos, y se convirtieron en malvados por su desobediencia: son ángeles caídos, que al principio habían sido colocados por Dios al tope de la escala, de donde descendieron. Según el espiritismo, se trata de Espíritus imperfectos, pero que mejorarán. Aún se encuentran en la base de la escala, pero un día ascenderán.

Los Espíritus que por su desidia, negligencia, obstinación y mala voluntad permanecen más tiempo en las categorías inferiores, sufren las consecuencias de esa actitud, y el hábito del mal les hace más difícil salir de ahí. No obstante, tarde o temprano llega el día en que se cansan de esa existencia penosa y de los padecimientos que son su consecuencia. Comparan su situación con la de los Espíritus buenos y comprenden que su provecho reside en el bien. Entonces, procuran mejorar por un acto de espontánea voluntad, sin que se los obligue. Aunque se hallan sometidos a la ley general del progreso, en virtud de que son aptos para progresar, no lo hacen contra su voluntad. Dios les proporciona incesantemente los medios, pero ellos son libres para aceptarlos o rechazarlos. Si el progreso fuese obligatorio, no existiría mérito alguno, y Dios quiere que todos tengan el mérito de sus propias obras. Nadie es colocado en la primera categoría por privilegio, pero esa categoría es accesible a todos, y nadie la alcanza sin su propio esfuerzo. Los ángeles más elevados han conquistado su jerarquía pasando, como los demás, por el camino común.

Cuando han llegado a cierto grado de purificación, los Espíritus reciben misiones adecuadas a su progreso. Desempeñan de ese modo las funciones atribuidas a los ángeles de los diferentes órdenes. Por otra parte, puesto que Dios crea eternamente, se concluye que eternamente hubo seres suficientes para satisfacer todas las necesidades del gobierno del universo, desde que los primeros alcanzaron la perfección. Así pues, una sola especie de seres inteligentes, sometida a la ley del progreso, basta para todo. Esa unidad en la creación, sumada a la idea de un origen común, con el mismo punto de partida y el mismo camino a recorrer, en el que los seres se elevan por su propio mérito, responde mucho mejor a la justicia de Dios que la creación de especies diferentes, más o menos favorecidas con dones naturales, que constituirían otros tantos privilegios.

Puesto que la doctrina vulgar sobre la naturaleza de los ángeles, los demonios y las almas humanas no admite la ley del progreso, pero considera que existen seres de diversos grados, concluye que estos son el producto de otras tantas creaciones especiales. De ese modo, llega a hacer de Dios un padre parcial, que a algunos de sus hijos les concede todo, e impone a los otros el más arduo trabajo. No es para sorprenderse que durante mucho tiempo los hombres no hayan visto nada chocante en esas preferencias, ya que ellos procedían del mismo modo en relación con sus propios hijos, al establecer los derechos de primogenitura y otros privilegios de nacimiento. ¿Podían esos hombres suponer que se equivocaban más que Dios? Hoy, en cambio, se ha ampliado el círculo de las ideas. El hombre ve con más claridad y tiene nociones más precisas de la justicia. Como la desea para sí, y no siempre la encuentra en la Tierra, desea al menos hallarla más perfecta en el Cielo. Por ese motivo, su razón rechaza toda y cualquier doctrina en la que la justicia divina no se le presente en la plenitud de su pureza.


¿Cuál es el origen de la creencia en los ángeles?
El relato más antiguo que se tiene sobre los ángeles data del año 4000 a.C., en la ciudad de Ur, en el Oriente Medio. Tales narrativas siempre colocaron a los ángeles como criaturas extremadamente poderosas, que hacen milagros, asisten, generan reflejos positivos, protegen y son capaces de mejorar la vida y hacer que las personas se tornen benevolentes. Estas historias son encontradas en el Antiguo Testamento y fueron incorporadas al pensamiento contemporáneo, con relatos aún más vívidos en el Nuevo Testamento.


Los ángeles, según la Iglesia
De acuerdo con la Iglesia, Dios creó la misma cantidad de hombres y ángeles. Los ángeles serían criaturas espirituales responsables de llevar los mensajes de los hombres a Dios y de Dios a los hombres, como mensajeros. Además de eso, ellos son inmortales, no presentan la capacidad de reproducción, no pasan por el proceso de nacimiento, no tienen peso ni altura.


Los ángeles según el espiritismo
No se puede poner en duda la existencia de seres dotados de todas las cualidades atribuidas a los ángeles. En ese punto la revelación espírita confirma la creencia de todos los pueblos, pero también nos da a conocer el origen y la naturaleza de esos seres. Los Espíritus, también denominados almas, son creados simples e ignorantes, es decir, sin conocimientos ni conciencia del bien y del mal, pero aptos para conseguir lo que les falta. El trabajo es el medio para sus logros, y el objetivo, que es la perfección, es común a todos. Lo alcanzan con relativa rapidez en virtud de su libre albedrío y en razón directa de sus esfuerzos. Todos deben trasponer los mismos peldaños y completar el mismo trabajo. Dios no favorece más a unos que a otros, ya que todos son sus hijos y, puesto que es justo, no tiene preferencia por ninguno. Él les dice: “Esta es la ley que debe constituir vuestra regla de conducta; sólo ella os puede conducir a vuestra meta; todo lo que está conforme con ella, es el bien; todo lo que es contrario a ella, es el mal. Tenéis plena libertad para observar o infringir esta ley, y de esa manera seréis los artífices de vuestro propio destino”. Por consiguiente, Dios no creó el mal; todas sus leyes están orientadas hacia el bien; el hombre es quien creó el mal al transgredir las leyes divinas, pues si las observara escrupulosamente nunca se desviaría del camino del bien. 

Pero sucede que el alma, en las primeras fases de su existencia, es como un niño, es decir, carece de experiencia, y por lo tanto es falible. Dios no le da la experiencia, sino que le concede los medios para adquirirla. Cada paso en falso en el camino del mal constituye un atraso para el alma, que sufre las consecuencias y de ese modo aprende a costa de sí misma lo que debe evitar. Así, poco a poco, se desarrolla, se perfecciona y avanza en la jerarquía espiritual, hasta que llega al estado de Espíritu puro o ángel. Los ángeles son, pues, las almas de los hombres que alcanzaron el máximo grado de perfección que admite la criatura, y que en su plenitud gozan de la felicidad prometida. No obstante, antes de que alcancen el grado supremo, gozan de una dicha relativa a su adelanto, pero esa dicha no consiste en la ociosidad, sino en el desempeño de las funciones que Dios les  encomienda, y por cuyo cumplimiento se sienten dichosos, visto que esas ocupaciones representan para ellos un medio de progreso.

La humanidad no está circunscripta a la Tierra: habita en los innumerables mundos que giran en el espacio. Ya habitó en los mundos que desaparecieron, y habitará en los que habrán de formarse. Dios crea eternamente y nunca deja de crear. Mucho antes de que la Tierra existiese, y por más remota que imaginemos su creación, ya había otros mundos en los que los Espíritus encarnados recorrían las mismas etapas que nosotros –Espíritus de formación más reciente– recorremos ahora, y que alcanzaron la meta incluso antes de que nosotros saliéramos de las manos del Creador. Así pues, los ángeles o Espíritus puros existen desde toda la eternidad. Dado que su existencia humana se pierde en la infinitud del pasado, para nosotros es como si siempre hubiesen sido ángeles. 

Se realiza así la gran ley de unidad de la creación. Dios nunca estuvo inactivo: siempre contó con Espíritus puros, experimentados y esclarecidos, para que transmitan sus órdenes y dirijan todos los sectores del universo, desde el gobierno de los mundos hasta los más ínfimos detalles. No tuvo, pues, necesidad de crear seres privilegiados y exentos de obligaciones. Todos, antiguos y nuevos, han conquistado sus posiciones mediante la lucha y por su propio mérito. Todos, en fin, son hijos de sus obras. De ese modo también se cumple la soberana justicia de Dios.

Las comunicaciones de Dios con los ángeles, y las de estos entre sí, no se realizan, como en el caso de los hombres, mediante sonidos articulados y otras señales ostensibles. Las inteligencias puras no necesitan ojos para ver, ni oídos para oír; tampoco poseen el órgano de la voz para manifestar sus pensamientos. Ese intermediario habitual en nuestras conversaciones no les es necesario, pues comunican sus sentimientos de un modo peculiar, que es absolutamente espiritual. Les basta con desearlo para comprenderse.


Bibliografía:
El Cielo y el Infierno de Allan Kardec
https://conteudoespirita.com/es/angeles-y-demonios/


AMOR, CARIDAD y TABAJO







Penas eternas





 

PENAS ETERNAS







Origen de la doctrina de las penas eternas

La doctrina de las penas eternas, así como la del Infierno material, tuvo su razón de ser mientras el miedo sirvió de freno a los hombres poco adelantados tanto en lo intelectual como en lo moral. Como estaban imposibilitados de captar los matices a menudo delicados del bien y del mal, así como el valor relativo de las circunstancias atenuantes o agravantes, los hombres se impresionarían poco o nada con la idea de las penas morales; tampoco comprenderían la idea de una justicia basada en penas graduales y proporcionales.

Cuanto más próximos se encuentran del estado primitivo, más materialistas son los hombres. El sentido moral es el que se desarrolla más tardíamente en ellos, razón por la cual apenas pueden formarse de Dios y de sus atributos, así como de la vida futura, una idea muy vaga e imperfecta. 

Ese tipo de hombres necesitaba creencias religiosas compatibles con su naturaleza todavía grosera. Una religión exclusivamente espiritual, que fuera todo amor y caridad, no podía asociarse con la brutalidad de las costumbres y de las pasiones.

A medida que el Espíritu se desarrollaba, el velo material fue disipándose poco a poco, y los hombres resultaron más aptos para comprender las cuestiones espirituales. Pero eso ocurrió en forma lenta y gradual. En ocasión de su advenimiento, Jesús pudo proclamar un Dios clemente, así como referirse a su reino, que no es de este mundo, y decir a los hombres: “Amaos los unos a los otros y haced el bien a quienes os odian”, en tanto que los antiguos decían: “Ojo por ojo, diente por diente”.

Con todo, Cristo no pudo revelar a sus contemporáneos todos los misterios del porvenir. Él mismo lo dijo: “Todavía tengo muchas cosas para deciros, pero no las comprenderíais; por eso os hablo en parábolas”. En cambio, fue muy explícito en lo que respecta a la moral, es decir, a los deberes del hombre para con su prójimo, porque supo darse a entender haciendo vibrar la cuerda sensible de la vida material. En cuanto a las demás cuestiones, se limitó a sembrar bajo la forma alegórica los gérmenes que deberían desarrollarse más adelante.

La doctrina de las penas y las recompensas futuras pertenece a este último orden de ideas. Sobre todo, en relación con las penas, Cristo no podía provocar un quiebre brusco en relación con las ideas preconcebidas. Había venido para señalar a los hombres nuevos deberes. Ya era mucho que pudiera sustituir el odio y la venganza por la caridad y el amor al prójimo, el egoísmo por la abnegación. Además, racionalmente no podía debilitar el miedo al castigo que se reservaba a los prevaricadores, sin debilitar al mismo tiempo la noción del deber. 

Si bien Jesús amenazó a los culpables con el fuego eterno, también los amenazó con que serían arrojados a la Gehena. Pero ¿qué era la Gehena? Un lugar de los alrededores de Jerusalén, un basural en el que se arrojaban los desperdicios de la ciudad. ¿Se debería interpretar también eso al pie de la letra? Se trataba de una de esas imágenes enérgicas de las que Jesús se valía para impresionar a las masas. Lo mismo sucede con el fuego eterno. Si ese no hubiera sido su pensamiento, habría estado en contradicción consigo mismo al exaltar la clemencia y la misericordia de Dios, pues la clemencia y la inexorabilidad son opuestos que se anulan. Así pues, cometeríamos una extraña equivocación en lo relativo al sentido de las palabras de Jesús, si le atribuyéramos la sanción del dogma de las penas eternas, cuando toda su enseñanza proclama la mansedumbre del Creador.

Además, Él sabía que el tiempo y el progreso se encargarían de explicar su sentido alegórico, sobre todo porque, según su predicción, el Espíritu de Verdad acudiría para esclarecer a los hombres acerca de todas las cosas.


Imposibilidad material de las penas eternas

Según el dogma de las penas eternas, el destino del alma después de la muerte está fijado de forma irrevocable, de modo que el progreso le está vedado definitivamente. Ahora bien, ¿el alma progresa o no? Esa es la cuestión. Si progresa, la eternidad de las penas es imposible.

¿Se puede dudar de ese progreso, cuando se ve la enorme variedad de aptitudes morales e intelectuales que existe en la Tierra, desde el salvaje hasta el hombre civilizado, y cuando se ve la diferencia que presenta un mismo pueblo en el transcurso de un siglo a otro? Si admitiéramos que ya no son las mismas almas, habría entonces que admitir que Dios crea almas en todos los grados de adelanto, según las épocas y los lugares, y que favorece a unas, mientras que destina a otras a una inferioridad perpetua. Pero eso sería incompatible con la justicia, que debe ser pareja para todas las criaturas.

Es indudable que el alma atrasada moral e intelectualmente, como lo es la de los pueblos bárbaros, no puede disponer de los mismos elementos para ser feliz, de las mismas aptitudes para gozar del esplendor de lo infinito, que aquella otra alma cuyas facultades están ampliamente desarrolladas. Por lo tanto, si esas almas no progresan, en las condiciones más favorables sólo podrán gozar eternamente de una felicidad, por decirlo así, negativa. De modo que, para estar de acuerdo con la rigurosa justicia, llegamos forzosamente a la conclusión de que las almas más adelantadas son las mismas que estaban atrasadas, y que han progresado. En este punto nos enfrentamos con la importante cuestión de la pluralidad de las existencias: el único medio racional para resolver esta dificultad. Con todo, vamos a dejarla de lado, a fin de considerar el alma desde el punto de vista de una única existencia.

Imaginemos un joven de veinte años, como tantos que existen actualmente, ignorante, de instintos viciosos, que niega la existencia de su alma y la de Dios, entregado al descontrol y a cometer toda clase de perversidades. Posteriormente, en un medio favorable, ese joven trabaja, se instruye, se corrige gradualmente hasta convertirse en un creyente piadoso. ¿No es ese un ejemplo palpable del progreso del alma durante la vida, ejemplo que se reitera todos los días? Ese hombre muere a edad avanzada como un santo, y por cierto su salvación está asegurada. Con todo, ¿cuál habría sido su destino si un accidente lo hubiera llevado a la muerte cuarenta o cincuenta años antes? En esa época reunía todas las condiciones necesarias para que fuera condenado; de modo que, una vez condenado, toda forma de progreso le estaría vedada. Nos encontramos, pues, ante un hombre que sólo se salvó porque vivió más tiempo, y que, según la doctrina de las penas eternas, se habría perdido para siempre si hubiera vivido menos, tal vez como consecuencia de un accidente fortuito. Dado que su alma pudo progresar en un momento determinado, ¿por qué razón no habría podido progresar también después de la muerte, en caso de que una causa ajena a su voluntad le hubiera impedido hacerlo en vida? ¿Por qué Dios le habría negado los medios? El arrepentimiento, aunque tardío, no habría dejado de llegar. En cambio, si desde el instante mismo de su muerte se le hubiese impuesto una condena irremisible, su arrepentimiento habría sido infructuoso por toda la eternidad, y su aptitud para progresar habría quedado anulada para siempre.

El dogma de la eternidad absoluta de las penas es, por lo tanto, incompatible con el progreso de las almas, al cual opone una barrera infranqueable. Ambos principios se anulan recíprocamente, pues la existencia de uno implica forzosamente el aniquilamiento del otro. ¿Cuál de los dos es real? La ley del progreso existe realmente: no se trata de una teoría, sino de un hecho confirmado por la experiencia; es una ley de la naturaleza, ley divina, imprescriptible. Así pues, si esta existe y no puede conciliarse con la otra, entonces la otra no existe. Si el dogma de la eternidad de las penas fuese verdadero, san Agustín, san Pablo y tantos otros jamás habrían visto el Cielo en caso de que hubieran muerto antes de realizar el progreso que los condujo a la conversión.

A este último argumento responderán que la conversión de esos santos personajes no fue el resultado del progreso del alma, sino de la gracia que se les concedió y por la que fueron tocados.

Con todo, eso es un juego de palabras. Si esos santos practicaron el mal, y más tarde el bien, significa que mejoraron. Por consiguiente, progresaron. ¿Por qué Dios les habría concedido como favor especial la gracia de que se corrigieran? ¿Por qué a ellos sí y a otros no? Siempre se nos responde con la doctrina de los privilegios, incompatible con la justicia de Dios y con el amor que dispensa por igual a todas las criaturas.

Según la doctrina espírita, de acuerdo con las palabras mismas del Evangelio, con la lógica y con la justicia más rigurosa, el hombre es hijo de sus obras, tanto en esta vida como después de la muerte. No le debe nada a la gracia. Dios lo recompensa por los esfuerzos que realiza, y lo castiga por su negligencia durante todo el tiempo que se obstina en ella.


Las penas eternas a la luz de la Doctrina Espírita son una quimera que se desmiente con la lógica y el conocimiento práctico de las leyes espirituales que nos rigen. La obra de Dios es renovadora y progresiva, tendente a la perfección. La eternidad de las penas o de los castigos sería una especie de enfermedad incurable.

Los Espíritus superiores nos enseñan que sólo el bien es eterno, porque es la esencia de Dios, y que el mal tendrá un fin. En consecuencia de este principio combaten la doctrina de la eternidad de las penas como contraria a la idea que Dios nos da de su justicia y de su bondad. Pero la luz no se hace para los Espíritus sino debido a su elevación; en las clases inferiores sus ideas aún se encuentran oscurecidas por la materia; para ellos, el futuro está cubierto por un velo: no ven más que el presente. Están en la posición de un hombre que escala una montaña; en el fondo del valle, la niebla y las curvas del camino limitan su visión: le es preciso llegar a la cima para abarcar todo el horizonte, para evaluar su recorrido y lo que le queda por hacer. Al no percibir el término de sus sufrimientos, los Espíritus imperfectos creen que siempre han de sufrir, y este pensamiento es en sí mismo un castigo para ellos. Por lo tanto, si ciertos Espíritus nos hablan de penas eternas es porque creen en ellas, debido a su inferioridad.

Bibliografía:
El Cielo y el Infierno
amorpazycaridad.es
cursoespirita.com


AMOR, CARIDAD y TRABAJO